Antonio Martínez Ron, @aberron en el mundo 2.0, es un periodista especializado en ciencia que tiene una inusual capacidad de maravillarse por lo que le rodea. Su vicio nada secreto es explicarnos lo que él llama «asombros»: crónicas impactantes y sorprendentes en las que la ciencia tiene un papel principal. Martínez Ron ha ido recopilándolas en el que ha sido su blog desde hace más de diez años, Fogonazos, el decano de la divulgación científica en castellano en Internet, pero también en otras bitácoras, revistas y periódicos virtuales o de papel, pues una buena historia lo es en cualquier soporte.
Fruto de esta hiperactividad nace ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? Historias de bombas, astronautas y cerebros, un libro financiado mediante el micromecenazgo y que ahora está a disposición de todo el mundo, gratuitamente, en versión electrónica. ¿Cómo se construye un resumen de diez años de anécdotas y artículos esparcidos por toda la geografía virtual? El autor lo deja claro desde el principio: por una razón u otra, al final ha decidido quedarse con los habitantes temporales del espacio exterior, el órgano más fascinante –el cerebro–, y la expresión más cruenta de nuestro desarrollo tecnológico: las bombas. Son temas que nos hacen mirar o bien más allá, hasta perdernos entre las estrellas, o bien dentro, tratando de averiguar qué somos y de qué pasta estamos hechos. Hay capítulos que también nos trasladan a inauditas expediciones en busca de virus, a inverosímiles narraciones de supervivencia submarina, pero el corpus principal es lo que pone en el subtítulo: bombas, cerebros, astronautas.
El libro se lee con una sensación de descubrimiento permanente, desde la incredulidad por el propio desconocimiento de sucesos tan increíbles como la sustracción y posterior viaje del cerebro de Einstein o el robo de piedras lunares, hasta el redescubrimiento del goce de descubrir –valga la redundancia–: esa sensación tan placentera de curiosidad estallando en las páginas que sostienes entre las manos, como fuegos de artificio que solo la ciencia es capaz de crear. Por lo que respecta a esta pirotecnia tan particular, quien escribe estas líneas no puede más que coincidir con el autor sobre el insoslayable magnetismo que posee la exploración espacial. En un momento en el que estamos más lejos de Marte y de los viajes interplanetarios que hace treinta años, cuando una película (la imprescindible Gravity) nos recuerda lo frágiles que somos en el vacío interestelar, las historias de @aberron son un revulsivo, una dosis de esperanza, una chispa que vuelve a iluminarnos los ojos cuando levantamos la vista de noche y miramos más allá de las tinieblas. Enciende este fuego frotando sílex y pirita con las palabras, que es como decir que nos emociona con testimonios de astronautas –como Dave Wolf o Chris Hadfield–, palpando el vértigo que aparece cuando se escudriña la posibilidad de ir mucho más allá del planeta rojo. El primer chispazo aparece cuando hila, delicada y exquisitamente, los rayos cósmicos con los inexplicables centelleos en los ojos de un astronauta insomne. A partir de ese momento, os lo aseguro, es imposible parar de leer.
«El hilo conductor es claro y firme, sin embargo al lector que quiera más, le sugiere continuamente otros caminos, otras lecturas para disfrutar»
Pero no solo de cohetes vive el divulgador: Martínez Ron es también el artífice de un extraordinario documental (premio Boehringer 2013) sobre enfermedades cerebrales, El mal del cerebro (pueden verlo gratuitamente en la red). Y es que el kilo y pico de materia gris que tenemos ahí arriba es aún un misterio incluso mayor que las galaxias más lejanas. ¿Por qué algunas personas no pueden recordar, ni otras olvidar? ¿Qué son las emociones? ¿Qué causa aquella extraña sensación de verse fuera del propio cuerpo? Aún estamos lejos de encontrar respuestas satisfactorias y definitivas a estas y muchas otras preguntas, pero los retazos de investigaciones y casos clínicos que nos muestra el autor nos acercan a los abismos de la mente, surcos tan profundos como la más profunda de las fosas marinas. Un viaje no exento de escalofríos –«El hombre que olvida al instante»– y sonrisas ante relatos de hechos tan inverosímiles como los que se describen en «Entregan la cabeza de Dora Kent», y que sin duda vale la pena hacer.
Bombas. ¿Por qué bombas? ¿Nos interesan las bombas? Ustedes no lo saben, yo no lo sabía, pero la respuesta es sí. Quizá por el logro tecnológico, quizá por la capacidad de condensar todo el horror posmoderno en una sola pesadilla tecnológica. Porque, queramos o no, hay un antes y un después de Hiroshima y Nagasaki. Eso sí: Martínez Ron no se centra en las detonaciones en suelo japonés, sino en las historias paralelas, más interesantes para conocer los porqués –y las consecuencias– de la investigación nuclear. Desde pilotos de aviones militares cuyas órdenes eran adentrarse en el hongo nuclear, hasta la meticulosa descripción de los pueblos de cartón piedra para evaluar los efectos destructivos de las explosiones. Ecos de una época que deberíamos evitar revivir por todos los medios.
El libro de Antonio Martínez Ron celebra de una forma difícilmente superable diez años de divulgación científica, de pasión por el conocimiento. Quizá, más allá de las fantásticas historias y de lo bien contadas que están, su mayor logro es hacerle cosquillas a nuestra pasión por el saber, dejarnos perplejos mientras enciende la hoguera que yace tras las retinas y que hace que nosotros, humanos, seamos lo que somos: la curiosidad. Y es que, como él dice, vivimos en una sociedad en la que es casi un estigma admitir que desconocíamos algo, en la que es cada vez más difícil recuperar el entusiasmo infantil con el que leíamos novelas de aventuras o descubríamos por primera vez nuestro entorno a través de un microscopio. Cuando cierren el libro, mirarán de forma distinta el mundo, el cielo, a ustedes mismos, y quizá no hay mejor legado para un volumen de divulgación científica que eso mismo: conseguir trastocarnos el eje de referencias para que todo sea nuevo y nada superfluo, ejercitar no solo los ojos, sino el cerebro, ensanchar las coordenadas de una cotidianidad fascinante.