
En 1993, la historiadora de la ciencia Margaret W. Rossiter describió «el efecto Matilda», un sesgo que se produce en contra el reconocimiento de los logros de las mujeres científicas, méritos que a menudo se atribuyen a sus colegas masculinos o a sus parejas también hombres. Una de las primeras en denunciar este efecto fue Matilda Joslyn Gage, sufragista estadounidense y autora del ensayo Woman as an inventor (1883) y del quien tomó su nombre «el efecto Matilda». En este número de Mètode, ofrecemos la traducción al castellano de este texto de gran valor histórico, realizada por nuestro traductor Manuel Gil, y en el que Matilda Joslyn Gage reivindica el papel de la mujer en los avances tecnológicos de su época.
No hay opinión más habitual sobre las mujeres que aquella que afirma que carecen de genio inventivo y de ingenio para la mecánica, y está tan arraigada que incluso el censo de inventores de Estados Unidos suele excluirlas. Sin embargo, aunque esta actitud es consecuencia de la negligencia o de la ignorancia, la tradición, la historia y la experiencia demuestran por igual que la mujer es poseedora de estas facultades en el grado más alto. Aunque su educación científica ha sido escandalosamente descuidada, a ella se deben algunos de los inventos más importantes del mundo. El honorable Samuel Fisher, cuando era comisario de Patentes, declaró: «Cualquier relación que recoja los inventos estadounidenses quedaría incompleta si no hiciera justicia a las aportaciones de las mujeres». El Times de Nueva York, en un editorial sobre el genio inventivo de la mujer, afirma: «La mente femenina es, por lo general, más rápida que la masculina; capta indicios y ve defectos que escaparían a la atención del hombre corriente. Las mujeres a menudo llevan los gérmenes de patentes en la cabeza y se las apañan para inventar máquinas rudimentarias que sirvan para todo lo que se proponen. Si las mujeres se centraran en las invenciones, es del todo probable que se distinguieran en este campo mucho más de lo que lo han hecho hasta ahora». La revista Scientific American manifiesta que las invenciones de las mujeres para las que solicitan patentes, «por su carácter práctico y por su capacidad de adaptación a los medios para conseguir el propósito que pretenden, alcanzan el mismo número de las realizadas por los hombres».
La historia antigua otorga a la mujer la invención de aquellas artes que son más necesarias para el bienestar, más propicias para crear riqueza y promotoras en mayor medida de la civilización. Las primeras necesidades del hombre son la comida, la vestimenta y el refugio, y la tradición ancestral considera a la mujer creadora de las formas que estas prácticas tienen en la actualidad. Isis en Egipto, Minerva en Grecia, Surawati en la India, la madre de los incas en Perú y varias emperatrices de China han sido veneradas por su genio inventivo. Diodoro, hablando del culto pagano a los antiguos dioses y diosas, manifiesta: «Los inventores de cosas útiles y provechosas para el bienestar del hombre, como recompensa a sus méritos, eran honrados por todos los hombres con un recuerdo eterno». Añade que los dioses de Egipto eran de dos tipos. En primer lugar, los dioses sobrenaturales o puramente espirituales, y en segundo lugar, «los más amados y venerados», aquellos seres humanos que habían sido de especial beneficio para el mundo y que después de la muerte eran inscritos entre los dioses. A la cabeza de estos dioses secundarios sitúa a Isis. A ella se atribuyó la invención de la elaboración del pan y los fundamentos de la agricultura; antes de ella, los egipcios vivían de raíces y hierbas sin cocinar. También enseñó el arte de curar y la fabricación del lino, y sentó las bases de la literatura egipcia. Hasta la época de Galeno, muchos medicamentos llevaban el nombre de Isis. Tan famosas eran las medicinas de Egipto que el profeta Jeremías las menciona y Homero canta sus alabanzas. El néctar de Nepenthes, que hacía olvidar las penas, dado a Telémaco por Helena, fue obtenido en Egipto por la esposa de un héroe troyano. Isis también inventó el arte del embalsamamiento, gracias al cual los israelitas pudieron cumplir su juramento a Jacob y llevarse su cuerpo cuando huyeron de Egipto, casi cuatrocientos años después.
