Desde hace mucho tiempo, el arte que más me interesa es el que nos sirve de manera explícita para vivir mejor, para ser más nosotros mismos, para profundizar en los aspectos cercanos y remotos de la existencia (que tal vez sean una y la misma cosa).
Quiero decir que me declaro firme partidario del arte útil, entendiendo la utilidad de un modo muy generoso, porque para mí tienen el mismo grado benéfico –según nuestras necesidades–, un destornillador y un poema metafísico, una llave inglesa y una sinfonía, unas tenazas y un aforismo. Todo es instrumental. El amanecer es una herramienta. Un beso también representa un utensilio. Una iluminación filosófica no deja de tener el carácter de un aparejo. Y, de igual manera, unos alicates, una broca o un rastrillo entablan una relación de honda intimidad con la materia: son, a su manera, creaciones líricas.
La polémica sobre la gratuidad aérea del arte, enfrentada a su naturaleza de instrumento, es, antes que una verdadera polémica, un laberinto verbal. Cuando definimos con precisión qué entendemos por aéreo, por vaporoso, y qué por tangible y utilitario, desparecen las contradicciones; porque, si lo pensamos bien, no hay nada que no pueda ayudarnos mientras estamos vivos, y nada que vaya a prestarnos ayuda cuando ya no lo estemos.
Tengo la impresión de que la pintura de José Saborit pertenece a este género de arte que podemos aplicarnos con carácter medicinal, con finalidad terapéutica: un arte útil para una vida mejor.
«La pintura de José Saborit pertenece a este género de arte que podemos aplicarnos con carácter medicinal: un arte útil para una vida mejor»
Más de una vez se ha referido Saborit al hecho de que nos han correspondido tiempos de gran confusión, de grandes ruidos verbales, de grandes ruidos icónicos (valga la sinestesia), de grandes ruidos ideológicos (valga la redundancia), de grandes ruidos sentimentales (valga la sinonimia). La pintura, en opinión del autor, entre otras muchas recompensas, nos brinda la oportunidad de detenernos para cribar entre lo visto y aprender a mirar. Nos regala la ocasión –el momento pregnante de la emoción estética– de observar más hondo, de saber conciencia. Contra la absurda velocidad de la luz, la luz de la calma minuciosa.
Estas acuarelas (y un pequeño óleo) que tenemos delante constituyen el cuaderno de campo de un pensador botánico, el diario de un paseante ensimismado por la sierra Calderona, el botín de un cazador de sutilezas.
Estas ramas de buganvilla, estas hojas de cardo, de tomatera, de acebuche, de ciprés, erigen un canto a lo minúsculo, a lo que podría parecer que no tiene valor alguno, pero que, por obra del arte (por arte de magia), se transforman en lo más valioso. Los milagros del mundo, nos dice José Saborit, son una evidencia, y para probar ese axioma basta con aplicar el buen ojo de la pintura sobre la realidad: el ojo agradecido, el ojo de buen huésped de las cosas, el ojo de entusiasta natural.
Y entonces sus espectadores nos sentimos reconfortados, porque tenemos el convencimiento de haber aprendido a amar mejor aquello que nos rodea. Tenemos la certeza de habernos correspondido, en obsequio, duraderos instantes de la vida buena.