Feminismo y ciencia

Conflictos, convergencias y complicidades

A primera vista, la relación entre ciencia y feminismo puede parecer tangencial. En cierto sentido, los dos conceptos ni siquiera pertenecen a la misma categoría: la palabra ciencia se refiere no solo a un conjunto extremadamente diverso de campos de investigación, sino también a toda una forma de abordar la relación humana con el conocimiento, mientras que la palabra feminismo remite a un conjunto específico de reivindicaciones políticas y sociales alrededor de la cuestión del género y su relación con el poder.

Sin embargo, entendidos en el sentido más amplio, como esfuerzos colectivos, ciencia y feminismo comparten ciertas características comunes. En primer lugar, se trata de proyectos masivos relativamente sencillos de situar en términos generales y sobre el terreno (en el laboratorio, en el escenario político), pero cuyos límites concretos son difíciles de determinar, en buena medida porque las propias definiciones de ciencia y feminismo contienen un elemento normativo irreducible que se refiere a cuestiones de valor: la ciencia tiene que hacer progresar el conocimiento humano; el feminismo debe mejorar las condiciones de vida de las mujeres. En segundo lugar, tanto la ciencia como el feminismo pueden valerse de medios muy diferentes y emplear una diversidad de métodos para conseguir sus objetivos. En tercer lugar, y en parte debido a su diversidad metódica y orientación a valores normativos, ambas prácticas incorporan un componente crítico y marcadamente autorreflexivo.

«El despliegue histórico de los proyectos científicos y feministas ha hecho patente que estas dos dismensiones normativas pueden establecer conexiones complejas»

Si bien los valores fundamentales de la ciencia son, por definición, valores epistémicos (es decir, orientados a la producción y validación de conocimiento), y los del feminismo, valores políticos (orientados a la transformación de la realidad social), el despliegue histórico de los proyectos científicos y feministas ha dejado patente que estas dos dimensiones normativas pueden establecer relaciones complejas. La transformación de la realidad en una determinada dirección requiere a menudo la revisión de las formas de conocimiento existentes, y la producción de nuevos conocimientos va a menudo acompañada de efectos muy reales en la sociedad. Por ello, tanto la empresa científica como el feminismo requieren pensamiento crítico, en un doble sentido: por una parte, tienen que emplear argumentos basados en informaciones confiables y en razonamientos sólidos y alejados de sesgos y, por otra, tienen que poner a prueba los supuestos «por defecto» de la vida cotidiana, sospechar saludablemente del statu quo y de lo que se presenta como «sentido común». Y esto último, no solo con respecto a sus objetos o marcos de acción, sino también respecto a las prácticas y discursos que las conforman: la ciencia consiste en buena medida en poner a prueba la propia ciencia, y el feminismo tiene que permanecer vigilante con respecto a su propio discurso y a sus propias prácticas en tanto que se convierten en lugares de poder.

Una parte importante del pensamiento feminista se ha dedicado a analizar qué voces han sido excluidas de la producción académica y qué implicaciones ha tenido para estas personas que otros las hayan definido desde el ámbito académico. / Concha Molina

El problema de la demarcació

Si bien es cierto que la «buena ciencia» (en un sentido epistémico) puede ser utilizada para finalidades moralmente dudosas, como evidencian muchos usos militares y comerciales, en la mayoría de estos casos el problema está en la aplicación de los modelos descriptivos y predictivos proporcionados por la ciencia a determinadas actividades, y no en la elaboración de los propios modelos. En general, pese a las muchas discrepancias existentes entre los expertos en cuanto a la definición de ciencia y a su propósito principal, se acepta que las buenas descripciones y predicciones científicas tienen un cierto valor en sí mismas, en tanto que nos proporcionan un conocimiento adecuado, en un sentido u otro, de sus objetos, incluso en ausencia de aplicaciones prácticas.