Atenas, un nombre sinónimo de todo lo que es bello en el arte o generoso en la cultura, una ciudad que todavía mantiene el poder sobre los corazones de los hombres, estaba bajo la protección y guía especial de la inventora y diosa Minerva, que, como Palas Atenea, era una de las divinidades más antiguas de los griegos. Considerada como la inventora de todo tipo de trabajo habitualmente realizado por mujeres, se la respetaba igualmente por ser la creadora de la agricultura y la mecánica; patrona de la artesanía, de los instrumentos musicales y de las artes; creadora de los carros de guerra, de la construcción naval y de la doma de caballos. Ceres no solo dio maíz a los griegos, sino que, bajo el nombre de Tesmóforos, fue venerada como la primera legisladora. Las letras, atribuidas a las Musas, tienen un origen femenino. La adivinación, ese arte que regía las acciones de los héroes y cambiaba el destino de los imperios con sus sibilas, sacerdotisas, oráculos y libros, ha pasado a la historia por tener un origen femenino. A las amazonas se les atribuyen la jabalina, el escudo y el hacha de guerra; e incluso los sistemas y las redes del cazador se atribuyen también a la mujer.
Pero, abandonando el ámbito de la tradición y de la historia semimítica, todavía encontramos a la mujer acreditada con algunas de las invenciones más tempranas y útiles. Es una verdad universalmente aceptada que en los albores de la humanidad, las mujeres fueron las primeras artistas. A ellas se atribuye la invención y ornamentación de la cerámica, ya que eran las que preparaban los alimentos. Entre las razas que todavía continúan en las fronteras de la civilización es fácil rastrear el inicio y el crecimiento de este arte en manos de las mujeres. Los escritores chinos más antiguos atribuyen la invención del hilado a Yao, esposa del cuarto emperador, y el descubrimiento de la seda a Xi Lingshi, esposa del emperador Huangdi, cuatro mil años antes de Cristo. Este país fue conocido durante mucho tiempo como Seres, o Serica, la tierra de la seda. Su nombre posterior de China se originó del de Sien Tshan, bajo cuyo apelativo, como diosa de los gusanos de seda, Xi Lingshi sigue siendo venerada. Cuando se pronuncia la palabra China, se hace en perpetuo honor y recuerdo de esta mujer inventora. La pervivencia y prosperidad sin parangón de la civilización china se deben en gran parte a la seda, cuyo secreto se ocultó durante siglos a otras naciones. De hecho, constituyó una exportación de extraordinario valor, y los emperadores romanos llegaron a pagar en oro el peso de una prenda. El cultivo de la morera, la cría de gusanos de seda y la fabricación de seda en diversas formas siguen siendo las principales industrias domésticas de este pueblo, para el que el algodón fue desconocido hasta hace menos de ochocientos años.
Aristóteles fue el primer escritor europeo que mencionó la seda, pero Occidente no conoció el secreto de su fabricación hasta mil años después. Sin embargo, en la actualidad es un artículo de gran valor comercial para muchas naciones. El valor de la materia prima producida solo en Francia se calcula en 32.000.000 de dólares anuales, y los beneficios de su fabricación en 12.000.000 de dólares. La gasa fue un invento de Pánfila, una mujer de Cos que, poco después de la introducción de la seda en Europa, y como ya había hecho Penélope, descubrió cómo desenredar la tela y transformarla en un tejido transparente conocido por las damas romanas como Coa vestis y por las modernas como coan o gasa. Uno de los tejidos más diáfanos del mundo antiguo, conocido como «el viento tejido», poseía sin embargo la fuerza suficiente para admitir tintes de colores y soportar bordados de hilo de seda y oro.
Bajo las formas de terciopelo, crepé, gasa, satén, fular, pongis, felpa y encaje o blonda, la seda, que ha contribuido en gran medida a la riqueza del mundo, ha configurado la política de los estados. Como blonda, su uso data solo de mediados del siglo XVIII. Ningún otro tejido requiere una manipulación tan delicada. Ni siquiera todas las mujeres pueden trabajar las variedades blancas, ya que el propio aliento debe poseer una pureza exquisita. Las que tienen lo que localmente se denomina haleine grasse, es decir, aliento adiposo, se ven obligadas a dedicarse a la fabricación de las variedades negras.
