Los planetas de los simios

Un espejo en el que mirarnos con los ojos del ‘otro’

Cuando se habla de las relaciones entre las novelas y sus adaptaciones cinematográficas es fácil topar con el chiste de la cabra que, en un vertedero, acaba de comerse un rollo de película. Cuando otra cabra se le acerca y le pregunta qué le ha parecido, la primera responde: «No estaba mal, pero me gustó más el libro.»

Yo, que también soy omnívoro, en este caso no prefiero el libro. Aunque le puedo reconocer muchos puntos de interés, me gusta más la película que dirigió Schaff­ner en los años sesenta. Y eso, a pesar de recurrir a ciertos convencionalismos quizá inevitables, aparte de la necesaria condensación dramática. Me refiero sobre todo a la cuestión del idioma: el hombre y los simios se entienden casi desde el principio en inglés –o en la lengua del doblaje– y nadie se sorprende, ni los simios, ni menos aún Charlton Heston (pero si somos un poco malévolos encontraremos una explicación indiscutible: es extraño que los simios hablen, pero si lo tienen que hacer, es lógico que lo hagan en la lengua universal, exactamente universal en este caso, o cuando menos interplanetaria).

«En el fondo, El planeta de los simios es otro ejemplo de mundo al revés, es decir, un espejo en el que mirarnos para ver determinadas cualidades y defectos nuestros con los ojos del otro»

Pero esta extraordinaria coincidencia, que quizá es eclipsada por el hecho de que cada uno se maraville por el grado de desarrollo del otro, es en realidad la más extraña: que dos especies inteligentes hablen, de acuerdo; que puedan llegar a entenderse, lo aceptaremos; pero que lo hagan prácticamente desde el principio –desde el momento en el que Taylor puede volver a hablar, una vez se ha recuperado de la herida en la garganta– en el mismo idioma, ¡eso no! Por lo menos no por lo que respecta a Taylor y a la mayor parte de los simios. Porque el caso del doctor Zaius es distinto: Zaius sabe muy bien que el hombre y él pertenecen al mismo planeta y que los unos han aprendido el idioma de los otros. Este conocimiento, que será confirmado de manera magnífica en la secuencia final, cuando Taylor encuentra la Estatua de la Libertad medio enterrada en la arena y entiende que en realidad ha vuelto a casa, lo explica todo, excepto, como ya hemos dicho, la falta de perspicacia de Taylor y de muchos de los simios, científicos demasiado brillantes como para no reparar con perplejidad en la extensión del inglés por todo el cosmos, una vez han aceptado que Taylor viene de otro planeta.

Esta modificación de la novela de Pierre Boulle es la solución más inteligente que podrían haber encontrado los guionistas y parece que sorprendió y gustó al novelista. Eso habla bien de él, si fue capaz de reconocer sin celos ni injustificada indignación que alguien había mejorado sus ideas.

Una vez aclarado este punto, no tengo ninguna reticencia en reconocer que la novela de Boulle es muy entretenida y da pie a reflexionar sobre muchas cuestiones, aunque sospecho que el autor no siempre lo pretendía, como en el caso de la experimentación con animales. Pero desde el punto de vista científico creo que se le pueden hacer muchas objeciones. De hecho, no me parece que podamos considerarla exactamente una novela de ciencia-ficción, es mucho más un relato de aventuras.

Es cierto que hay un viaje espacial, y que buena parte de los protagonistas son científicos y hablan de temas científicos a veces. Pero en el fondo, El planeta de los simios es otro ejemplo de mundo al revés, es decir, un espejo en el que mirarnos para ver determinadas cualidades y defectos nuestros con los ojos del otro.

Un «otro» con muchas similitudes

El otro, en este caso, es el simio, pero mirándolo bien, de simios solo les queda el pelaje: forman una sociedad organizada a la manera humana, se dedican a unos oficios y tienen unas diversiones como las nuestras, hablan y piensan como nosotros, se enamoran y tienen un repertorio de sentimientos humanos. Los hay envidiosos, vanidosos, vengativos, nobles y dudosos. Los hay que vacilan entre su deber como científicos y los que creen en su deber como miembros de una sociedad a la que consideran que deben esconder ciertos descubrimientos, evidentemente con la excusa de que «aún no estamos maduros». ¡Todo suena tan próximo!

