El futuro modelo energético en nuestro país pasa por el necesario despliegue, entre otras fuentes, de la energía eólica. Pero la conciliación entre esta energía limpia y el paisaje ha derivado en una polarización de los puntos de vista, inducida sobre todo por la transformación súbita que provocan los aerogeneradores en el paisaje.
Los aerogeneradores suelen ser cada vez más altos y tienden a situarse en crestas montañosas o en zonas donde el viento es más constante e intenso. Los aerogeneradores se agrupan en parques eólicos, a menudo acompañados de un edificio de control, una subestación eléctrica de transformación y una línea de evacuación, que añaden artificiosidad al paisaje. El mar también es un emplazamiento idóneo para los aerogeneradores, gracias a la constancia del viento. El resultado es que, muy a menudo, las zonas con las mejores condiciones de viento coinciden con los lugares de mayor exposición visual y significación simbólica.
La presencia de aerogeneradores genera controversia. A algunas personas les resulta agradable su forma estilizada o su color blanco, y los ven como un símbolo vinculado a la sostenibilidad. Por otra parte, otros tienen una opinión contraria, porque contrastan con los paisajes rurales tradicionales o desfiguran fondos escénicos. Para estas personas, más que un impacto visual, los aerogeneradores provocan un impacto en el carácter del lugar, que tiene que ver con dimensiones de carácter identitario, cultural e incluso afectivo que explican por qué la gente se siente parte de un sitio. Esta es una cuestión relevante que no se debería menospreciar. A menudo la oposición a muchos parques eólicos se ha banalizado y se ha considerado la controversia como una simple discusión de carácter estético, cuando las razones que explican el rechazo a proyectos generalmente mal explicados y nada o poco consensuados con el territorio son mucho más de fondo.
Gobiernos como los de Francia o Escocia, entre otros, con una larga tradición en temas de paisaje, lo saben bastante bien y han entendido desde hace tiempo que, para que los nuevos parques eólicos sean bien aceptados, los aerogeneradores no se pueden poner como quien clava agujas de coser en un acerico, de cualquier manera y en cualquier lugar, sino que hay que compatibilizarlos con los valores ecológicos, históricos, estéticos o simbólicos del paisaje. Por eso estos gobiernos hace tiempo que, conjuntamente con las entidades promotoras de la energía eólica y con las que defienden la conservación del paisaje, publican manuales con criterios y ejemplos para minimizar el impacto de los aerogeneradores en el paisaje. Afortunadamente, hoy contamos con bastantes conocimientos, experiencia y tecnologías de todo tipo, como el análisis de cuencas visuales o las modelizaciones 3D, como para poder afirmar de manera objetiva y contrastable que hay lugares donde los aerogeneradores encajan y lugares donde no. En tierra habría que procurar evitar instalaciones en zonas emblemáticas o ante hitos relevantes; concentrarlos en lugar de dispersarlos y tener muy en cuenta elementos estructurantes como el parcelario, la vialidad o el horizonte, entre otros criterios de integración en el lugar. En el mar, convendría, por ejemplo, eludir el contacto visual con hitos costeros, estudiar la geometría más armónica y, cuando los avances tecnológicos lo permitan, situarlos mar adentro.
Es muy cierto, también, que no hemos valorado lo bastante –y deberíamos hacerlo– el potencial de estas instalaciones para dotar de más calidad e identidad a áreas marginales, polígonos industriales y comerciales con muy poco interés, o espacios situados entre infraestructuras, que son sitios donde cuesta reconocer una coherencia o unos valores paisajísticos. Bien dimensionados y emplazados, los aerogeneradores podrían trocar la percepción que a menudo tiene la población de estos espacios, aportar valores –estéticos e identitarios– o incluso convertirse en nuevos factores de atracción económica.