Antimateria, magia y poesía

Paul Dirac, el poeta de la física

Aurora Valero. Materia y espacio, 2011
Paul Dirac

Más allá que resolver los enigmas que nos rodean, el físico británico Paul Dirac lo que buscaba era la belleza. La suya era una visión esteticista de la ciencia. / AIP Emilio Sergè Visual Archives

Dirac estaba sentado en el borde del salón. Observaba minuciosamente los movimientos de su amigo Werner Heisenberg, uno de los padres de la mecánica cuántica, que bailaba con entusiasmo junto a un grupo de mujeres. Era 1929 y estaban a bordo del barco que los habría de llevar a una conferencia en Japón. De pronto, vio como Heisenberg se alejaba del grupo y retornaba a su lado. Los dos veinteañeros, que poco después ganarían el premio Nobel de física, se miraron unos instantes en silencio. Dirac le interrogó: «Heisenberg, ¿por qué bailas?» El autor del principio de incertidumbre contestó: «Porque es placentero hacerlo entre chicas tan agradables.» Dirac se quedó pensando largos minutos. De pronto, se incorporó y le preguntó: «¿Y cómo sabes, de antemano, que son agradables?»

Esta anécdota retrata muy bien al más grande físico británico del siglo xx. Paul Dirac era tímido y de una economía de palabras proverbial, pero de precisión abrumadora, excesiva para una charla cotidiana. Fue una especie rara en este mundo. Una mente capaz de descubrir belleza donde nadie más la veía. Un poeta de la física. En su lápida se lee la ecuación relativista del electrón. Con la precisión y elegancia de un haiku, el epitafio grabado en el mármol es su mejor poema, la ecuación de Dirac. No la encontró intentando resolver los enigmas que el mundo natural de su época presentaba. La halló buscando la belleza. En sus palabras, «simplemente examinando cantidades matemáticas que los físicos utilizan, e intentando darles sentido de manera interesante, sin importar las aplicaciones que el trabajo pueda tener».

Es probable que pocos científicos compartan su visión esteticista de la ciencia, y con razón, ya que es un lujo que solo alguien con su intuición y genio se podía permitir. Nadie es inmune, sin embargo, al hechizo seductor, a la simplicidad perfecta de su trabajo. Más allá de la motivación que inspiró su génesis, la ecuación relativista del electrón, en palabras del propio Dirac, «da cuenta de gran parte de la física y toda la química». Fue capaz de describir por primera vez la interacción de la luz y la materia, de explicar varias propiedades misteriosas de átomos y moléculas, y de producir su predicción más inquietante: la existencia de antimateria. Para disfrutar de la poesía sintética de Dirac, de su singular capacidad de hilvanar argumentos y ecuaciones con el fin de hacer emerger la belleza, como si de un soneto se tratara, pensemos por un instante en el electrón.

El electrón 

El electrón es una partícula fundamental. No está compuesta por nada. Es la unidad básica e indivisible de la carga eléctrica. Posee una masa muy ligera en comparación con la del núcleo atómico, alrededor del cual tiene su paradero habitual. Los electrones son todos idénticos y su única característica distintiva es el llamado espín, que puede pensarse como la posibilidad de girar sobre sí mismo. Esto lo puede hacer sólo de dos maneras: en el sentido de las agujas del reloj o en sentido contrario, pero siempre con la misma magnitud. Puede estar en tan solo dos estados. Por ello, cuando a mediados de los años veinte se sentaron las bases de la física cuántica, un electrón debía ser representado mediante dos cantidades distintas que dieran cuenta de cada uno de estos estados.

«Paul Dirac era tímido y de una economía de palabras proverbial, pero de precisión abrumadora, excesiva para una charla cotidiana. Fue una especie rara en este mundo, un poeta de la física»

En esa época, sin embargo, las leyes de la física cuántica no se ajustaban a la relatividad especial que Albert Einstein había desarrollado, en 1905, para describir objetos que se movieran a velocidades comparables a la de la luz. Las ecuaciones de la física cuántica, por lo tanto, no eran válidas para describir un electrón demasiado veloz. Dirac se preguntó cómo debía modificarse la física cuántica para que resultase compatible con la teoría de Einstein. Usando su concepción estética y argumentos puramente teóricos, matemáticos, elaboró la ecuación que lleva su nombre en un artículo que, bajo el majestuoso título La teoría cuántica del electrón, envió a publicar el 2 de enero de 1928.

