Imaginación y ciencia: Un binomio inseparable

Entidades indetectables pero esenciales para los astrónomos del pasado y del presente

 A lo largo de la historia de la astronomía, diferentes pensadores, filósofos y científicos han postulado la existencia de entidades que, no siendo visibles o detectables en su época, o quizá nunca, eran sin embargo necesarias para mantener la estabilidad del cosmos, tal y como ellos lo veían y lo entendían. Podían ser entidades cuya existencia explicara o, al menos justificara, las observaciones astronómicas del momento. Hemos identificado algunas de ellas, desde la antigüedad hasta nuestros días. Aquí las explicamos junto con algunos ejemplos de otras ciencias. En muchos casos, el paso del tiempo mostró que tales postulados eran erróneos y hubo que abandonar las hipótesis o creencias que los sostenían. En otros casos, las entidades postuladas fueron finalmente descubiertas, y estos descubrimientos constituyeron momentos estelares de la ciencia.

«Be not the first by whom the new are tried, Nor yet the last to leave the old aside»
Alexander Pope, Essay on Criticism

Viejos mitos: ¿por qué no cae el cielo sobre nuestras cabezas?

En casi todas las antiguas mitologías se postulaba la existencia de algo o alguien que estaría encargado de separar los cielos de la Tierra. Para los egipcios, Shu (el aire) mantenía a Nut (el cielo) por encima de Geb (la Tierra). Existen versiones semejantes en las mitologías babilónica o china. En esta última, el dios Pan-ku, ayudado por una tortuga y algunos animales mitológicos (un ave Fénix, un dragón y un quilín) separa la Tierra del cielo varias decenas de miles de kilómetros.

En el Génesis no existe una entidad semejante, habiendo sido el propio Creador el que puso cada cosa en su sitio –incluidos el cielo y la Tierra– al primer intento. En la mitología griega que hemos aprendido desde la infancia y que explica cómo surgen las constelaciones a partir de las relaciones entre los dioses y entre estos y los humanos, es relevante, en el contexto que nos ocupa, el papel de Atlas, condenado por Zeus a sostener los pilares de los cielos.

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Versión en color del grabado que aparece en la obra de Camille Flammarion L’Atmosphere: Météorologie Populaire (París, 1888) que evoca la pasión de la humanidad por desvelar los misterios del cosmos. Mètode

Esferas cristalinas

Abandonando los mitos y entrando ya en explicaciones más racionales, empezaremos por recordar a Eudoxo, quien en el siglo iv aC postuló la existencia de esferas –transparentes o cristalinas– centradas en la Tierra para explicar los movimientos aparentes del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas. Aristóteles, que era discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, presentó un sistema del mundo con esferas concéntricas, en la última de las cuales se situaban las estrella fijas. Los cielos serían inmutables y los astros que los pueblan estarían hechos de quintaesencia, un elemento nuevo que necesitó postular para dotar a la región supralunar de un material constitutivo diferente de los cuatro terrenales que según Empédocles eran la base de todo lo observado: el aire, el fuego, el agua y la tierra. La cosmología griega tuvo un desarrollo espectacular en la época helenística de la mano de Aristarco, Eratóstenes, Apolonio e Hiparco, entre otros. Una auténtica revolución científica –aunque olvi­dada– se produjo en esos siglos, como sostiene el físico italiano Lucio Russo (n. 1944). Esta cosmología alcanza su versión definitiva con Tolomeo en el siglo ii dC. Postula la existencia de entidades geométricas que resultan imprescindibles para explicar los movimientos observados de los cuerpos celestes –en particular el movimiento retrógrado de los planetas– en un sistema del mundo geocéntrico: los planetas se movían sobre pequeñas esferas que recibían el nombre de epiciclos, cuyos centros, a su vez, giraban en torno a una esfera mayor, llamada deferente. Esta podía estar centrada en la Tierra o, eventualmente, en un punto excéntrico llamado ecuante, respecto del cual el centro del epiciclo seguía un movimiento aparente circular y uniforme.