La seda posee las cualidades más buscadas por los fabricantes: delicadeza, brillo, resistencia y capacidad para admitir cualquier tinte. Es la más fuerte de todas las fibras, superando a la del cáñamo o el lino. Por la ley del orden general y eterno de las cosas, las hilanderas se esfuerzan por conseguir un hilo como el cabello de una mujer, «largo, fino, fuerte e intenso». Como fuente de riqueza, la blonda, al igual que la seda, ha influido en gran medida en la política estatal. El valor del hilo de blonda cuando se teje como encaje fino es enorme, muy superior al de las piedras preciosas. Se dice que ningún otro arte es capaz de producir un aumento de valor tan extraordinario a partir de un material que en estado bruto vale tan poco como el lino. Los primeros registros de este arte se pierden en las brumas de la antigüedad, pero es indudable que una mujer fue su creadora. En la exposición sobre el trabajo de las mujeres celebrada en Florencia hace unos años, los visitantes se interesaron mucho por un ejemplar del magnífico encaje conocido como «Puleto di Venezia», o punto de Venecia. Este tipo de blonda, perdido desde el siglo XIII, ha sido recuperado recientemente por Madame Bessani, una humilde trabajadora a quien el Ministro de Comercio italiano concedió la patente y el control exclusivo de su descubrimiento durante quince años. La importancia del invento de Madame Bessani para Italia es incalculable, ya que abre a este país una inmensa fuente de ingresos y de poder político.
La fabricación del encaje de bolillos, que puso al alcance de todos este elegante complemento para el tocador, fue un invento de Barbara Uttmann, nacida en Sajonia en una época en que el país estaba al borde de la ruina financiera. La producción se extendió con gran rapidez, y Bélgica pronto obtuvo de esta inmensos ingresos; y aunque han transcurrido trescientos años desde entonces, el encaje sigue siendo una gran fuente de su riqueza. Tampoco ha sido menos beneficiosa su influencia en otros países: Inglaterra no solo se enriqueció con su introducción, sino que uno de sus efectos fue un rápido y apreciable cambio moral.
A Arjumand Banu Begum, más conocida por los angloparlantes como Nourmahal gracias al poema La luz del harén de Thomas Moore, el mundo le debe sus valiosos chales de cachemira, cuya fabricación da empleo a miles de hombres y mujeres y constituye una de las principales fuentes de ingresos de la India. A ella debemos también el más exquisito y costoso de los perfumes, el attar o, más propiamente dicho, el attar de rosas. Su esposo, el gran conquistador Sha Jahan, loco de amor por ella y agradecido por los beneficios que había conferido a su país, hizo que su nombre y su título de La luz del mundo se acuñaran en las todas monedas de la India. Construyó en su memoria ese maravilloso templo a orillas del río Yamuna conocido como el Taj Mahal, que los viajeros describen como la construcción más ligera, elegante, exquisita y pintoresca de la historia de la arquitectura. Con Tsumura Kamejo, una mujer que trabajaba el bronce, nacieron las decoraciones en relieve, tan utilizadas por los artistas japoneses. La xilografía, pionera de todas las demás formas de grabado, fue invención de los gemelos Cunio (una hermana y un hermano) de Rávena, Italia, en el siglo XIII. El descubrimiento del algodón como fibra textil, atribuido en Oriente a la legendaria reina de Asiria Semíramis, se atribuyó en América a la madre de los incas, que enseñó su fabricación a los peruanos. El caftán, o túnica de honor oriental, también conocido como «vestido de Semíramis», fue atribuido a dicha heroína. La inventó con el propósito de ocultar su sexo cuando viajaba al encuentro de su marido. El derecho a llevar esta prenda solo ha pertenecido durante siglos a los potentados. Fue uno de los emblemas de la élite elegida por Hamán, cuando Asuero le consultó sobre las marcas de distinción que debía mostrar «el hombre a quien el rey se complacía en honrar».
La industria de la paja en Estados Unidos debe su origen a la señorita Betsy Metcalf, quien en 1798 fabricó el primer sombrero de paja del país. Doce años después, el estado de Massachusetts producía ya medio millón de dólares de estos artículos de paja, y su producción anual es hoy de seis millones de sombreros y tocados, aunque también se manufacturan más en otros estados del país.