«La novela de Boulle es muy entretenida y da pie a reflexionar sobre muchas cuestiones»

Realmente El planeta de los simios no es más que una especie de utopía –en un sentido etimológico: no un lugar mejor, sino un lugar que no existe– que nos plantea una serie de sugerencias muy interesantes. En realidad, el protagonista de la novela, Ulises Mérou, un periodista francés (y creo que Boulle prefirió hacerlo periodista y no científico para no tener que aventurarse en unos terrenos que no debía dominar demasiado), se sorprende al principio de encontrar un estado de cosas que no es diferente del que ha dejado en su casa más que en un punto: son los simios los seres inteligentes. Aparte de eso, son inteligentes a la manera humana, con los mismos vicios y virtudes, ya lo hemos dicho, y por eso puede entenderse tan bien con ellos, en muy poco tiempo, y entenderlos, e incluso justificarlos cuando comprende que se sienten amenazados por él.

Muy pronto se habitúa a aquel mundo, consigue ser relativamente aceptado e incluso adopta el punto de vista de los simios en ciertos momentos: por ejemplo, deja de mantener relaciones sexuales con Nova, la mujer primitiva que se ha convertido en su compañera en Soror, porque siente que pertenecen a esferas distintas, por lo menos por lo que respecta a su grado de evolución espiritual.

Aunque hay otros momentos en los que le resulta imposible. Como el de la experimentación con animales. Pero creo que si intentáramos ver en la actitud de Boulle una crítica a los experimentos con animales a través de sus equivalentes con humanos en el planeta Soror, nos equivocaríamos. Mérou recuerda sin escandalizarse los experimentos que vio en la Tierra, y si ahora se siente angustiado, es porque el sujeto es humano y él se identifica, pero aún más por el placer morboso que sienten los simios cuando le hacen ver que, en realidad, allí él pertenece a una especie inferior. Esta angustia, por otro lado, no le priva de apreciar hasta el mínimo detalle lo que han conseguido los simios en sus investigaciones.

«En el libro de Boulle los simios no han sometido al hombre: solo lo cazan, como a cualquier animal. Y el hombre ni piensa en rebelarse, porque ya no piensa. Es cierto que en un pasado lejano conquistaron un mundo que dominaban los humanos, pero los humanos no fueron capaces de plantarles cara»

Quizá sí que es más crítico con la práctica de la caza de humanos. Incluso algunos de los simios la encuentran rechazable y solo la aceptan como un mal inevitable para conseguir los sujetos necesarios para la experimentación científica. Hay, pues, simios que demuestran una sensibilidad paralela a la que muestran algunos humanos hoy en día, y que, por otra parte, debían ser contados cuando se publicó el libro hace cincuenta años. Pero Mérou no tiene tanto mérito: observa una actividad exactamente igual a las que podría haber visto en su Francia natal, y la describe de manera que nos parezca grotesca e inhumana por varias razones. Primero, porque también ahora se identifica con las víctimas, humanos como él, o eso le parece. En segundo lugar porque la escena de caza ocurre nada más llegar a Soror, cuando aún no acaba de entender dónde ha ido a parar y va de sorpresa en sorpresa. Y finalmente porque es prescindible, porque ignora los beneficios en el campo del conocimiento que los simios esperan de los experimentos científicos.

Evoluciones que se repiten, con variaciones mínimas, en planetas separados por trescientos años luz de distancia; un niño que enseña a hablar a su madre; controversias científicas paralelas; y un mismo destino final al que parecen entregados ineluctablemente todos los planetas donde conviven humanos y simios.

Poca ciencia y mucha paradoja

Boulle escribe una novela de ciencia-ficción en la que hay muy poca ciencia. ¿Es grave, eso? Lo sería en otra clase de libro, pero esto es una novela. Ficción, especulación, parábola. Su utilidad es de otra clase. Especulación más o menos científica: qué pasaría si… Boulle hace un viaje que puede recordar a otros: los de Gulliver, el del viajero del tiempo de Wells, incluso los de Marco Polo. Mérou también conoce un mundo diferente, pero solo en la superficie. Y a partir de la comparación, no descubre a los otros tanto como se descubre a él mismo y descubre al hombre. Un hombre que no es en esencia superior a los simios. De hecho, los simios le superan en algunos aspectos: por ejemplo, han abolido las guerras gracias a los esfuerzos de su élite intelectual, los chimpancés. Es cierto que aún les queda camino por recorrer en algunos campos: la verdad científica sobre el origen del simio encuentra obstáculos para abrirse paso; a veces los intereses de los simios pasan por encima de la idea de justicia –que, salvo Mérou, solo los propios simios pueden imaginar– y por eso tendrá que acabar huyendo, con la ayuda de algunos chimpancés, todo se tiene que decir.