«Los cosmólogos modernos postulan desde hace décadas la existencia de materia oscura. Resulta imprescindible para explicar la estabilidad de los cúmulos de galaxias o las velocidades de rotación de las estrellas en las galaxias espirales»

Este sistema perduraría hasta el siglo xvi, en parte porque no había alternativa, pero también porque fue incorporado a la doctrina de la iglesia católica por Tomás de Aquino (1225-1274) en el s. xiii. Por ejemplo, Georg Peurbach (1423-1461) consideraba que las esferas tolemaicas eran sólidas y por tanto no podían ser atravesadas por otros cuerpos. Tampoco se puso en duda su existencia con la nueva concepción del mundo postulada por Nicolás Copérnico (1473-1543) en 1543, en la que es el Sol, y no la Tierra, el astro que ocupaba la posición central. Será Tycho Brahe (1546-1601) quien, al observar el cometa de 1577, puso en duda la existencia de tales esferas como entidades sólidas, ya que el cometa, cuya órbita estudió con detalle, las debería cruzar.

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La diosa egipcia Nut, en una representación en la que se la ve sosteniendo la bóveda celeste estrellada y protegiendo así a los habitantes de la Tierra. British Museum

Estrellas oscuras

Ante una nueva observación astronómica que en principio pudiera resultar paradójica, es razonable postular la existencia de entidades que, aun no siendo detectables inicialmente, pudieran explicar de manera convincente las observaciones. Cuando los astrónomos amateurs ingleses John Goodricke (1764-1786) y Edward Pigott (1735-1825) estudiaron sistemáticamente las estrellas que hoy llamamos variables, cuyo brillo cambia de manera periódica con el paso del tiempo, sugirieron que las variaciones de brillo eran consecuencia del tránsito por delante de la estrella de otra estrella oscura (unenlightened star). Resulta interesante destacar que este argumento fue esgrimido cuando todavía no se conocían pares de estrellas ligadas gravitacionalmente formando sistemas binarios. Aunque ciertamente la variabilidad de muchas de estas estrellas se debe a pulsaciones internas, tal y como mostraría Sir Arthur S. Eddington (1882-1944) en 1926, las estrellas oscuras que eclipsan a otras dejaron de ser meras hipótesis cuando, haciendo uso de la espectroscopia, se llevaron a cabo medidas precisas de la velocidad radial de las estrellas y se pudo comprobar que existían estrellas binarias eclipsantes.

La defensa de Newton

Pero sin duda, el mayor conjunto de entidades postuladas para defender una concepción particular del cosmos se dio con la gravedad de Sir Isaac Newton (1643-1727). El ejemplo más espectacular fue el descubrimiento de Neptuno en 1846. Años antes, en 1781, Wilhelm Herschel (1728-1822) y su hermana Caroline (1750-1848) habían descubierto un poco por casualidad el planeta Urano. Las anomalías que se observaban en la órbita de Urano llevaron a postular la existencia de un octavo planeta más alejado. Urbain Le Verrier (1811-1877), del Observatorio de París y, de forma independiente, el inglés John Couch Adams (1819-1892) determinaron dónde debía buscarse y fue allí donde se encontró, solo unas semanas después de que Le Verrier anunciara su predicción definitiva. Esto fue posible porque Urano había adelantado a Neptuno en su órbita alrededor del Sol solo un par de años antes. Si se hubieran encontrado uno y otro a lados opuestos del Sol, las observaciones no habrían puesto de manifiesto ninguna anomalía.

De manera semejante, Friedrich W. Bessel (1784-1846) afirmó que los movimientos propios de dos de las estrellas más brillantes, Sirio y Proción, implicaban que ambas debían tener una compañera oscura de masa comparable a la de esas estrellas. Como Bessel murió en 1846 no pudo llegar a decir «ya os lo había dicho» cuando Alvan Clark (1804-1887) descubrió Sirio B en 1862 y John M. Schaeberle (1853-1924) Proción B en 1895.