El invento más notable de aquellos primeros años de nuestra república, por su influencia industrial, social y política, fue la desmotadora de algodón, que debe su origen a otra mujer, Catharine Littlefield Greene, viuda del general Greene, militar que luchó en la Revolución Americana. Esta desmotadora encabeza la lista de las dieciséis invenciones estadounidenses más notables adoptadas por el resto del mundo.
Cuando finalizó la guerra, el general Greene se estableció en Georgia, donde murió al poco tiempo. En ese momento el tema principal de conversación entre los agricultores era la gran dificultad que tenía separar las fibras del algodón de la semilla. A un negro le costaba un día de trabajo separar una libra de fibra de algodón de la semilla. La variedad blanca, mucho más valiosa por su mayor resistencia, era escasamente cultivada, y era costumbre habitual que la familia del plantador se reuniera cada noche a emprender tan pesada tarea. Por eso se decía que la persona que construyera una máquina capaz de realizar este trabajo se haría de oro. Tras una conversación con algunos invitados al respecto, la señora Greene concibió la idea del artefacto y confió su construcción a Eli Whitney, que entonces se alojaba en su casa y que poseía el ingenio habitual en el uso de herramientas que tiene la gente de Nueva Inglaterra. Al principio los dientes de madera no funcionaron bien y el señor Whitney quiso abandonar el proyecto, pero la señora Greene, con una fe inquebrantable en el éxito final, se negó y sugirió que la madera se cambiara por alambre. Pasados diez días desde la concepción de la idea por parte de la señora Greene, se completó un pequeño modelo, elaborado con tanta perfección que todas las desmotadoras que se han realizado después lo han copiado con total fidelidad. Este invento produjo un extraordinario aumento del cultivo del algodón. En lugar de una sola libra de algodón limpiada a mano, ahora se conseguía tener trescientas al día y por el mismo coste. No solo las industrias moribundas del sur de Estados Unidos recibieron de repente un firme impulso, sino que la influencia de la nueva invención de esta mujer llegó a todas las partes del mundo. Podemos preguntarnos por qué la señora Greene, entonces viuda, no inscribió la patente a su nombre, pero lo cierto es que si lo hubiera hecho, se habría expuesto al ridículo y desprecio de sus amigos y, además, hubiera perdido su posición en una sociedad que fruncía el ceño ante cualquier intento por parte de una mujer de trabajar fuera del hogar. Fue gracias a su segundo marido, el señor Miller, que siguió interesada por la invención.
Una investigación superficial demuestra que las patentes contratadas en nombre de muchos hombres se deben, en repetidas ocasiones, a mujeres. Un caso similar recientemente señalado es el de la invención por parte de la estadounidense Louise McLaughlin del esmalte para cerámica. Como la señorita McLaughlin quería que todos los artistas disfrutaran de sus beneficios, explicó el proceso a todos aquellos que se lo pidieron e incluso escribió un libro. Ahora bien, un individuo se percató del valor del hallazgo e inscribió la patente de la ceramista a su nombre, de forma que incluso a su inventora le estaba prohibido utilizar el fruto de su cerebro. La máquina de herraduras Burden, que producía una herradura completa cada tres segundos, fue obra de una mujer. En la renovación de la patente, en 1871, se declaró que los usuarios en su conjunto habían ahorrado treinta y dos millones de dólares en catorce años de uso.
Un tercer gran invento estadounidense, la segadora-cosechadora, debe su primera manufactura a la señora Ann Harned Manning, de Plainfield, Nueva Jersey, quien, entre los años de 1817 y 1818, perfeccionó un sistema para la acción combinada de dientes y cortadoras, patentado por su marido, William Henry Manning, como «un dispositivo para la acción combinada de dientes y cortadores, tanto en dirección transversal como giratoria». La señora Manning también aportó nuevas mejoras, pero, después de morir el marido, y al no haber sido patentadas, un vecino, cuyo nombre aparece en la lista de patentes de la máquina, se las hurtó. La señora Manning también inventó un podador de trébol, que resultó muy lucrativo para su marido, que registró su patente. Cabe decir que no fue ella la única mujer con ideas que prestó atención a la maquinaria agrícola. El nombre de Elizabeth Smith, también de Nueva Jersey, aparece en 1861 entre la lista de titulares de una patente relacionada con mejoras de la segadora-cosechadora, mediante las cuales se podían ajustar los cortadores mientras la máquina estaba en funcionamiento.