Si bien el trabajo fue recibido con gran entusiasmo, había un problema evidente que no se le escapó a Dirac: su teoría contenía, inexorablemente, cuatro cantidades independientes y no las dos necesarias para describir al electrón. Para otros científicos, esto habría sido razón suficiente para desechar la teoría. Para Dirac, sin embargo, la belleza matemática de esta constituía una firme evidencia de que debía tener utilidad en el mundo natural. Observó que las dos cantidades extra corresponderían a algo así como electrones de energía negativa. ¿Es esto admisible? En apariencia no. Si una partícula pudiera adquirir valores negativos de la energía se llegaría a un resultado paradójico: un electrón podría proveer energía ilimitadamente a costa de que la suya fuera cada vez más negativa, conservando en el proceso la energía total. Así, un único electrón podría ser utilizado como fuente energética para todo el planeta. Una perspectiva fabulosa, tan seductora como imposible.

Paul Dirac, Werner Heisenberg y Richard Feynman

Paul Dirac, a la izquierda, pasea con su amigo Werner Heisenberg en Cambridge. A la derecha, Paul Dirac, recostado sobre una barandilla, conversa con Richard Feynman en julio de 1962. Feynman era todo lo contrario a Dirac en cuanto a personalidad: extrovertido, excéntrico y divertido. / AIP Emilio Sergè Visual Archives

Nace la antimateria

La ecuación de Dirac arrojaba un resultado absurdo. Pero el poder de la belleza movilizaba la creatividad y persistencia de su autor. En un movimiento audaz, Dirac imaginó que quizás un electrón no podía tener energía negativa porque todos esos estados ya estaban ocupados por otros electrones. El físico austríaco Wolfgang Pauli había descubierto poco antes que dos electrones no pueden estar simultáneamente en el mismo lugar y con el mismo espín, por lo que, si los estados estuvieran ocupados, en la práctica sería como si no existieran. Esta ingeniosa solución, claro, tenía graves consecuencias. Dirac estaba sosteniendo, en definitiva, que el vacío, la ausencia de materia, lejos de ser el paraíso del espacio y el silencio, se parecía más a un teatro repleto con el cartel «no hay más butacas». El vacío estaría lleno de electrones ocupando las infinitas butacas de energía negativa, como un mar sin fondo: el mar de Dirac. Este, por lo tanto, tendría carga eléctrica y energía, ¡ambas infinitamente negativas! Nadie estaría dispuesto a aceptar semejante locura. ¿Cómo contrastar una idea tan escandalosamente poco intuitiva?

«La ecuación de Dirac arrojaba un resultado absurdo. Pero el poder de la belleza movilizaba la creatividad y persistencia de su autor»

Una forma de poner a prueba la sorprendente idea de Dirac es la siguiente. Si existiera ese mar conjetural de electrones de energía negativa, debería ser posible entregarle a alguno de ellos suficiente energía como para llevarlo a tener energía positiva. Si así fuera, dejaría atrás un lugar vacante o hueco en el mar de Dirac, una butaca vacía porque un espectador abandonó la sala. Notablemente, si lo pensamos un poco, este hueco tiene todas las propiedades de una partícula con carga positiva que se puede mover. La butaca vacía, anunciada en la boletería, atrae es­pectadores, tal como lo hacen las cargas de signo opuesto. Puede mo­verse, además, porque los espectadores pueden empezar a cambiar de asiento, uno detrás del otro. El hueco en el mar de Dirac se comporta como una partícula idéntica a un electrón, pero de carga positiva.

Si la interpretación inverosímil de Dirac fuera cierta, tendríamos que poder encontrar una partícula idéntica al electrón, pero de carga positiva. La primera tentación fue pensar en el protón, como sugirieron Hermann Weyl y el propio Heisenberg en 1929, pero la teoría invariablemente obligaba a que ambas partículas tuvieran la misma masa. El universo conocido no parecía albergar una partícula semejante. Su amigo Heisenberg, decepcionado, calificó la formulación de Dirac en una carta a Pauli como «el capítulo más triste de la física moderna». Niels Bohr sostuvo que la audacia del inglés ya no tenía sentido. Pero Dirac insistió, postulando en 1931 la existencia de electrones positivos o antielectrones como la única interpretación posible de su teoría.