«En el siglo II dC, Tolomeo postula la existencia de entidades geométricas para explicar los movimientos observados de los cuerpos celestes en un sistema del mundo geocéntrico»

A estos éxitos siguieron muchos fracasos en el oficio de detectar lo inicialmente predicho. Por entonces era conocida una anomalía que se observa en la órbita de Mercurio. Su perihelio (el punto de la órbita más cercano al Sol) experimenta un avance secular (precesión) que, aunque muy pequeño, podía ser observado con bastante exactitud. El valor que se medía era mayor que el calculado haciendo uso de la teoría newtoniana. Hoy sabemos que la pequeña diferencia se explica de manera natural en la teoría de la gravitación de Einstein (la relatividad general), pero para justificar el exceso, en el siglo xix, se propusieron diferentes entidades que obviamente nunca se detectaron: un planeta en el interior de la órbita de Mercurio, que recibió el nombre de Vulcano, un anillo de asteroides también intra-mercurial, un Sol bastante achatado, el empuje del éter, desviaciones de la ley de gravedad de Newton en las proximidades del Sol, etc.

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Las esferas del sistema del mundo de Tolomeo, en una representación que aparece en Harmonia Macrocosmica, de Andreas Cellarius (1661). En ella, los planetas se mueven en torno a los epiciclos, cuyos centros giran a su vez en torno al deferente. / Special Collections, University of Amsterdam

El oscuro cielo nocturno

Otro fenómeno que requiere echar mano de lo invisible es la paradoja de Olbers, que podemos plantear con una pregunta: ¿por qué el cielo es oscuro por la noche? El nombre se debe al astrónomo alemán Heinrich Olbers (1758-1840), quien la popularizó. La oscuridad de la noche es un observable evidente, pero, para dar una respuesta convincente a esa pregunta, algunos científicos necesitaron postular la existencia de entidades sin cuya contribución la respuesta no parecía tan obvia. Muchos filósofos de la naturaleza, incluyendo a Giordano Bruno (1548-1600), Thomas Digges (1546-1595) o Newton, suponían que el universo tenía extensión infinita en el espacio y en el tiempo y que a gran escala estaba uniformemente poblado de estrellas. Estas ideas ya habían surgido en la antigua Grecia con Demócrito o Epicuro, mientras que otros, como Zenón de Citio, proponían un cosmos finito de estrellas rodeado por un vacío infinito. Si el universo fuera infinito, y estuviera poblado de manera uniforme por estrellas, la noche brillaría como el Sol. Los cálculos de Edmund Halley (1656-1742) así lo probaban. Para evitar este cielo abrasador, tanto él como Digges argumentaron que los objetos suficientemente distantes proporcionaban demasiada poca luz para «mover nuestros sentidos». Una versión moderna de esta idea la apuntó Fritz Zwicky (1898-1974) en 1929 al hablar de «luz cansada» para explicar el desplazamiento hacia el rojo que se observa en las galaxias remotas. Hoy sabemos que esta hipótesis es falsa.

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Thyco Brahe, astrónomo danés del siglo xvi, puso en duda la teoría de Georg Peurbach, quien consideraba que las esferas tolemaicas eran sólidas. Para Brahe, en cambio, las esferas celestes no son sólidas, sino que los cometas las atraviesan. / Mètode

Una segunda solución a la paradoja de Olbers fue propuesta por Jean-Philip Loys de Cheseaux (1718-1751) y más tarde por el propio Olbers y consistía en postular que algún tipo de éter en el espacio o medio interestelar absorbería parte de la luz de las estrellas en su camino a la Tierra, de modo que el cielo nocturno continuara siendo oscuro. Hoy sabemos que, por razones termodinámicas, esta hipótesis no se sostiene. La absorción no puede esconder todo un universo de estrellas, ya que el eventual material absorbente se calentaría de tal manera que volvería a radiar la luz absorbida.

Una tercera solución defendida por John Herschel (1792-1871) y Richard A. Proctor (1837-1888) se basaba en abandonar la idea de distribución uniforme a gran escala y sugerir una jerarquía en las agrupaciones de materia cósmica (las estrellas se juntan para formar galaxias, estas a su vez forman cúmulos de galaxias, y así sucesivamente). Un idea que ya había adelantado Immanuel Kant (1724-1804) en 1755 y que en terminología moderna se conoce como estructura fractal. Si esta jerarquía no tuviese fin, como la densidad de materia disminuye al crecer la escala, siempre quedarían huecos sin estrellas en el cielo, y la noche seguiría siendo oscura. En cualquier caso, la solución tampoco es válida, ya que, del estudio de la estructura cósmica a gran escala, hemos aprendido que el régimen fractal se observa en la distribución de galaxias solo a determinadas escalas, para desaparecer a escalas mayores, y por tanto el universo fractal es una entidad que carece de fundamento. El enigma de Olbers queda resuelto sin más que considerar que las estrellas que pueblan el universo en expansión no viven eternamente y que su luz viaja a una velocidad finita, de modo que la luz de todas ellas no puede –en ningún momento de la historia cósmica– hacer brillar el cielo nocturno.