Sin embargo, la cuestión de la «buena ciencia» remite a algo más básico: la distinción entre lo que es propiamente científico y lo que no lo es. Si bien es cierto que, teniendo en cuenta la diversidad de disciplinas y métodos existentes en la comunidad científica, es inevitable otorgar muchos aspectos del control de la calidad de la producción científica a las propias comunidades de especialistas, también se hace deseable disponer de un criterio que permita decidir si una actividad es propiamente científica o no. Eso es lo que se ha dado en llamar criterio de demarcación, y determinar este criterio se ha convertido, desde principios del siglo xx, en uno de los problemas fundamentales de la filosofía de la ciencia.

El problema de la demarcación se complica por el hecho de que, más allá de la producción que queda por debajo de ciertos estándares de calidad internos y de las actividades sencillamente no científicas, existe una categoría problemática: la de aquellas doctrinas que, sin ser científicas, son presentadas como tales para beneficio de sus impulsores. A diferencia de lo que pasa con la «mala ciencia», la labor de los proponentes de teorías pseudocientíficas no se centra en adecuarse a estándares científicos y cumplir normas epistémicas, sino meramente en convencer a un público no experto de que lo hacen. En este sentido, el problema de la pseudociencia va más allá del ámbito epistémico: la pseudociencia se apropia de forma indebida del poder social de la ciencia para generar descripciones y predicciones que se orientan, desde su propia formulación, a propósitos no científicos.

El feminismo como pensamento crítico

Históricamente, los feminismos no solo han cuestionado el conocimiento producido en los ámbitos académicos y científicos, sino que también han analizado la producción de este conocimiento. Una parte importante del pensamiento feminista se ha dedicado a analizar qué voces han sido excluidas de la producción académica y qué implicaciones ha tenido para estas personas que otros las hayan definido desde el ámbito académico. En el ámbito médico, en las últimas décadas se ha pedido que en los estudios clínicos participen tanto hombres como mujeres o que se analice si existen diferencias de trato en función de que el paciente sea hombre o mujer, o en cómo se valora su sintomatología.

La crítica de la producción académica y científica también ha tenido repercusiones dentro del pensamiento feminista: muchas autoras critican que la academia feminista se ha centrado en representar las necesidades de las mujeres blancas, que son las que más oportunidades han tenido para acceder a los altos niveles de la educación formal. Grada Kilomba, por ejemplo, explica que las personas negras no solo han sido excluidas de la producción de conocimiento, sino que han recibido los efectos de un conocimiento producido por personas blancas que ha tendido a considerar a las personas racializadas como inferiores. La autora considera que el conocimiento académico y científico se ha construido, en el ámbito temático y metodológico, desde el punto de vista de un sujeto masculino blanco y de sus necesidades. Es por eso que reivindica la subjetividad como parte del discurso académico, porque «todo el mundo habla desde una realidad e historia específica» (Kilomba, 2012, p. 304).

Un ejemplo que explica cómo los discursos científicos han servido para reforzar jerarquías raciales y de género lo encontramos en el análisis de Ann-Laura Stoler (1995) sobre libros de ginecología escritos durante la época colonial. Diversas teóricas feministas han explicado que los privilegios raciales se mantenían mediante el control de la sexualidad de las mujeres blancas, que tenían que ser preservadas de la mirada masculina y, sobre todo, de ser fecundadas por los hombres racializados. Las mujeres racializadas, en cambio, eran consideradas como objetos sexuales al servicio de la mirada y el goce del hombre blanco (Stolcke, 2014; Stoler, 1995). Este hecho, además, solía ir acompañado de mitos sobre la hipersexualidad de esas mujeres, sobre todo de las negras (Hill Collins, 2000). Esta mirada colonial sobre los cuerpos de las mujeres blancas y racializadas quedaba reflejada en los libros de ginecología de la época. Así, Stoler califica de pornografía científica las minuciosas y a menudo eróticas descripciones de los cuerpos de las mujeres racializadas hechas por científicos en un momento en el que las descripciones de los cuerpos blancos tenían un carácter completamente diferente.