Los inventos más pequeños resultan a veces ser los más lucrativos. Una señora de San Francisco, inventora de un cochecito para bebés, recibió catorce mil dólares por su patente. La cubeta de papel, invención de una señora de Chicago, produce sustanciosos ingresos. El tornillo terminado en punta, idea de una niña, ha dado millones de dólares al titular de la patente.
Entre las invenciones recientes de importancia realizadas por mujeres destaca una máquina de hilar, capaz de funcionar con entre doce y cuarenta hilos; un telar rotatorio, que triplica la producción de un telar ordinario; un horno volcánico para fundir mineral; una máquina para aserrar madera con notables mejoras; un escurridor de ropa de dimensiones reducidas; una polea de cadenas; una manivela para barcos de vapor; una escalera de incendios; un dispositivo para reposar correctamente una pluma, de inestimable valor en las escuelas; un alimentador y pesador de lana, una de las máquinas más delicadas jamás inventadas, y de un beneficio incalculable para todos los fabricantes de lana; un botón de cierre automático; un depósito portátil para su uso en caso de incendio; un proceso para generar vapor quemando petróleo en lugar de madera y carbón; una mejora en los parachispas de las locomotoras; una señal de peligro para los pasos a nivel; una forma de calentar los vagones sin fuego; un fieltro lubricante para disminuir la fricción (estos últimos cinco relacionados con el viaje en ferrocarril); una caja de cambio rápido, una maravilla de sencillez y conveniencia, inestimable en las estaciones de ferrocarril y transbordadores, inventada por una niña de dieciséis años; un tipo silábico con cajas y aparatos ajustables; una máquina para recortar folletos; una máquina de escribir; un cohete de señales, utilizado en la marina; un telescopio submarino; un método para amortiguar el sonido en los ferrocarriles elevados; un método para reducir humos contaminantes; bolsas de fondo plano; una máquina para doblar dichas bolsas, etcétera, etcétera. Muchas de las mejoras realizadas en las máquinas de coser han sido hechas por mujeres: el dispositivo para coser velas y tela resistente; los accesorios para acolchar, el dispositivo para fruncir; la forma de enhebrar una máquina cuando está a pleno rendimiento (una idea buscada por los hombres maquinistas); la forma de adaptar las máquinas para coser cuero, etc. Esta última se debe a la invención de una costurera muy práctica que durante muchos años sacó adelante una gran fábrica de arneses en la ciudad de Nueva York.
Sistemas para mejorar el drenaje, para una mejor ventilación, para forzar el agua a alcanzar grandes alturas y recorrer grandes distancias, un millar de aparatos domésticos y un larguísimo etcétera, todos fruto del genio inventivo de la mujer; pero no nos centremos en ellos, ya que este documento está diseñado simplemente para atraer la atención del público hacia un tema envuelto en la más profunda de las ignorancias y la peor de las desatenciones.
El telescopio submarino, inventado por la señora Mather y mejorado por su hija, es un invento único y extraordinario, que permite ver el fondo de los barcos más grandes sin el gasto que supone llevarlos a dique seco. Gracias a él se pueden inspeccionar pecios, eliminar obstáculos a la navegación, buscar con éxito torpedos perdidos y ahorrar anualmente inmensas sumas a los servicios marítimos.
