«La teoría evolucionista tiene mucho que decir sobre quiénes somos»

Entrevista a Elliott Sober

Profesor de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Wisconsin-Madison

Elliott Sober detenta las cátedras Hans Reichenbach y William F. Vilas en el departamento de Filosofía de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE UU). A lo largo de su carrera como investigador, se ha centrado en la filosofía de la ciencia, en particular en la filosofía de la biología evolucionista. En 1991 ganó el premio más prestigioso en estos campos, el Imre Lakatos Prize, concedido por la London School of Economics and Political Science. Ha sido presidente de la Philosophy of Science Association y de la American Philosophical Association (Central Division). En sus trabajos, el profesor Sober ha tratado ampliamente cuestiones biológicas como la selección natural o el comportamiento altruista desde una perspectiva filosófica. Entre sus libros se incluyen The Nature of Selection, Reconstructing the Past, Philosophy of Biology (Filosofía de la Biología, Madrid, Alianza), Unto Others (escrito en colaboración con D. S. Wilson y traducido al castellano: El comportamiento altruista: evolución y psicología, Madrid, Siglo XXI), y Evidence and Evolution: the Logic Behind the Science.

Sus intereses profesionales están relacionados con la filosofía de la ciencia y, en concreto, con la filosofía de la biología. ¿Qué problemas filosóficos son los que más le preocupan en relación con la biología contemporánea? 
Hay dos tópicos que me han fascinado. El primero concierne al modo en que opera la selección natural. En los años sesenta del siglo pasado hubo una revolución en la biología evolucionista. Anteriormente se pensaba que a veces la evolución hace que los rasgos cambien porque son buenos para los individuos que los poseen, pero otras veces los rasgos evolucionan porque son buenos para el grupo en el que se dan. La idea de la «selección grupal» se consideraba importante porque es necesaria para explicar la evolución de rasgos cooperativos, de autosacrificio. Me ha interesado la lógica de esta cuestión, y he tomado parte defendiendo la idea, rechazada por la mayoría, de que ocasionalmente la selección actúa sobre grupos, haciendo que evolucionen los rasgos altruistas, o sea, los que son buenos para el grupo, aun siendo perjudiciales para los individuos que los poseen. El segundo problema de la biología que me ha interesado como filósofo es el uso de un principio de parsimonia o simplicidad para inferir relaciones de parentesco filogenético entre especies. Los filósofos de la ciencia se han preguntado sobre si la navaja de Ockham es un principio de inferencia adecuado. Lo destacable es que en la biología evolucionista se ha afinado el principio y se ha discutido sobre su validez.

A estas alturas resulta difícil dudar de que las consecuencias de la teoría evolucionista vayan más allá del dominio propio de la biología. ¿Cómo cree usted que esta teoría ha influido en la imagen que los seres humanos tenemos de nosotros mismos? 
Desde luego que la teoría evolucionista tiene mucho que decir sobre quiénes somos. Somos parte de la naturaleza. No estamos fuera de ella. Estamos genealógicamente relacionados con todos los seres vivientes, tenemos antepasados comunes con ellos y nuestra biología solo puede comprenderse dándonos cuenta de que tenemos rasgos comunes con otros organismos. Al mismo tiempo los humanos también son diferentes de las demás especies. Tenemos características únicas, que nos distinguen de ellas. Pero, de nuevo, no somos peculiares en esto: muchas especies tienen características adaptativas únicas, y la perspectiva evolucionista no niega esta unicidad.

La biología evolucionista y la genética nos dan una imagen cada vez más precisa de la dimensión natural del ser humano. ¿Hasta qué punto esto puede servir para iluminar su dimensión sociocultural? 
En vez de ver la biología y la cultura como ámbitos separados, es mejor pensar en el cambio cultural y en la evolución biológica como elementos que interactúan. Las culturas de las diferentes sociedades humanas crean las condiciones en las que la evolución biológica se da, y la evolución permitió que la capacidad para tener una cultura se desarrollara en nuestros antepasados. En el pasado, se pensó que la evolución humana había llegado a su fin, gracias a la medicina y la sanidad. Pero esto no es correcto. Ciertamente, si la gente lleva gafas, disminuirá la presión de la selección natural a favor de la buena visión. Pero si la gente vive en condiciones sociales de hacinamiento, habrá selección respecto a la capacidad de afrontar tales condiciones; y si contaminamos el aire y el agua, habrá selección en cuanto a la capacidad de sobrevivir y reproducirse en esas nuevas condiciones.