«El conocimiento académico y científico se ha construido desde el punto de vista de un sujeto masculino blanco y de sus necesidades»

Por todo ello, ciertas corrientes del pensamiento feminista tienen una posición crítica con algunos elementos de los procedimientos de producción de consenso en el ámbito científico. Esta tarea de contrarrestar los elementos de machismo y colonialismo en el pensamiento científico está, de hecho, perfectamente de acuerdo con los valores epistémicos defendidos por la mayoría de científicos y expertos en ciencia. Por otro lado, la reticencia feminista a aceptar el consenso científico abre la puerta, cuando no se gestiona adecuadamente, a casos de mala divulgación científica y, ocasionalmente, a la adopción de discursos pseudocientíficos.

La defensa acrítica de la ciencia: «escépticos» y dogmatismo hegemónico

Si es cierto que, para mantenerse en su condición de pensamiento crítico efectivo y –en el mejor de los sentidos– progresista, el feminismo necesita mantener un alto grado de autoconciencia y ser capaz de revisar sus propias fuentes y sus esquemas conceptuales, también es cierto que este es un problema compartido con virtualmente cualquier proyecto crítico de cariz político o epistemológico. La ciencia afronta, pues, un problema análogo; de hecho, el carácter autocrítico y revisable de la ciencia es tan importante para la empresa científica que autores como Karl Popper lo consideran su rasgo definitorio (Popper, 1934/2002). Por suerte, la ciencia dispone de múltiples mecanismos para gestionar racionalmente el disenso, la aparición de error y la generación de consensos flexibles, como el trabajo experimental, la revisión experta y un elaborado sistema de comunicación crítica y diálogo entre expertos.

«La reticencia feminista a aceptar el consenso científico abre la puerta a casos de mala divulgación científica y a la adopción de discursos pseudocientíficos»

Aunque el estudio de la relación entre estabilidad y cambio en el avance científico es extremadamente complejo, hace más de medio siglo que el consenso generalizado entre los estudiosos del desarrollo científico es que para comprender la ciencia hay que ir más allá de la idea de una acumulación gradual de conocimientos objetivos según reglas lógicas y metodológicas inmutables: hay que adentrarse también en el estudio de la relación efectiva entre lo que el filósofo Hans Reichenbach (1938) bautizó como el contexto del descubrimiento (las condiciones históricas y sociales en las que se produce un conocimiento científico) y el contexto de la justificación (los argumentos y las razones «internas» que motivan su aceptación).

Si bien esta problemática es bien conocida y hábilmente gestionada por los expertos en el estudio de la ciencia y por una buena parte de la comunidad científica, se da la paradoja de que muchos de los «defensores» no académicos del papel de la ciencia en la esfera pública tiende a menospreciarla o simplificarla, promoviendo una cierta idealización de la ciencia como independiente de (y ajena a) las vicisitudes políticas y sociales.

Un ejemplo interesante de esto lo encontramos en la forma en que muchos miembros de comunidades autodenominadas de «escépticos» (grupos de divulgación y promoción del pensamiento científico) caricaturizan las críticas a la ciencia desde movimientos sociales como el anticolonialismo o el feminismo. En este caso, no es la defensa de un pensamiento o unas categorías hegemónicas lo que resulta contradictorio, porque el centro de interés de estos grupos es la defensa de determinados valores epistémicos o cognitivos, no políticos. El problema se encuentra en la debilidad de la caracterización que se hace de la ciencia, y en la negativa a considerar y responder de forma sólida a críticas que, pese a su propósito declaradamente político, tienen un contenido factual y metodológico relevante.

Cuando en lugar de responder con argumentos sólidos, el escéptico se ríe, basándose en diferencias de estilo o terminológicas, de ciertas críticas feministas al discurso científico o a la forma como este se traduce en la mentalidad popular, se pierde una oportunidad de hacer progresar el proyecto científico. Y, al hacerlo, el escéptico se arriesga a validar una de las ideas recurrentes en la epistemología feminista: que los discursos científicos dominantes no se sustentan siempre en valores epistémicos universales, sino a menudo también en el ocultamiento o la parodia de paradigmas o tradiciones alternativas que desafían su poder social. En este sentido, la conducta de algunos escépticos se acerca peligrosamente a lo que define la de sus enemigos declarados, los defensores de las pseudociencias.