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El planeta Neptuno, fotografiado por la nave Voyager 2 en 1989, 143 años después de que se descubriese. / NASA

El éter luminiscente

El «éter» es sin duda la «entidad postulada pero no vista» que más veces ha aparecido a lo largo de la historia de la ciencia, desde Aristóteles hasta nuestros días. El horror al vacío ha llevado a muchos científicos a contar con el éter para evitar espacios sin nada en su interior. Ciertamente, el cosmos más elaborado basado en el éter se debe a René Descartes (1596-1650), quien propuso la existencia de tres tipos de materia –luminosa, transparente y opaca. De la primera estaban hechos el Sol y las estrellas; de la última, la Tierra y los planetas. La del medio, etérea, circulaba formando los vórtices que arrastran los planetas. De alguna manera estos vórtices reemplazaban las esferas cristalinas a las que estaban engarzados los planetas en las cosmologías geocéntricas. Christiaan Huygens (1629-1695), Gottfried Leibniz (1646-1726) e incluso Newton –en sus inicios– intentaron explicar los movimientos en el Sistema Solar haciendo uso de principios cartesianos en los que el universo era un plenum de éter. Newton abandonaría estas ideas más adelante, su universo estaría prácticamente vacío y en él las fuerzas gravitatorias se propagarían a velocidades infinitas, mientras que para la propagación de la luz seguiría haciendo uso de una noción más evolucionada del éter, así como para explicar la curvatura de las colas de los cometas. Los experimentos de Thomas Young (1773-1829) que le daban un carácter ondulatorio a la luz revivieron la noción del «éter luminiscente», como describiría Agnes M. Clerke (1842-1907) en 1902: «el vehículo etéreo de la propagación de la luz», de la misma manera que el sonido necesita de un medio –el aire– para propagarse. Años antes, en 1887, Albert A. Michelson (1852-1931) y Edward W. Morley (1838-1923) realizaron un experimento que demuestra la inexistencia del éter y que dio pie al ulterior desarrollo de la teoría de la relatividad especial de Albert Einstein (1879-1955).

El lado oscuro del universo

Los cosmólogos modernos postulan desde hace décadas la existencia de materia oscura. Resulta imprescindible para explicar, en el marco de la teoría de gravitación que aceptamos, la estabilidad de los cúmulos de galaxias o las velocidades de rotación de las estrellas en las galaxias espirales.

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Algunos filósofos naturales de finales del siglo xvii afirmaron haber observado al homúnculo en el esperma, una especie de maniquí dentro de los espermatozoides, como este que representó gráficamente N. Hartsoeker en 1694. / University of Cambridge

Se trata de una materia que debe interaccionar muy débilmente con el resto y que, por supuesto, no emite luz, pero cuyos efectos gravitacionales sí que son patentes en las galaxias y los cúmulos de galaxias. Se propone su existencia, pero está resultando muy elusiva y todavía desconocemos por completo su naturaleza. Durante muchas décadas, los cosmólogos han intentado cuantificar el ritmo al cual debería estar lentificándose la expansión cósmica debido a la atracción gravitatoria de toda la materia que constituye el universo. No obstante, en 1998, dos equipos de astrónomos, cuyos líderes han recibido el último premio Nobel de Física, presentaron unos resultados que evidenciaban precisamente lo contrario: la expansión se está acelerando. Analizando la luz que proviene de supernovas muy remotas, estos grupos concluyeron que la atenuación que se observa en la luz procedente de estas supernovas era consecuencia de que, en realidad, se encuentran más lejos, lo cual implica una expansión acelerada. Se postuló la existencia de energía oscura (o quintaesencia) que actuaría como una gravedad repulsiva. El lado oscuro del universo –energía y materia oscura– representa el 95% de su composición. Estas entidades se proponen para entender las observaciones actuales de nuestro universo, como se postulaba el éter para entender la propagación de la luz, los epiciclos y deferentes para entender el movimiento retrógrado de los planetas, o Neptuno para entender las anomalías en la órbita de Urano. De estos últimos ejemplos, solo Neptuno se encontró; los otros sencillamente, no existen.