«En vez de ver la biología y la cultura como ámbitos separados es mejor pensar en el cambio cultural y en la evolución biológica como elementos que interactúan»

La sociobiología fue un programa de investigación propuesto en los años setenta. Su objetivo es explicar la conducta humana como una consecuencia de los mecanismos evolutivos. Para algunos este planteamiento está equivocado de raíz. En su opinión, ¿cuáles son las perspectivas de dicho programa?
Todo depende de cómo se defina la sociobiología. A veces el programa se entendió en el sentido de que las conductas humanas específicas se deben a genes que evolucionaron por selección natural, pero esa idea no tiene ahora tantos defensores como en el pasado. La psicología evolucionista es un enfoque más popular a día de hoy. Nos dice que no son las conductas específicas, sino los mecanismos mentales específicos, lo que deberíamos entender en términos de la selección natural. Pero, aparte de los éxitos o fracasos concretos de la sociobiología y la psicología evolutiva, está la cuestión de cómo la teoría evolucionista puede aplicarse a la conducta, la mente y la cultura humanas. Simpatizo profundamente con este programa amplio, aunque ello no signifique que la teorización haya sido especialmente exitosa hasta la fecha.

Elliott Sober. / Foto: Josep Monfort

La hipótesis del «diseño inteligente» dice que no puede darse una explicación satisfactoria de la evolución biológica sin contar con la intervención de una entidad sobrenatural. Usted sostiene que la teoría evolucionista es neutral en este punto, ¿no es así?
Lo que quiero decir es que la ciencia, propiamente entendida, no implica ni que Dios exista ni que no exista. Cuando los ateos echan mano de la teoría de la evolución para argumentar que Dios no existe deben complementar la teoría con supuestos filosóficos adicionales. Aunque creo que esos argumentos merecen ser tenidos en cuenta, la neutralidad subraya que no es la teoría de la evolución por sí misma lo que implica que Dios no existe. Lo que puede tener una consecuencia tal como esa es una combinación de la teoría más diversos supuestos filosóficos. Por ejemplo, la evolución biológica ha provocado mucha muerte y sufrimiento. ¿Es eso una muestra de que Dios no existe? Bueno, se necesita un supuesto adicional para llegar a esa conclusión, a saber, que si Dios existiera no hubiera permitido todo eso. Conviene señalar que esta cuestión no es más que el tradicional «problema del mal», problema que nada tiene que ver con la teoría evolucionista.

A pesar de todo, parece que la metodología científica no puede aceptar la introducción de Dios para explicar un proceso natural. No tenemos evidencia de su existencia y, además, es complicado atisbar siquiera cómo una entidad sobrenatural podría desempeñar el rol explicativo que se le atribuye…
Los dos puntos mencionados en la pregunta son relevantes para decidir qué ha de pensar uno sobre si Dios existe o no. Pero ninguno de ellos tiene nada que ver con la teoría evolucionista. Sobre lo de que no tenemos evidencia a favor de la existencia de Dios hay un par de cuestiones filosóficas que cabe considerar. Lo primero es si nuestra creencia en Dios debería estar regulada por la evidencia. Y es que tal vez la creencia en Dios debiera ser una cuestión de fe, no de evidencia. Además, incluso aunque uno decida que la evidencia ha de ser la guía de sus opiniones, queda la cuestión de si la falta de evidencia a favor de la existencia de Dios conduce al ateísmo o al agnosticismo. Su segundo comentario plantea qué significaría para un ser sobrenatural ser la causa de algo que ocurre en la naturaleza. Yo también encuentro esto misterioso, pero lo que acabo de decir a propósito de su primer punto también podría aplicarse aquí.

Pasando a cuestiones metodológicas más generales, una actitud empirista puede describirse como la preocupación por basar las creencias propias en la experiencia. Como ha mostrado la tradición filosófica del empirismo, hay diferentes modos de concretar esta idea, ¿no?
El empirismo se entiende a veces como la tesis de que la evidencia puede obligarnos a creer en la existencia de cosas observables, pero no en la existencia de cosas no observables. Esto no me parece plausible. Tenemos una evidencia considerable para la existencia de genes y electrones, aunque sean cosas demasiado pequeñas para ser observadas a simple vista, sin instrumentos de apoyo.
Y también tenemos evidencia para afirmar que la gravedad existe aunque no pueda ser vista (sus efectos sí). Es interesante notar que la razón por la que no podemos ver la gravedad no es porque sea demasiado pequeña…

¿Y cómo sería una versión plausible del empirismo? 

