Apriorismos nacionalistas e investigación histórica

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© Biblioteca Nazionale Centrale. Firenze. Portolano 22.

Carta anónima catalana de la segunda mitad del siglo XIV.

Nationalist preconceptions and historic research. Portolan charts.
This article reflects on the problems arising from applying political boundaries in which the contemporary world is structured to historical analysis, focusing particularly, as an illustrative example, on the really negative consequences that it has had on the historiography of portolan charts.

Si hay un concepto político que ha dejado una huella profunda sobre todas las esferas de la sociedad contemporánea occidental, es, sin ningún tipo de duda, el de estado-nación. Con la Revolución Francesa se inició en Europa un proceso de transformaciones políticas que acabó, más de un siglo después, con el fin de la I Guerra Mundial. La lógica general de aquellos cambios era tan clara como poderosa: el descalabro definitivo de las últimas construcciones estatales del antiguo régimen y de naturaleza supranacional, y la sustitución por un conjunto mucho más amplio de estados de carácter burgués. El motivo no era otro –por mucho que se quisiese disimular con una densa pátina de patriotismo– que la voluntad de las nuevas élites económicas nacidas y crecidas al calor de la revolución industrial de hacerse con el control del poder político, que necesitaban para garantizar la continuidad próspera de sus intereses económicos y sociales. Una vez abierto el camino, había que implicar en el proceso a la gran masa de población que habitaba las diversas regiones del continente, para lo que había que crear una conciencia de pertenencia a una determinada «nación». Por aquellas fechas el referente básico popular continuaba siendo la comunidad local en la que se vivía y de la que, muy a menudo, nunca se habían alejado.

Como el concepto de nación debía justificar la nueva entidad política estatal, había que crear unos mitos colectivos que sirviesen de referente común para todos sus ciudadanos. Teóricamente la idea de una «nación» tendía a identificarse con una lengua y una cultura determinadas, pero la heterogeneidad lingüística y cultural de los territorios integrantes de los nuevos estados demostraba la inviabilidad del principio (a final del siglo XVIII, en Francia, el más centralizado y homogéneo de los actuales grandes estados europeos, aún más de la mitad de la población no hablaba francés). Se tenía que buscar una alternativa mientras pasaban los años necesarios para que el rodillo uniformador de la escuela fuese imponiendo los nuevos estándares lingüísticos y culturales y, entretanto, era imprescindible una estructura mitológica nacional que diese cohesión y justificación al proyecto político. ¡Y dicha estructura la debía proporcionar la historia!

Esta función política asignada a la historia no era nueva. Ya hacía muchos siglos que había servido para loar las glorias de las dinastías reinantes y para hacer propaganda de las virtudes de los soberanos. Lo que cambiaba era el objeto de estudio, que ahora debía ser el «pueblo» o comunidad nacional, representado, eso sí, no por las masas de campesinos y menestrales, sino por sus personajes más ilustres. Este giro implicaba la necesidad de acumular fuentes históricas de procedencias diversas que proporcionasen los datos de los nuevos discursos históricos nacionales, motivo por el que fueron creados los archivos y bibliotecas centrales de los diferentes estados. El adjetivo «nacional» no falta nunca en el nombre de estas instituciones, y la razón deriva directamente de la función que se les asignaba: la transformación de lo que hasta entonces habían sido las memorias específicas de diferentes personas e instituciones en la memoria nacional de un pueblo.

De esta manera, desde los inicios del siglo XIX, los historiadores acotaron territorialmente sus estudios en función de las fronteras de los nuevos estados nacionales e, incluso cuando se debía ampliar el ámbito para incluir las «glorias» de los imperios de los siglos anteriores, la perspectiva era absolutamente metropolitana y esencialista. El empuje de la nueva dinámica era tan intenso que incluso los historiadores de las naciones «frustradas», es decir, de aquellas que no habían conseguido constituirse en estado independiente, se apuntaron y empezaron a hacer historia de los territorios que aspiraban a ver constituidos en estado algún día. La historia pasó a ser así una búsqueda y exaltación constante de «glorias nacionales» y todo lo que no era «glorioso» o que no acercaba al «pueblo» en cuestión quedaba en un lugar muy secundario. El precio que ha tenido que pagar el conocimiento histórico que tenemos las sociedades contemporáneas de aquellas que nos precedieron ha sido terriblemente alto, y es lo que pretendo demostrar en un caso que conozco mejor que otros por haberme dedicado específicamente a él: la cartografía náutica medieval.

 

«Como el concepto de nación tenía que justificar la nueva entidad política estatal, se tenían que crear unos mitos colectivos que sirvieran de referente común para todos sus ciudadanos»

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© Biblioteca Palatina. Parma. MS. Parm 1613.