Algunas ramas del pensamiento feminista han acabado aceptando una serie de binarismos, como la ecuación de la mujer con la naturaleza y el hombre con la cultura y la tecnología, que han justificado la opresión de las mujeres en Occidente durante siglos. / PXHERE

El pene conceptual

Ocasionalmente, esta animadversión contra el feminismo propia de los defensores populares de la ciencia trasciende el ámbito académico y llega a extremos como el intento de desacreditar un campo de investigación entero.

Un ejemplo reciente lo encontramos en la publicación, en mayo de 2017, de un artículo falso del filósofo Peter Boghossian y del matemático James Lindslay, titulado «The conceptual penis as a social construct» (“El pene conceptual como construcción social”). El artículo fue publicado en Cogent Social Sciences, una revista de calidad dudosa, que exige a los autores que paguen para publicar y que no trata específicamente sobre estudios de género. Por si no bastase, el artículo había sido rechazado antes por la revista NORMA: International Journal for Masculinity Studies, que ni tan siquiera se incluye dentro del centenar de revistas sobre estudios de género más destacadas. Sin embargo, los autores presentaron la publicación del artículo como la prueba irrefutable de que los estudios de género son una disciplina fallida en la que se acepta cualquier cosa, siempre que sea lo bastante estrafalaria y que confirme los sesgos vigentes.

Aunque los autores se erigen en defensores del pensamiento crítico, su intento simplista de desacreditar el campo de los estudios de género parece ilustrar todo lo contrario. Se trata de un campo en el que, precisamente, se han debatido de forma extensa y argumentada las limitaciones y ventajas de las teorías postmodernas, consideradas por los muchos escépticos como principales culpables de la confusión y petulancia de muchas aproximaciones feministas. Ignorando estos debates en lugar de participar en ellos, si algo demostró el engaño del pene conceptual fue que aquellos que dicen defender la razón son igual de susceptibles a «creer acríticamente» lo que confirma sus ideas como el resto de personas.

Mala divulgación científica y feminismo

Un ejemplo de mala divulgación científica hecha bajo el pretexto de hacer visible un caso de maltrato de la comunidad médica hacia las mujeres es el documental Papiloma. Las mujeres queremos decidir (2016), dirigido por Frederic Pahisa. El documental da voz a las niñas y mujeres afectadas por la vacuna contra el virus del papiloma humano en España, con el objeto de defender que la vacuna es un intento de medicalizar la salud de las mujeres para enriquecer a las empresas farmacéuticas. Viendo las fuentes expertas y testigos que se presentan en el documental, hay suficiente información para debatir sobre si la comunidad médica española tiene todos los datos para suministrar la vacuna correctamente o sobre si las autoridades sanitarias ofrecen una atención adecuada a las afectadas por los efectos secundarios. Pero no basta para sostener la tesis del documental.

«La ciencia y el feminismo enfrentan obstáculos similares, provenientes tanto de la falta de rigor como de la dificultad para responder a las críticas externas e incorporarlas de manera razonable»

Tanto el reportaje como algunas fuentes interpretan de forma errónea documentos como el de La situación del cáncer en España (Ministerio de Sanidad y Consumo, 2005) y evitan mencionar informes del Ministerio de Sanidad o de sociedades médicas sobre la vacuna. Las fuentes médicas que son favorables a la vacuna o que ofrecen contexto sobre su creación no aparecen hasta la mitad del documental, un vez ya hemos escuchado todas las fuentes contrarias y los testigos de las afectadas. Como en ningún momento se ofrecen datos de contexto para saber si los efectos secundarios son peores que los de otras vacunas o sobre qué incidencia tienen y si es más alta que en otros casos, la sensación de inseguridad que puede tener el espectador que no conoce la cuestión se magnifica. El documental, además, acaba haciéndose eco de investigaciones sobre la vacuna llevadas a cabo por científicos que han sostenido previamente que las vacunas causan autismo.

