Lo llamaron palo santo. Y Lignum vitae. Ninguna medicina del Nuevo Mundo gozó de mayor prestigio en la Europa de primera mitad del siglo xvi. Hasta de los techos de las iglesias colgaron leños de guayaco. Ante ellos se postraban los afectados más menesterosos del «mal de bubas» en la creencia de que sus plegarias les librarían de la enfermedad. Única esperanza para aquellos que no podían permitirse este costoso remedio, que se pagó a siete escudos de oro la libra. La sífilis había caído como una maldición sobre el continente y las posibles curas se habían convertido en un enorme negocio. Como consecuencia, pocas mercancías generaron más beneficios en los inicios del comercio trasatlántico. Aunque aún menos se demostrarían tan inútiles. Hoy sabemos que los privilegiados que usaron la madera de este árbol siguiendo los escritos de algunos de los mejores médicos de la época tuvieron las mismas posibilidades de sanar que los pobres a los que solo les quedaba rezar. El guayaco es totalmente inefectivo contra la bacteria Treponema pallidum. ¿De dónde surgió su fama entonces? Al parecer, de meros intereses particulares. Es muy posible que nos encontremos ante una estafa, el primer gran fraude médico de la Edad Moderna. Recordemos su historia.
La sífilis
El «mal de bubas» apareció en 1495 como un trueno. Durante el sitio de Nápoles, en el que lucharon tropas aragonesas y francesas, se produjo una gran epidemia que dejó fuera de combate a buena parte de la soldadesca, presa de pústulas y llagas que llegaban a causar la muerte, y que no tardaría en propagarse por todo el continente. Una vez finalizada la campaña, los ejércitos, integrados por mercenarios de media Europa, regresaron a sus hogares portando la enfermedad consigo. De ahí el otro nombre con que se conoció a este mal inicialmente, morbo gallico. Aunque, para ser justos, cada cual atribuyó la dolencia a su rival de turno: si los italianos lo llamaron «el mal francés o español», los franceses se referirían a él como «de Nápoles», los japoneses lo denominarían «la enfermedad china», los tahitianos «la británica» y los turcos «la cristiana».
Mayor dificultad presenta localizar el inicio de la sífilis, un aspecto que de hecho continúa en debate. Diferentes restos óseos atestiguan su existencia en la América precolombina, aunque probablemente como una afección no trasmitida sexualmente. Pero también se han encontrado indicios de su posible presencia en la Europa previa al 1492, si bien estos últimos son menos claros. Una aparente contradicción que ha provocado una larga controversia entre los que sitúan el origen de la dolencia en uno u otro continente. A medio camino quedaría la teoría más aceptada actualmente, según la cual la expedición de Colón habría transportado cepas americanas de Treponema en el regreso de su primer viaje y éstas habrían sufrido algún tipo de mutación, dando lugar a la enfermedad venérea que hoy conocemos.
Sea como fuere, lo que no plantea dudas es la magnitud del brote iniciado en Nápoles. Se estima que entre un 5 % y un 20 % de la población europea podría haber padecido sífilis en las primeras décadas del siglo xvi. Y tampoco las repercusiones sociales que causó la epidemia, a la que se dio categoría de prueba o incluso de castigo divino. Por ello, no extraña la enorme atención que atrajo entre los médicos de la época, que buscaron en la farmacopea remedios que paliasen sus temidos efectos. Muchos se decantarían por el mercurio, cuya utilización en ungüentos ya contaba con una larga tradición en el tratamiento de la lepra y distintos problemas de la piel. Sin embargo, el empleo excesivo de este metal tóxico causa graves efectos secundarios, desde pérdida de dientes y temblores hasta parálisis, por lo que no fueron pocos los dolientes que prefirieron soportar los rigores de la enfermedad antes que enfrentarse a esta peligrosa medicación. El campo estaba perfectamente abonado, por tanto, para la irrupción de un nuevo producto capaz de prometer curación sin temibles inconvenientes. Y, por supuesto, este apareció.
El guayaco
Se ha perdido la huella del primer envío de guayaco a España pero, de acuerdo con diversas fuentes de la época, la madera de este árbol nativo de la América tropical también llamado guayacán ya se utilizaba en la península Ibérica en la primera década del siglo xvi. Una novedad que atrajo la atención del cardenal Matthäus Lang, consejero del emperador Maximiliano I, que organizó una comisión imperial que viajó entre 1516 y 1517 por nuestro país para analizar su empleo contra el «mal de bubas». El informe definitivo de esta expedición no saldría a la luz hasta 1535, si bien la información obtenida debió tener eco mucho antes. Solo así se explica el inmediato éxito que experimentó el libro del humanista alemán Ulrich von Hutten De guaiaci medicina et morbo gallico, que llegaría a ser editado en alemán, francés, inglés y latín.
