—¿No crees que ya tiene bastante sal?
El comentario de su hija Laura detuvo el gesto de Sebastià Cornudella cuando estaba acabando, con el salero en la mano, uno de sus platos estrella, la lubina al hinojo y setas de cardo, antes de servirlo un domingo cualquiera del mes de mayo. Este plato había salido de sus fogones cada día hacía como mínimo treinta años. Su hija lo miraba preocupada mientras él probaba la salsa con una cucharilla. Sebastià sentía la base de caldo de pescado y vino blanco que se completaba con el aroma del hinojo. No tenía bastante sabor, pensó, pero viendo cómo lo miraba Laura, lo dejó estar.
—Quim, ¿no te parece que mi padre está como perdiendo el gusto? —le preguntó Laura Cornudella a Quim, el maître que había dirigido la sala del restaurante Hostal de Can Cornudella los últimos veinte años.
—Últimamente, algún cliente de los de toda la vida me ha dicho que algún plato estaba fuerte de sabor. Y quizás tenía razón.
Miraron preocupados al chef, que como siempre recorría las mesas de la sala con su ademán entre familiar y serio. Él se dio cuenta, pero siguió el recorrido. El buen trato con los clientes era una de las cualidades que lo habían ayudado a hacer del Hostal el restaurante de prestigio que era actualmente y que le habían hecho ganar una estrella de la Guía Michelin. Aquella noche, después de acabar el trabajo, cuando los pocos clientes que quedaban estaban en el café, Sebastià le preguntó a Laura:
—Me parece que piensas que le pasa algo a mi gusto —los dos habían tenido siempre una gran complicidad y Sebastià veía con satisfacción cómo Laura iba tomando cada vez más responsabilidades en la cocina.
—Tú lo tendrías que ver también. ¿Qué piensas de la comida que hacen tus amigos?
—Que cada día cocinan platos con menos gusto, es la moda. Nadie quiere sal ni picante en sus platos.
Unos días después le volvió esta idea a la cabeza cuando probó el relleno de sus famosos canelones. «Esto no sabe a nada», pensó. Y llamó a Llorenç, el joven que los había cocinado según su receta y que ahora estaba atareado cortando unos trozos de carne para el estofado. Lo cierto era que el olor parecía correcto. En él encontraba la mezcla de carnes cocidas con mantequilla y aceite, cebolla y un punto de trufa.
—Llorenç, ¿has probado el relleno? ¿No le falta un poco de sal y pimienta?
Llorenç vino a continuación y lo probó.
—Está en su punto, me parece —y se fue a continuar su trabajo.
Aquella noche, Sebastià habló con su mujer, Carme.
—Me parece que estoy perdiendo el gusto de la comida. Lo encuentro todo insípido.
Carme lo miró por encima de las gafas. Lo había visto tantas veces preocupado porque sus platos fueran perfectos que pensó que se trataba de otra manía.
—¿Le has preguntado a Laura qué piensa del tema?
—Me parece que ha sido la primera en darse cuenta.
Fueron a ver el médico que les había atendido toda la vida.
—Sebastià, ya tienes más de setenta años —le dijo este—. Esto puede pasar. Hay quien pierde la vista, otros, el oído, y tú quizás estés perdiendo el sentido del gusto.
—Pero que mis platos tengan el gusto justo es mi vida—el médico no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros.
***
Unos días después, fueron a cenar a casa de Laura y su marido Lluís, que era un violinista de la Orquesta Sinfónica. Les hizo sus espardenyes con salsa de carne y puré de boniato, que Laura adoraba. Se las hizo probar a Carme; no quería pasarse con la sal. Laura lo encontró como derrotado.
—No te preocupes, papá, ya nos encargaremos nosotros de probar los platos.
—Sí, pero ¿qué haré, yo? Y, además, como sabes, me gusta proponer platos nuevos cada año y ¿cómo quieres que los pruebe?
—Le está pasando como a Beethoven —dijo Lluís—. Los últimos años de su vida no oía, pero no dejó de componer música.
Sebastià fue a ver a Enric Vallès, un profesor de la Universitat Politècnica de Catalunya que estaba desarrollando unos sensores que permitían analizar el gusto de los platos y con quien había colaborado alguna vez. Había montado una empresa que trabajaba en un paladar artificial que era como un cilindro con una punta esférica que había que introducir en la comida. En una pantalla aparecía el nivel de cada uno de los cinco gustos clásicos. Sebastià le pidió que le dejara uno de estos aparatos y lo fue probando en sus platos, anotando los niveles de cada uno de los gustos. En el restaurante lo miraban preocupados. Cuando Sebastià llegaba con su aparato, los platos salían a la sala más lentamente. Habló con Enric Vallès y se pusieron a trabajar para encontrar una solución.