Así, la mala utilización de los datos de contexto, sumada a la reticencia hacia las autoridades sanitarias –justificada en casos como el de la atención a las afectadas–, acaba dando cabida a teorías pseudocientíficas, a pesar de la intención de los autores del documental, que aseguraron en la presentación de la obra que estaban a favor de la vacunación y que no querían dar voz a antivacunas.

En el ámbito médico, en las últimas décadas se ha pedido que en los estudios clínicos participen tanto como hombres como mujeres o que se analice si existen diferencias de trato en función de que el paciente sea hombre o mujer, o en cómo se valora su sintomatología. / National Institutes of Health, USA

Voces feministas favorables a la ciencia y la tecnología

Así pues, aun tratándose de proyectos claramente diferenciables, tanto la ciencia como el feminismo afrontan obstáculos similares, provenientes tanto de la falta de rigor como de la dificultad para responder a las críticas externas e incorporarlas de forma razonable. La propia relación entre ciencia y feminismo es a menudo un ejemplo vivo de estos problemas.

En las últimas décadas, sin embargo, han sido varias las voces dentro del feminismo y de la epistemología que han reivindicado la creación de un conocimiento más elaborado sobre las relaciones entre el pensamiento feminista y la ciencia, que permitan encontrar una salida a estos problemas compartidos. Algunas de estas propuestas parten de la estrecha relación que los humanos siempre han mantenido con agentes no humanos, tanto animales como máquinas. Por ejemplo, las teorías de Donna Haraway tienen el potencial de exponer que algunas ramas del pensamiento feminista, mediante su crítica a la ciencia y la tecnología, han acabado aceptando una serie de binarismos, como la ecuación de la mujer con la naturaleza y el hombre con la cultura y la tecnología, que han justificado la opresión de las mujeres en Occidente durante siglos (Schneider, 2012).

Este tipo de investigaciones, acogidas inicialmente con reticencia por una parte del mundo del estudio del desarrollo científico, son cada vez más aceptadas como parte de nuestro conocimiento sobre el avance de la ciencia y abren la puerta a una colaboración más estrecha entre los dos proyectos, en la que la diferencia de propósitos (políticos y epistémicos) no impida una interpenetración fructífera entre dos de las formas de pensamiento crítico más importantes en el mundo contemporáneo.

Hill Collins, P. (2000). Black feminist thought. Knowledge, consciousness, and the politics of empowerment. Londres y Nueva York: Routledge.

Kilomba, G. (2012). Africans in academia-diversity in adversity. En Netzwerk MiRA (Ed.), Kritiche Migrationsforschung? Da kann ja jedeR kommen (pp. 299–304). Berlín: Humboldt-Universität zu Berlin. Consultado en https://edoc.hu-berlin.de/bitstream/handle/18452/18546/mira.pdf

Ministerio de Sanidad y Consumo. (2005). La situación del cáncer en España. Consultado en https://www.msssi.gob.es/ciudadanos/enfLesiones/enfNoTransmisibles/docs/situacionCancer.pdf

Popper, K. (2002). The logic of scientific discovery. Londres: Routledge. (Trabajo original publicado en 1934).

Reichenbach, H. (1938). On probability and induction. Philosophy of Science, 5(1), 21–45.

Schneider, J. (2012). Haraway’s viral cyborg. Women’s Studies Quarterly, 40(1&2), 294–300. doi: 10.1353/wsq.2012.0028

Stolcke, V. (2014). ¿Qué tiene que ver el género con el parentesco? Cadernos de Pesquisa, 44(151), 176–189. doi: 10.1590/198053142848

Stoler, A. L. (1995). The education of desire and the repressive hypothesis. En Race and the education of desire: Foucault’s history of sexuality and the colonial order of things (pp. 165–209). Durham: Duke University Press.

© Mètode 2018 - 97. #Biotec - Primavera 2018

Sociòleg i filòsof de la ciència. Investigador a la Universitat Autònoma de Barcelona.

Analista de gènere i periodista. Fundadora i editora de la revista digital Zena, sobre cultura popular amb perspectiva de gènere.

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