Después de enterarme de que el título del nuevo libro de Andreu Escrivà era Y ahora yo qué hago, respiré, aliviada, pensando que al leerlo atesoraría una especie de guía que podría seguir de ahora en adelante y así llevar una vida más libre de emisiones de gases de efecto invernadero. En casa reciclamos, intentamos comprar productos de proximidad y procuramos hacer un uso responsable de la energía. Pero no nos podemos conformar con eso –a pesar de que aún no es tarde–, especialmente quienes ya hemos nacido acompañados de una herencia climática bajo el brazo que lleva inherente una visión de futuro problemática. Han desaparecido veintiocho billones de toneladas de hielo de la superficie de la Tierra desde que yo nací, una cifra que implica, entre otras cosas, que el deshielo de los glaciares de Groenlandia ha sobrepasado un punto de no retorno. Muchas de las esperadas recomendaciones de esta lista de acciones contra el cambio climático ya las sabía previamente a la lectura, era consciente de ellas, pero todavía no había conseguido implementarlas.
Después de leer el libro, me doy cuenta de que mi respuesta al anuncio de esta obra había resultado tan lógica como inoperativa, porque estaba construida sobre dos pilares carcomidos, si lo que se quiere es actuar ante el cambio climático. Estos pilares son el individualismo y la culpa. Dos elementos que, sorprendentemente, el autor había calculado que formarían parte de mi reacción (y de la de tantas otras personas como yo) y se había preocupado de dinamitar ya en las dos primeras frases de la obra.
El ensayo cuenta con un primer apartado titulado «Por qué escribo este libro», una breve reflexión que apenas ocupa dos páginas en las que, si algo queda claro, es que el texto no pretende ser «ningún entrenador inmisericorde que subraya cada movimiento imperfecto de unos malabaristas inexpertos». Y es completamente cierto: las palabras del autor no desprenden ni un gramo de paternalismo; lo que se encuentra, en cambio, es empatía y honestidad. En las páginas de este libro se habla fundamentalmente de humanidad y de tiempo en un momento en el que hacerlo es revolucionario. Eso denota que esta obra no es como la mayoría de las que se pueden leer sobre cambio climático.
Con un vistazo rápido al índice, resulta fácil darse cuenta de que se trata de un texto creado tras un profuso análisis de los condicionantes humanos que orbitan la cuestión climática. En este sentido, son reveladores los títulos de las secciones que estructuran el ensayo: «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?», «¿De quién es la culpa?», «¿Por qué esta prisa?», «¿Por qué yo no hago nada?» y «¿Ahora yo qué hago?». El orden de las preguntas dibuja un camino de reflexión que puede parecer simple. Aun así, si el lector se plantea estas cuestiones, antes y después de la lectura, quizás descubra que las respuestas no resultaban ser tan evidentes como parecían.
La característica destreza comunicativa de Andreu Escrivà y su tono próximo son constantes y permiten reflexionar sobre por qué miramos hacia otro lado ante una emergencia como esta. A pesar de que muchos de los lectores, como yo, no se identificarán de primeras con este tipo de persona que pone excusas para no actuar con contundencia, realizar la lectura permite comprender que, más allá del rechazo a los datos científicos, hay muchas cosas que podemos negar para mantenernos en este agridulce inmovilismo. Pero reconocerlo ya empieza a inhibir esta inacción que, por otro lado, se convierte en razonable cuando nos enfrentamos a cualquier estado de angustia. Así, el autor cuestiona, una a una, las tentadoras excusas que nos evitan actuar ante la cuestión climática en algunas parcelas de nuestras vidas. De nuevo, este planteamiento humaniza el discurso climático, habitualmente circunscrito a los datos, las estadísticas y la racionalidad.
«Andreu Escrivà cuestiona la exigencia insostenible de vivir las 24 horas del día cumpliendo las recomendaciones «eco» que marcan las empresas»
El lector no va tropezando continuamente con datos escalofriantes que pueden condicionar trágicamente el futuro que viviremos –nosotros y la gente que queremos–, a pesar de que existen y el autor los hace patentes en algunos momentos. Pero tampoco se obvia la dimensión del conflicto, ni mucho menos. No encontraremos ningún alegato a un optimismo banal. Es esta particular visión, situada entre la distopía y la utopía, la que transporta el conflicto climático a una realidad tangible y, por tanto, modificable. Es justo este poder de transformación lo que interpela a quien lee, lo lleva hacia una posición de empoderamiento y esta, a su vez, a la voluntad de acción.
Con todo, del libro Y ahora yo qué hago se desprende una valiosa lección: para ir más lejos hay que reducir el ritmo. Una afirmación que, entendida desde un prisma social y con una radical conciencia de ecodependencia, no es ningún oxímoron. Además, Escrivà discierne con cautela lo que es una visión individual de lo que es un enfoque individualista y cuestiona así la exigencia insostenible de vivir las 24 horas del día cumpliendo las recomendaciones «eco» que marcan las empresas. Esto no solo nos frustra y malgasta nuestros esfuerzos, sino que pone trabas para comprender que, tal como dice el autor, «la acción individual suma, pero solo la colectiva transforma».
Para acabar, reconoceré que en el libro sí que se puede encontrar una lista de acciones a implementar para poder vivir una vida menos carbonizada. Pero, de las 158 páginas que conforman la obra, solo ocupa cinco en un anexo situado en la última parte. Este detalle importa, porque el lector llega a este punto solo cuando ha podido comprender que estas tareas no son de obligado cumplimiento si lo que queremos es «salvar el planeta». Más bien son herramientas para empezar a construir una identidad, individual y colectiva, que sea capaz de rebelarse contra esta idea crónica de una ausencia de futuro garantizada.