«Poco a poco, la nula efectividad del guayaco se hizo patente y empezaron a oirse voces que cuestionaban la eficacia»
En este texto de 1519 que loaba las virtudes de Lignum vitae frente al morbo gallico, Hutten detalla los pormenores de lo que sería el tratamiento típico a base de guayaco. La cura comenzaba con la elaboración de una infusión a partir de una libra del leño troceada y ocho de agua, que se calentaba sin llegar a ebullición hasta que el volumen se redujese a la mitad. Posteriormente, el preparado obtenido era administrado a lo largo de un mes al enfermo, que además debía mantener durante este tiempo un duro régimen que incluía permanecer encerrado en una habitación a alta temperatura y alimentarse lo menos posible. Con ello se perseguía que el paciente purgase su mal a través del sudor, de acuerdo a la teoría de los humores que prevalecía en la época. Pero las cualidades sudoríficas del palo santo no son eficaces contra la bacteria causante de la sífilis y, de hecho, el propio Hutten acabaría muriendo en 1523 por la misma enfermedad que creyó vencer.
Nadie repararía en este paradójico hecho, sin embargo, y la publicación de nuevos libros y panfletos alabando las bondades del guayaco continuó en los siguientes años. Entre ellos destaca el Sumario de la Natural y General Historia de las Indias (1526) del cronista castellano Gonzalo Fernández de Oviedo, el primero que sitúa el origen del «mal de bubas» en América. Con ello daba un nuevo argumento a los defensores del nuevo remedio, ya que por aquellos años estaba muy extendida la creencia de que, para aliviar los pesares del ser humano, Dios coloca cerca enfermedad y cura. Una idea en la que también incidiría el poema «Syphillis, sive morbus gallicus», escrito en 1530 por el médico italiano Girolamo Fracastoro, que de manera alegórica atribuía la dolencia al pastor Syphilo, apelativo que acabaría dando nombre definitivo al nuevo mal.
Visto hoy, extraña el enorme prestigio que llegó a alcanzar un remedio ineficaz. Tres causas principales pueden explicar este fenómeno. La primera ya está comentada, la repentina aparición de la sífilis y lo penoso del principal tratamiento utilizado, el mercurio. Al menos el guayaco resultaba inocuo para el paciente. La segunda tendríamos que buscarla en la propia historia natural de la enfermedad, caracterizada por la alternancia entre periodos de actividad y de latencia. Así, los primeros síntomas de la infección, la formación de chancros en los órganos sexuales, desaparecen espontáneamente a las semanas y solo tras varios meses se manifiesta una fase secundaria que trae consigo diversas lesiones cutáneas que también terminan curando. Es la llamada sífilis terciaria la verdaderamente peligrosa, ya que ataca al sistema nervioso y causa daños neurológicos irreparables, pero esta solo se desencadena tras un largo periodo de latencia que puede durar décadas. Sin embargo, esta sintomatología se iría conociendo a lo largo del siglo xvi y se antoja insuficiente para esclarecer lo ocurrido. La única manera de explicar el extraño caso del guayaco es recurrir a un tercer argumento, la campaña de publicidad que promovió la familia Fugger para fomentar su uso.
Los Fugger
Esta familia procedente de Augsburgo, los mayores banqueros de su tiempo, poseyó a inicios de la Edad Moderna un colosal imperio financiero con intereses tan dispares como el comercio de materias primas, la minería o las especias. También financiarían al manirroto emperador Maximiliano I, que a su muerte dejó tanto sus dominios como sus deudas a su nieto Carlos. Poderosa razón para asegurarse de que igualmente recibiese el Sacro Imperio Romano Germánico, para lo cual los Fugger le concedieron un cuantioso préstamo con el que sobornar a los príncipes electores: 544.000 florines, dos terceras partes del montante reunido para comprar voluntades. Una vez proclamado, el ya Carlos I de España y V de Alemania devolvería la suma con creces a través de distintas y lucrativas concesiones, lo que llevó a parte de la familia a trasladarse a España. Aquí se les conoció como Fúcares y todavía quedan huellas de su paso, como una calle en Madrid en la zona donde tuvieron una casa de campo o la utilización de este apelativo para referirse a una persona acaudalada.