La tensa espera no se prolongó demasiado. El 2 de agosto de 1932 Carl Anderson observó la primera evidencia irrefutable de los electrones positivos o positrones. Era precisamente la partícula que Dirac había predicho. Los positrones son el primer ejemplo de la antimateria. Con el tiempo se concluyó que no solo los electrones, sino todas las partículas, tienen asociada una antipartícula. Antes de darse a conocer en un experimento, obediente a su sino ineluctable, la antimateria salió a la luz en la página en blanco del vacío, en un audaz y bello soneto urdido por el lirismo y el genio matemático de Paul Dirac.

Feynman, Dirac y la belleza

La teoría de Dirac se impuso, pero no por mucho tiempo. Como suele suceder en la ciencia, los problemas no tardaron en llegar. Al intentar hacer cálculos más precisos y complejos, que involucraran muchas partículas y antipartículas, los resultados se tornaban absurdos. Se necesitaba una teoría más general: la electrodinámica cuántica, que vería la luz a finales de los cuarenta. Uno de sus creadores fue el célebre físico estadounidense Richard Feynman. Pese a compartir con Dirac el mismo genio y la misma necesidad de belleza, Feynman era extrovertido, divertido, excéntrico y seductor. Feynman era a Dirac lo que un electrón a su antielectrón. Según Freeman Dyson, otro de los padres de la electrodinámica cuántica, Feynman no pasaba por los procesos matemáticos ordinarios en sus razonamientos. Era capaz de descubrir cosas como por arte de magia. Podía adivinar las respuestas por un extraño proceso que ni él mismo entendía.

«En un movimiento audaz, Dirac imaginó que quizás un electrón no podía tener energía negativa porque todos esos estados ya estaban ocupados por otros electrones»

Richard Feynman solía hacer sus cálculos en el top­less bar de su amigo Angelo Gianone. Llenaba los individuales de papel con fórmulas y bosquejos de las mujeres que bailaban en el escenario. En su primer trabajo sobre el electrón y el positrón, Feynman propuso una nueva interpretación para la ecuación de Dirac. Para él no había energías negativas. Se trataba de electrones que se movían hacia atrás en el tiempo. Llevar energía y carga negativas al pasado es equivalente a llevarlas positivas al futuro, de igual modo que es equivalente llevar dinero del banco a la casa o llevar deuda de la casa al banco. Los positrones eran, así, electrones que viajaban al pasado. Como en la famosa escena de la película Yellow Submarine, cuando los Beatles pasan por el Mar del Tiempo, ven un submarino amarillo idéntico al de ellos, y John Lennon sugiere que éste no es más que ellos mismos, «viajando hacia atrás en el tiempo».

Grandes científicos, tan dispares como Dirac y Feynman, encontraron en la belleza una motivación esencial para la construcción de sus teorías. Dirac afirmaba que el investigador, «en sus esfuerzos por expresar las leyes de la naturaleza, debe preocuparse principalmente de la belleza matemática. Debe tomar la simplicidad en consideración, pero subordinada a la belleza». Paradójicamente, él era incapaz de apreciar la poesía. Una vez le dijo a su amigo Robert Oppenheimer: «En física intentamos explicar, en términos simples, algo que nadie sabía antes. La poesía hace exactamente lo contrario.» Feynman, por su parte, se quejaba de un amigo artista que le decía que los científicos reducían todo a elementos básicos, despojándolos de su belleza. Le respondía que, muy por el contrario, él podía apreciar en una flor la misma hermosura. Sin embargo, también podía apreciar la belleza de sus células, sus procesos biológicos y su historia natural. La belleza, según parece, no es monopolio del arte.

Este artículo ha sido ganador en 2012 de un premio FECYT de Comunicación Científica en al categoría de Prensa Escrita, otorgado por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología.

© Mètode 2011 - 70. Cuando se quema el bosque - Número 70. Verano 2011
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Profesor titular del Departamento de Física de Partículas. Universidad de Santiago de Compostela.

Vicerrector de Investigación y Doctorado. Universidad Andrés Bello (Santiago de Chile).

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