No solo en astronomía: el homúnculo, el flogisto y el neutrino

En otras disciplinas se han postulado entidades semejantes: el homúnculo en fisiología, el flogisto en química o el neutrino en física. Las doctrinas teológicas preformistas, así como la culpa por el pecado original, además de la relativa falta de importancia otorgada a las mujeres, todavía estaban vivas cuando los microscopios observaron por primera vez las células humanas. Por lo tanto, no es de extrañar que al menos unos cuantos filósofos naturales de finales del siglo xvii aseguraran haber visto una especie de maniquí en el esperma, un hombrecito completamente formado del cual surgiría más tarde el feto: el homúnculo, aunque Nicolás Hartsoeker (1656-1725) y François de Plantade, también llamado Dalempatius (1670-1741) diferían sobre si la cola de los espermatozoides era o no la cabeza del «pequeño hombre».

Los nuevos microscopios y las mentes más abiertas rechazaron pronto esta entidad, aunque sus reminiscencias llegaron a los tiempos de Charles Darwin (1809-1882). En la época en que los fluidos se utilizaban para explicar cualquier fenómeno físico y el calor era un fluido llamado calórico, Georg E. Stahl (1659-1734) sistematizó la entidad llamada flogisto que poseerían los cuerpos inflamables. El flogisto sería, pues, un fluido que escaparía durante la combustión y, aunque, ciertamente, su existencia se descartaría, los intentos para medir su peso fueron cruciales para que químicos como Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) determinaran el papel del oxígeno en la combustión.

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Pauli postuló la existencia de los neutrinos (partículas sin carga y prácticamente sin masa), que se producirían durante la desintegración beta para compensar la supuesta pérdida de energía. Años después, Cowan y Reines demostraron su existencia, como puede observarse en esta imagen, donde se muestran trazas de neutrinos en un experimento de partículas del Fermilab (Chicago). / Booster Neutrino Experiment

En 1930, Wolfgang E. Pauli postuló la existencia del neutrino para preservar el principio de conservación de energía en la desintegración beta. Pauli postuló la existencia de esta partícula sin carga, prácticamente sin masa y quizá indetectable que se produciría durante la desintegración para compensar la aparente pérdida de energía. En 1956, Clyde L. Cowan (1919-1974) y Frederick Reines (1918-1998) demostraron experimentalmente su existencia (Reines recibió el premio Nobel de Física en 1995). Historias de éxitos semejantes las han vivido otras partículas, como el quark top, descubierto en el Fermilab (Chicago) en 1995, o los bosones W y Z, descubiertos en el CERN (Ginebra) en 1983. Quizá en su nuevo acelerador de partículas, el Large Hadron Collider, se esté escribiendo ahora mismo la historia del descubrimiento del anhelado bosón de Higgs (o la confirmación de su inexistencia).

Epílogo

En general, han sido muchas más las entidades postuladas que nunca fueron detectadas y que finalmente se consideraron innecesarias o erróneas porque otras explicaciones u otros descubrimientos obligaron a dejarlas de lado. Pero sin duda, en los pocos casos en que se encontró lo que se había predicho, el éxito fue sonado. Si algún día llegamos a conocer la naturaleza de la materia y la energía oscuras, el descubrimiento merecerá todos los parabienes –premio Nobel incluido–, pero, hoy por hoy, tampoco podemos descartar que estas entidades se marchiten con el tiempo, como lo hicieron en el pasado muchas de sus predecesoras.

© Mètode 2012 - 74. La cala encantada - Verano 2012
Catedrático de Astronomía y Astrofísica. Observatorio Astronómico de la Universitat de València.

Profesora de Astronomía de la Universidad de California, Irvine. Doctora honoris causa de la Universitat de València.

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