Una máquina que, por su complicado mecanismo e ingenio extraordinario, ha atraído mucha atención tanto en este país como en Europa, es la destinada a la fabricación de bolsas de papel de fondo plano. Muchos hombres de genio mecánico dirigieron durante mucho tiempo su atención a este problema sin éxito, hasta que la señorita Maggie Knight, a cuyo genio se debe esta máquina, encontró la solución, por cuya originalidad recibió los elogios del Comisario de Patentes. La mayoría de inventos no son sino una mejora de otro anterior. De hecho, esta mujer rechazó cincuenta mil dólares por su invención poco después de obtener la patente. Desde entonces, la señorita Knight ha inventado una máquina que realiza el trabajo de treinta personas doblando bolsas, y ella misma supervisó el montaje de la maquinaria en Amherst, Massachusetts. La barredora de calles Eureka, invención de una señora de Hoboken, debe su origen a que, un día en Nueva York, una torpe máquina le salpicó de barro el vestido. Poseedora de un gran ingenio mecánico, decidió probar suerte con el perfeccionamiento de una de estas barredoras. Tuvo un gran éxito y su invento supuso una gran mejora con respecto a todos los modelos anteriores.
El extraordinario invento de la señora Mary E. Walton para amortiguar el ruido de los ferrocarriles elevados ha suscitado muchos comentarios. Edison y otros inventores se habían esforzado sin éxito durante seis meses para lograr el mismo propósito cuando la señora Walton presentó un dispositivo que fue adoptado inmediatamente por la compañía del Metropolitan y otros ferrocarriles elevados. El beneficio para la salud y la vida humana que probablemente se derivará de esta invención es difícil de imaginar. Los efectos nocivos del ruido persistente sobre el sistema humano son enormes, y una invención que disminuya su fuerza supone un beneficio incalculable para la humanidad. Un prominente médico de Nueva York manifiesta lo siguiente: «No nos percatamos del lento declive de la vejez en la ciudad de Nueva York. El ruido constante de los viajes y el tráfico, soportado durante un tiempo sin evidencia de lesión, se manifiesta de repente en un sistema nervioso destrozado y en la inminencia de un desgaste irreparable». Desde su aparato para amortiguar el ruido, la señora Walton ha patentado, tanto en este país como en Inglaterra, un método para reducir humos contaminantes que considera incluso más valioso. Con este dispositivo se consume todo el humo de un incendio, horno o locomotora, así como el polvo causado por los trenes y los olores desagradables e insalubres emitidos por fábricas, instalaciones de gas, etc. En Inglaterra, la señora Walton recibió las felicitaciones de los funcionarios británicos por lo que consideraban uno de los mayores inventos de la época.
En cuanto a los descubrimientos de la mujer en la ciencia, donde los nombres de Hipatia, María Agnesi y Caroline Herschel brillan con luz propia, debemos también mencionar el acuario, invento de Madame Jeanette Power, una de las naturalistas más eminentes del siglo. Ella lo utilizó para realizar curiosos descubrimientos científicos. El valor del acuario para la zoología marina es incalculable. No solo pueden compararse especies raras de los océanos Índico, Ártico y Pacífico, sino que facilita el estudio de la embriología, y es probable que los grandes problemas darwinianos de la evolución y la permanencia de las especies se resuelvan con su ayuda.
La medicina, incluso en los tiempos modernos, debe mucho a la mujer. Fueron sus conocimientos de esta disciplina, en gran medida, los que motivaron la persecución de la mujer por brujería en la Edad Media. Gracias a la invención del maniquí por Madame de Coudray, el conocimiento de la fisiología se ha difundido mucho más ampliamente de lo que habría sido posible sin su diseño. Muchos instrumentos quirúrgicos delicados e imprescindibles deben su origen a la mujer, al igual que el uso de la cera para registrar observaciones médicas. El doctor Hunter debe las ilustraciones de su obra más importante a los modelos en cera hechos por una mujer, Mademoiselle Biheron, a partir de observaciones médicas.
La química ofrece recursos infinitos a la invención en un campo cuya exploración apenas ha comenzado. Una institutriz prusiana inventó recientemente un nuevo fulminato para los cartuchos de escopeta, y el gobierno está experimentando con él con vistas a una posible compra. Ahora bien, la mujer está, en gran parte, excluida de este lucrativo campo por los mismos prejuicios e injusticias que todavía la privan de oportunidades plenas para acceder a la educación científica.