Una forma mejor de empirismo, creo yo, es la que afirma que los problemas que son científicamente resolubles lo son únicamente apelando a la evidencia observacional. Se pueden hacer pruebas observacionales sobre si los electrones y los genes existen. El empirista insiste en que la contrastación empírica es la única manera de averiguar cuál de las teorías rivales es la mejor. Por añadir una precisión, puesto que una teoría lógicamente inconsistente no puede ser verdadera, y dado que podemos averiguar si una teoría es contradictoria examinando su lógica (no se requieren experimentos), lo que el empirista debería decir es que de entre varias teorías rivales internamente consistentes la única manera de saber cuál es la mejor es invocando el apoyo respectivo que confiere la observación.

Pero lo cierto es que cuando los científicos comparan hipótesis rivales también se dejan llevar por otros factores, usted mismo aludió antes a la simplicidad…
Hay que dejar claro en qué consiste el problema filosófico de la simplicidad (también denominada parsimonia). Es obvio que a menudo pensamos que las teorías más simples son más bellas, más fáciles de comprender, o más fáciles de contrastar. Eso no es enigmático. El asunto es por qué esas teorías tienen mayor probabilidad de ser verdaderas, o por qué deberíamos pensar que las teorías más simples son mejores a la hora de hacer predicciones afinadas.

«En el pasado se pensó que la evolución humana había llegado a su fin. Pero si contaminamos el aire y el agua, habrá selección en cuanto a la capacidad de sobrevivir y reproducirse en esas nuevas condiciones»

Desafortunadamente la simplicidad posee significados diferentes. Una hipótesis puede ser simple en relación al cálculo matemático, o al número de entidades postuladas… Aun así la simplicidad es un criterio legítimo, según usted, en la comparación entre hipótesis o modelos rivales. ¿Qué razones puede aducir un empirista para defender eso?
Los argumentos a favor de la simplicidad en la ciencia no siguen un patrón común. Yo distingo dos esquemas argumentativos que permiten comprender cómo la simplicidad puede ser relevante para decidir qué teorías son verdaderas, o cuáles son mejores en cuanto a la exactitud de sus predicciones. Pondré un ejemplo para ilustrar el primer esquema. Supongamos que les digo a mis estudiantes de filosofía que escriban un breve ensayo sobre el sentido de la vida y que recibo dos trabajos idénticos. Ante este sorprendente parecido considero dos explicaciones. La primera, a la que llamaremos la «hipótesis de la causa independiente», es que los estudiantes trabajaron por separado, sin saber uno del otro. La segunda, la «hipótesis de la causa común», es que los estudiantes copiaron un trabajo que encontraron en Internet. La «hipótesis de la causa común» es más simple: postula una sola causa, el fichero de Internet, para los dos ensayos, mientras que la otra alternativa postula dos causas (dos procesos de pensamiento separados). ¿Por qué la mayor simplicidad de la hipótesis de la causa común es una razón para pensar que es verdadera? La respuesta es que esa hipótesis hace más probable el parecido observado entre ambos trabajos que la hipótesis de la causa independiente. La teoría de la probabilidad y la estadística recogen este principio en la llamada «ley de la verosimilitud» (Law of likelihood), según la cual las observaciones apoyan una hipótesis más que a otra cuando la primera hace las observaciones más probables que la segunda. Esa ley explica por qué la parsimonia es relevante en este ejemplo.

De este modo queda conectado lo más simple con lo más probable, ciertamente. ¿Y cuál es el otro esquema argumentativo a favor de la simplicidad? 
Es más difícil de describir brevemente y sin recurrir a las matemáticas. Ha sido explorado en una rama de la estadística llamada «teoría de la selección de modelos». A menudo los científicos tienen la siguiente experiencia: cuando, a partir de las observaciones recogidas, construyen un modelo muy complejo, en el que se describen muchas causas diferentes para un efecto dado, dicho modelo suele funcionar pobremente a la hora de predecir un conjunto nuevo de observaciones. A los economistas les pasa esto cuando tratan de construir modelos que predigan la inflación; y también a los meteorólogos con sus modelos para predecir la lluvia. Sin embargo, un modelo más simple, o sea, uno que describe menos causas para el efecto que nos interesa, funciona mejor en la predicción de datos nuevos. Esta situación, muy común en la ciencia, ha sido explorada matemáticamente por quienes trabajan en la selección de modelos. Estos expertos en estadística han elaborado un conjunto de reglas que ayudan a los científicos a sortear modelos demasiado complejos.