El Hostal de Can Cornudella y la Universitat Politècnica crearon una empresa conjunta, Smart Taste, para desarrollar un sistema automático de probar platos. Consistía en un conjunto de sensores muy finos y precisos que se introducían en los platos en diferentes lugares y de forma rápida examinaban el gusto, la temperatura y la textura cuando salían de la cocina. Un sistema experto encontró los límites que Sebastià consideraba óptimos para cada uno. Cuando estuvo convencido, instalaron en el restaurante una alfombrilla giratoria sobre la cual en la cocina ponían los platos y estos pasaban
por un túnel donde se hacían las medidas. Una vez aprobados por el sistema, los camareros los recibían por el otro extremo. Si un plato no era aprobado, se derivaba a un espacio donde el jefe de cocina examinaba qué pasaba. Todo ello se acabó integrando bien en la mecánica del Hostal y la calidad media de los platos subió notablemente. La segunda estrella de la Guía Michelin no tardó en llegar.
***
Sebastià estaba contento con el sistema que habían montado, pero este funcionaba para platos que eran muy conocidos. No sabía cómo hacerlo para crear platos nuevos, que es lo que había hecho siempre.
—¿Hay alguien que sepa cómo se las arreglaba Beethoven para componer? —le preguntó a su yerno.
—Él seguía unas reglas mentales que actualmente algunos han convertido en algoritmos matemáticos. Incluso dicen que pueden componer música ahora como lo hacía el maestro hace doscientos años.
Lo comentó con su amigo Vallès, que le dijo que en su departamento había gente que desarrollaba algoritmos que quizás servirían. Le presentó a la responsable del grupo de algoritmos, una chica joven que se llamaba Clara Ruiz, con quien pusieron en marcha un proyecto conjunto. Sebastià le daría los datos de los platos de su restaurante que obtenía gracias al sistema de sensores que estaba usando y que acumulaba en una base de datos. El grupo de la Politècnica pondría en marcha un programa de machine learning con el objetivo de obtener un sistema de algoritmos que explicara los platos que hacían en Can Cornudella. Se pusieron a ello y Clara le dijo un día que sería curioso mezclar la lógica de la composición musical con la de la composición de nuevos platos.
—Los algoritmos que tenemos para analizar la música y hacer otra nueva siguiendo la lógica de los grandes compositores los podríamos probar con los platos que cocináis en el Hostal.
«El Hostal de Can Cornudella y la Universitat Politècnica crearon una empresa conjunta, Smart Taste, para desarrollar un sistema automático de probar platos»
En los meses siguientes, la exploración de Sebastià Cornudella lo llevó a proponer a sus clientes nuevos platos que sorprendían por su armonía. Cada uno seguía la lógica de un compositor musical diferente. De vez en cuando, Sebastià se sentaba con Clara en el laboratorio informático que había construido en el almacén del Hostal y buscaban recetas de nuevos platos que se basaban en la lógica de algún compositor y que Sebastià adaptaba y trasladaba a la cocina. Su hija Laura actuaba de filtro. Crearon unas ensaladas de temporada Vivaldi, un contundente codillo de cerdo Wagner, un coulant de chocolate suave Debussy o un celebrado gulash de pescado à la Brahms. Los auriculares individuales para escuchar la música correspondiente durante la comida eran opcionales. La tercera estrella Michelin confirmó que habían acertado.
***
En la fiesta de celebración, Sebastià estaba tomando una copa de champán con Laura, Enric y Clara.
—La verdad es que el sentido del gusto no ha sido necesario para proponer nuevos platos, tal como Beethoven no necesitaba el oído para componer —les dijo Sebastià con cierto aire de triunfo.
—Hombre —le dijo Laura—, te hemos tenido que controlar un poco. Recuerda aquel plato que querías hacer siguiendo «El pájaro de fuego» de Stravinski.
Sebastià miró a su hija medio enfadado y se fue con Enric Vallès, que era un invitado especial.
—Enric, la semana que viene nos pondremos con Clara a trabajar en un menú «Novena sinfonía» —Laura lo miró asustada, pero sabía que no le quitaría la idea de la cabeza.
Efectivamente, unos cuantos días después, Sebastià y Clara se instalaron en el espacio de trabajo del restaurante. Tenían un pequeño clúster de cálculo con una serie de pantallas que controlaban con tabletas. Clara había compilado la «Novena» de Beethoven empleando su algoritmo. El procedimiento que siguieron era el habitual, que consistía en traducir en gustos el resultado del análisis de la música y buscar las combinaciones que se adaptaran mejor. Empezaron por el primer movimiento, para el que definieron un plato donde se mezclaban diferentes tipos de carnes y verduras hervidas. Unas mostazas con aromas diferentes le podían dar gustos intensos. El segundo podía consistir en una pasta de calibre grande rellena con las carnes y las verduras del primer plato y todo sumergido en un caldo potente. Para el tercero, les salió un plato de pescado, merluza o lubina, en supremas en una salsa ligera de ostras. Para el cuarto movimiento, no tenían bastante con un solo plato. Podría empezar con una carne de ave rellena con castañas y trufa y acabar con una explosión de pasteles y turrones regados con champán. Sebastià se levantó sobresaltado.
—Clara, ¡acabamos de descubrir la comida de Navidad!
Brindaron con una copa. De los altavoces salía la voz del coro: «Vive soñando el nuevo Sol, en que los hombres volverán a ser hermanos».