Pero entre las mujeres inventoras no debemos olvidar el nombre de la célebre escultora Harriet Hosmer. La señorita Hosmer ha logrado producir, a partir de piedra caliza, un mármol que simula con mucha precisión las mejores variedades antiguas con un proceso que el gobierno italiano llevaba mucho tiempo persiguiendo sin éxito. No obstante, su invento más valioso es el del imán permanente como fuerza motriz. Los científicos y maquinistas lo consideran de uno de los inventos más importantes del siglo, y su influencia en el mundo puede ser extraordinaria y de gran alcance, porque hasta la invención de la señorita Hosmer, a la que dedicó quince años de estudio y experimentación, no se sabía que el imán permanente tuviera tal fuerza.
El valor nacional de las patentes y la relación de los inventos con la civilización son temas que reciben una gran atención tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. Una ponencia sobre este último tema, impartida en Londres en 1881 ante la Sociedad de Ingenieros, hablaba de la pérdida sufrida por la nación a causa de los obstáculos puestos a los inventores, de cuyo genio, afirmaba esta ponencia, dependía Inglaterra para mantener su lugar entre las naciones.
Los inventos de una nación están estrechamente relacionados con la libertad de su pueblo. Durante el reinado de Jorge III, la media anual de patentes concedidas en Gran Bretaña era de catorce. En la actualidad, la media es de cinco mil, mientras que en los Estados Unidos es de dieciocho mil. Esta diferencia es directamente atribuible al progreso de la libertad y la educación. Aunque, como se ha demostrado, muchos de los inventos más importantes del mundo se deben a las mujeres, la proporción de inventoras es mucho menor que la de inventores, lo que se debe a que las mujeres no poseen la misma libertad que los hombres. Limitadas en educación, oportunidades industriales y poder político, este es uno de los muchos casos en que su marginación afecta muy negativamente a toda la humanidad. La mayoría de los inventos son el resultado de mucha consideración y pensamiento aislado. Los inventores no solo deben gozar de plena libertad para ejercer sus facultades, sino que sus ideas también deben gozar de cierta acogida y protección. Privadas, como están las mujeres, del poder político, han de enfrentarse al menosprecio de su sexo, al desprecio abierto y encubierto de la feminidad, a las alusiones desdeñosas de sus poderes intelectuales, todo lo cual tiende a obstaculizar la expresión de su genio inventivo.
La ley tampoco reconoce a la mujer el pleno derecho al uso y control de sus propias facultades. En ningún estado de los Estados Unidos tiene una mujer derecho a sus ganancias dentro de la familia, y ni en la mitad de ellos tiene derecho a controlar negocios fuera del hogar. Si una mujer lograra obtener una patente, ¿qué pasaría entonces? ¿Sería libre de hacer lo que quisiera con ella? En absoluto. No tendría ningún derecho, título o poder sobre esta obra de su propio cerebro. No tendría ningún derecho legal a contratar ni a conceder licencias a nadie para utilizar su invento. Tampoco, en caso de que su derecho fuera vulnerado, podría demandar al infractor. Su marido podría inscribir la patente a su propio nombre, vender su invento en beneficio propio, regalarlo si así lo deseara, o abstenerse de usarlo, y ante todo esto ella no podría hacer nada.
Hace apenas treinta años que el primero de nuestros estados protegió a una mujer casada en el uso del fruto de su propio cerebro. En estas condiciones, incapacitada legalmente para poseer bienes, y entrenada, como ha sido, para la reclusión, la dependencia y la supresión del pensamiento, el hecho de que la mujer no haya sido inventora en igual medida que el hombre no es tanto motivo de sorpresa como el hecho de que haya logrado, pese a todo, inventar algo.
Mientras que cada invento, por pequeño que sea, desarrolla nuevas industrias, proporciona trabajo a una multitud de personas, incrementa la actividad comercial, aumenta los ingresos del mundo y hace la vida más deseable, los inventos más extraordinarios amplían los límites del pensamiento humano, provocan cambios sociales, religiosos y políticos, y hacen avanzar a la humanidad hacia una nueva civilización. El historiador William E. H. Lecky muestra de forma irrefutable la pérdida que supuso para el mundo el celibato y el martirio del mejor individuo humano que ha existido. No es menor ni menos densa la oscuridad que arroja sobre el mundo y el retraso que sufre la civilización debido a todas las formas de pensamiento, costumbres sociales o sistemas jurídicos que impiden el pleno desarrollo y ejercicio de las facultades inventivas de las mujeres.
Traducción de Manuel Gil