En suma, cuanto más simples sean nuestras conjeturas científicas para comprender el mundo, tanto mejor, al menos desde un punto de vista predictivo. A partir de eso, ¿se sigue alguna consecuencia sobre cómo es el mundo? 
No deberíamos concluir que el mundo es un lugar simple; en realidad no lo es. Más bien deberíamos concluir que el mundo es, por lo general, bastante complicado, pero también que una buena teorización sobre el mundo a menudo no implica tratar de describirlo en toda su complejidad. La teorización de calidad comúnmente incorpora idealizaciones, y con ello el uso de supuestos simplificadores.

El nexo entre las hipótesis y la evidencia es a menudo probabilístico, por ello la estadística es básica en la metodología científica. Asistimos, sin embargo, a un debate sobre sus fundamentos que dura nada menos que setenta años. ¿Se resolverá prestando atención a la práctica científica o es un asunto filosófico? 

Este debate, cuyos actores principales son el frecuencialismo, el bayesianismo y el enfoque de la verosimilitud, no se puede resolver celebrando una votación entre los científicos. Concierne a lo que los científicos deberían hacer, y no a lo que ellos creen que deberían hacer. Es un debate filosófico y, a diferencia de la mayoría de cuestiones científicas, no puede zanjarse haciendo observaciones. No es como la cuestión de si los genes o los electrones existen. Implica cuestiones conceptuales: cómo debe entenderse el concepto de evidencia, qué significa aceptar o rechazar una hipótesis, etc.

¿Cuál es su posición en ese debate conceptual sobre la metodología científica? ¿Piensa que alguna de las propuestas enfrentadas tiene ventaja? 

Mis preferencias se inclinan por considerar que cada una de las diferentes filosofías de la estadística acierta respecto a alguno de los problemas que surgen en la ciencia, aunque ninguna da respuesta a todos ellos. Qué método inferencial usar dependerá de cuál sea la pregunta que se haga. Incidentalmente, esta no es la opinión mayoritaria entre quienes trabajan en los fundamentos de la estadística y la probabilidad, ya que muchos autores tienden a pensar que solo una de aquellas filosofías ha de ser correcta para todos los problemas científicos.

Los debates filosóficos pueden prolongarse por mucho tiempo. ¿Hay avance en algún sentido? 
Ha habido progreso en la filosofía de la ciencia, y en parte, negativo. Por ejemplo, creo que es ampliamente aceptado hoy día que las ideas de Karl Popper sobre la falsabilidad como solución para el problema de la demarcación (el problema de cómo distinguir la ciencia de lo que no es ciencia) son inadecuadas. Nuestra comprensión actual de cómo opera el razonamiento científico ha mejorado en relación a la que teníamos hace cincuenta años, aunque queda mucho trabajo por hacer.

Conocer los problemas y los debates en vigor en la filosofía de la ciencia actual, aunque no sea con la profundidad que se exige al especialista, obviamente, ¿puede ser útil para los científicos?
Me parece que científicos y filósofos tienen mucho que aprender los unos de los otros. A veces los científicos no tienen necesidad de abordar cuestiones filosóficas. Las hipótesis que tienen que evaluar son nítidas, y las observaciones que obtienen se acumulan abrumadoramente favoreciendo a una de las opciones. Pero no todo en la ciencia es tan simple como eso. A veces las hipótesis tienen que ser precisadas. Otras veces no queda claro cómo la evidencia disponible podría respaldar a las hipótesis rivales que hay en juego. Y es aquí donde los filósofos pueden ser útiles en la empresa científica. Concluiré refiriéndome a lo que un sociólogo amigo mío me dijo una vez. Durante muchos años fue el editor de una revista de sociología de primera fila. Me dijo que el defecto más común entre los artículos enviados a reseñar era que los datos no eran relevantes para afrontar las cuestiones planteadas por las hipótesis que los mismos artículos trataban de defender. Pues bien, esta falta de conexión es justo el tipo de cosas sobre las que los filósofos piensan.

© Mètode 2011 - 68. Después de la crisis - Número 68. Invierno 2010/11

Profesor titular del Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia. Universitat de València.