«El protagonista conoce un mundo diferente, pero solo en la superficie. No descubre a los otros tanto como se descubre a él mismo y descubre al hombre. Un hombre que no es en esencia superior a los simios»

Los simios, pues, no salen mal parados en la novela, no todos. En cambio, los japoneses que vigilan a los prisioneros que construyen el puente sobre el río Kwai son menos humanos que el doctor Zaius, la doctora Zira o su prometido Cornelius. En la otra famosa novela de Boulle, no solo los prisioneros ingleses, tampoco el narrador de la historia se priva de animalizarlos constantemente. Joyce, un joven comando encargado de dinamitar el puente del río Kwai informa a su comandante: «¡Si hubiese visto la mirada de los centinelas, señor! ¡Monos disfrazados! La manera de arrastrar los pies y de remover las ancas no puede ser humana…» Los japoneses son simios disfrazados. Y ya antes el coronel Nicholson había explicado al médico Clipton: «La cuestión es que los chicos piensen siempre que somos nosotros los que damos las órdenes, no los monos. Mientras se lo crean, se tratará de soldados, no de esclavos.» Los hombres son mandados por nosotros, oficiales ingleses, no por los carceleros japoneses, esos simios. Y hablando del coronel Saito, nos dice el narrador: «Estas expresiones tan brutales y los gestos tan desgarbados, no obstante, hacen pensar que se trata de algun vestigio de la barbarie primaria.» Y hay algunos ejemplos más.

Simios prácticamente humanos y japoneses prácticamente simios. Una bella paradoja. Quizá Boulle, que luchó contra los japoneses en el sudeste asiático, tenía razones para este odio o menosprecio. En cambio, sus críticas a los simios de Soror no tienen nada de personal. Y por eso puede ser generoso y describir simios admirables –ni uno solo de los japoneses lo es–. Incluso puede insinuar que, pese a la atracción física que la bellísima mujer de Soror ejerce sobre él, en realidad Ulises se enamora de una mona, Zira, y ella le corresponde, pero cuando se olvida de todo y ya está a punto de besarlo, lo rechazará, ¡menuda broma!, porque es demasiado feo.

Y si El planeta de los simios no es exactamente ciencia-ficción, tampoco creo que se pueda hablar de una distopía. Las grandes distopías que ha imaginado la literatura del siglo xx tienen varios puntos en común que no encontramos en la novela de Boulle. Todas se sitúan en la Tierra y en un futuro más o menos lejano. Y en todas ellas el hombre ha sido sometido por un poder omnímodo, y aunque es inhumano, lo ejercen hombres. Así es en las más conocidas: 1984, Fahrenheit 451 y Un mundo feliz. También en Nosotros, de Zamiatin, o El cuento de la criada, de Margaret Atwood. ¿Son los simios peores que los humanos? Es evidente que no, simplemente son la especie que, ahora, domina aquel mundo. ¿Tienen los humanos más derecho? ¿Por qué? Las tentaciones mesiánicas que Mérou experimenta en un primer momento, cuando se ve, él con su hijo, como salvador de una humanidad caída, pronto dejan paso a una comprensión mucho más exacta de la realidad: aquel ya no es el mundo del hombre, de la criatura que en varios momentos de exaltación ridícula aún creía que era uno de los reyes de la creación, hecho a imagen de Dios, bla, bla, bla…

«Parece que Boulle quiera advertirnos contra esta decadencia espiritual que él observa en su mundo. De la misma manera que en algún momento nos convertimos en humanos, no sabemos muy bien cómo, también en algún momento podríamos dejar de serlo»

En el libro de Boulle los simios no han sometido al hombre: solo lo cazan, como a cualquier animal. Y el hombre ni piensa en rebelarse, porque ya no piensa. Es cierto que en un pasado lejano conquistaron un mundo que dominaban los humanos, pero los humanos no fueron capaces de plantarles cara. Mérou tiene que admitir que la decadencia humana lo hizo posible. Una decadencia espiritual, diríamos. Parece que Boulle quiera advertirnos contra esta decadencia espiritual que él observa en su mundo. De la misma manera que en algún momento nos convertimos en humanos, no sabemos muy bien cómo, también en algún momento podríamos dejar de serlo. Mientras tanto otra especie tomaba el relevo, y una vez que la ha conocido, no puede decir sinceramente que lo haya hecho peor.

© Mètode 2012 - 72. Botánica estimada - Invierno 2011/12

Filólogo y profesor del IES Enric Valor de Picaña (Valencia).