«La epidemia de sífilis recorría toda Europa y no hacía distinciones entre clases sociales, por lo que no eran pocos los pacientes pudientes necesitados de la esperan<a que ofrecía el remedio americano»
Entre los numerosos negocios que Carlos otorgó a la familia alemana se cuenta el monopolio del comercio del guayaco, cuya explotación prometía grandes dividendos. La epidemia de sífilis recorría toda Europa y no hacía distingos entre clases sociales, por lo que no eran pocos los pacientes pudientes necesitados de la esperanza que ofrecía el remedio americano. Los Fugger aprovecharían esta circunstancia iniciando una más que cuestionable campaña de promoción que incluía pagos a los médicos que fomentaran la nueva panacea. Así lo reconoció el propio Hutten, que afirmó que muchos galenos inicialmente opuestos al uso del guayaco habían cambiado su parecer tras la debida recompensa. Una práctica deshonesta que sería denunciada por el médico Paracelso, si bien el suizo no gozó en vida del reconocimiento que adquirió posteriormente, con lo que sus acusaciones encontraron poco eco.
No sería esta la única iniciativa que impulsaron los Fugger con intención de promover su producto. Una que ha llegado hasta nuestros días es la holzhaus, nombre alemán que podríamos traducir como “casa del leño”. Esta especie de hospital, que todavía se puede visitar dentro del barrio que la familia de banqueros fundó en Augsburgo, la Fuggerei, atendía a enfermos de sífilis y sirvió de modelo para otros establecimientos que abrirían en distintas ciudades europeas.
Todos estos estímulos lograron que, por unas décadas, el guayaco fuese una de las pocas mercancías procedentes de las Indias con valor suficiente como para cargar barcos enteros con él. La alta demanda mantenía bien lubricado un negocio que se iniciaba en La Española y, pasando por Sevilla, concluía en cualquier ciudad europea. Un largo trayecto que posibilitaba multitud de pequeños engaños, como disimular con arcilla los desperfectos que los leños sufrían durante el viaje o mezclar la madera con otras más baratas, si esta venía en virutas. No perduraría esta grotesca situación de fraude sobre fraude, en cualquier caso. Poco a poco, la nula efectividad del palo santo se fue haciendo patente y comenzaron a escucharse voces que cuestionaban su eficacia. Y, así, el no hace tanto remedio milagroso fue perdiendo su prestigio y hasta estudiosos que habían fomentado su uso, como Girolamo Fracastoro, acabaron renegando de él. Para finales del siglo xvi, la moda había prácticamente terminado y el boyante negocio, desaparecido.
Hoy nos podemos preguntar por qué se empezó a utilizar el guayaco, de dónde surgió ese interés inicial que luego se vería agigantado por la ilusión de miles de enfermos y los intereses comerciales de la familia Fugger. Varios autores de la época relataron este origen, si bien lo hicieron de oídas al vivir en Europa. Ni siquiera el ya mencionado Sumario de Fernández de Oviedo, que pasó en las Indias buena parte de su vida a partir de 1514, podría ser considerado una fuente de primera mano, ya que distintos textos sitúan la llegada del palo santo a la península Ibérica en la década anterior. Tampoco ayuda el estudio de los antiguos códices aztecas ni de los actuales yerberos mexicanos, que no hacen referencia al uso medicinal de la madera de este árbol. Quizás este empleo se restringió a las islas del Caribe y el rápido colapso de la cultura taína nos ha privado de la explicación que buscamos. Tan solo nos queda especular con un equívoco encuentro en La Española entre indígenas y conquistadores, en el que los segundos entendieron lo que la necesidad o la conveniencia les empujaba a entender.
«La única manera de explicar el extraño caso del guayaco es recurrir a la campaña de publicidad que promovió la familia Fugger para a fomentar su uso»
También podemos preguntarnos por qué otros remedios igualmente fallidos no perdieron su predicamento. Ahí tenemos al mercurio, que hasta la llegada del siglo xx se mantuvo como fármaco de referencia contra la sífilis. Hubo que esperar a las investigaciones del médico alemán Paul Ehrlich, que culminarían con el revolucionario descubrimiento del fármaco sintético Salvarsán, para que el funesto presagio «una noche con Venus y una vida con Mercurio» se convirtiera en un simple recuerdo.
REFERENCIAS
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