Carta portulana de Batista Beccari, 1435.
  «Las cartas portulanas son unos mapas del mediterráneo y del atlántico noroccidental
que sorprenden por la verosimilitud de su diseño geográfico a escala y por la calidad y el lujo de su ornamentación»

La polémica sobre las cartas portulanas

Las cartas portulanas son unos mapas del Mediterráneo y del Atlántico noroccidental que sorprenden fuertemente al observador contemporáneo por la verosimilitud de su diseño geográfico a escala y, a menudo también, por la calidad y el lujo de su ornamentación. No es extraño, pues, que despertasen rápidamente el interés de aquellos investigadores insaciables de «glorias nacionales» de los que he estado hablando. Así, en 1844, el vizconde de Santarem presentaba su Atlas composé de mappemondes, de portulans et de cartes hydrographiques et historiques…; en 1871, G. Uzielli y P. Amat di San Filippo publicaban en Roma una obra titulada Studi bibliografici zulla storia della geografía in Italiano, que incluía un volumen con el título de Mappamondi, carte nautiche, portolani ed altri monumenti cartografici specialmente italiani dei secoli XIII-XVII yen París en 1883 presentaba L. Delisle la Choix de Documents Géographiques conservés à la Bibliothèque Nationale. Les siguieron muchos más y, de esta manera, los mal llamados «portulanos» empezaron a formar parte del repertorio de imágenes recogidas por las retinas de los eruditos de la época, que no necesitaron mucho tiempo en enterarse de que en toda la etapa medieval las únicas lenguas vulgares usadas para copiar la toponimia y las leyendas de las cartas portulanas habían sido el italiano y el catalán. Solo faltaba la chispa que encendiese la llama de la discusión sobre cuál de los dos había sido el pueblo inventor de aquellos mapas extraordinarios, y se presentó con la publicación en Estocolmo del Periplus de Nordenskiöld en 1897, que causó un gran impacto porque, sobre el fundamento de su cálculo de la unidad de longitud usada como base para la construcción de las cartas de navegar (que identifica con lo que él llama la «legua española»), el autor afirmaba que «I no longer hesitate to declare that the normal-portolano is a Catalan work». Esta frase hirió profundamente el orgullo de los historiadores italianos, convencidos, con razón, de la primacía itálica en la construcción de las cartas portuláneas. La consecuencia fue la publicación de un considerable número de trabajos excesivamente viciados por su orientación hacia la defensa numantina del origen itálico de la cartografía náutica medieval que obtuvieron una respuesta igualmente inmoderada de sus detractores.

Salvo alguna remarcable excepción que trató de mantener una imagen de conjunto, como los Die italianischen Portolane des Mittelalters de K. Kretschmer (Berlín, 1909) o los Monumenta Cartographica Africae et Aegypti de Youssouf Kamal (El Cairo, 1926-1952), la mayor parte de la producción se interesó sólo por las obras de un bando. Si se estudiaba las del otro era con la clara intención de demostrar que copiaban las «buenas» o que, por lo menos, no aportaban nada particularmente interesante. Se llegó a extremos tan absurdos como discutir el origen itálico o catalán de un autor a partir de la fonética de un apellido escrito con tinta desvanecida; y lo que es peor, se hacía sin haber estudiado en profundidad el patrón geográfico y toponímico de su autor, y sin percatarse que para la historia de la cartografía portulana importaba bien poco dónde hubiese nacido un maestro. Lo realmente fundamental era saber de dónde procedían los conocimientos que reflejaba en sus mapas y a quién los iba a transmitir. Aún bien entrada la segunda mitad del siglo XX, obras tan serias como La cartografía mallorquina de J. Rey Pastor y E. García Camarero (Madrid, 1960) pretendían avanzar en el conocimiento de las cartas «españolas» sin dedicar una raya al análisis de los ejemplares en lengua itálica. La consecuencia fue que hubo que esperar hasta los años ochenta para que una obra de conjunto hecha por un investigador británico ajeno a la lucha de bandos aportase un avance importante en la comprensión del fenómeno de los orígenes y difusión de la cartografía náutica respecto al hito marcado por el citado clásico de K. Kretschmer más de setenta años antes. El trabajo de Tony Campbell, «Portolan Charts from Thirteenth Century to 1500», demostró hasta qué punto podía resultar castrante la perspectiva miope de estudiar sólo la parte de la producción que se suponía itálica o catalana porque, como se podía esperar en un tipo de obras que viajaban cotidianamente a bordo de los barcos, las influencias entre los grandes centros productores fueron constantes y muy intensas.

Mi continuación de la línea campbelliana o globalista de investigación en la materia durante un buen puñado de años ha dado lugar a un extenso estudio, actualmente en prensa, que demostrará que toda la cartografía náutica medieval conservada hunde sus raíces en la producción del área toscanoligur de las postrimerías del siglo xiii y de los inicios del siglo xiv. Desde allí, un emigrante llamado Pietro Vesconte introduciría los patrones de hacer cartas de navegar en la ciudad de Venecia; y otro, Angelino Dulceti, los llevaría a la ciudad de Mallorca. Ambas ciudades pasaron a ser así, junto a Génova, los grandes núcleos de producción cartográfica mediterránea de la baja Edad Media (y no por casualidad, dado que en alguno de estos tres puertos anclaban repetidamente la práctica totalidad de las naves medievales que se dedicaban al comercio marítimo internacional). Sobre estos fundamentos fue evolucionando la cartografía portulánea en cada una de las tres ciudades, mezclando las aportaciones autóctonas con las influencias de las innovaciones que presentaban las cartas hechas en los otros dos centros productores que iban llegando a bordo de las naves que hacían escala allí. Así, en Venecia, los patrones vescontianos fueron actualizados toponímicamente en la segunda mitad del siglo xiv por los hermanos Pizzigano, que importaron también el patrón decorativo de las obras de modelo dulcetiano producidas en la isla de Mallorca. Posteriormente, en los años de la transición hacia el siglo xv, los viejos patrones genoveses fueron actualizados drásticamente por Francesco Beccari. Cartográficamente, homogeneizó la escala de la representación del área atlántica y corrigió la ubicación de algunas islas mediterráneas; toponímicamente, incorporó parte de las aportaciones venecianas de los Pizzigano y enriqueció considerablemente la toponimia del litoral de la Corona de Aragón a raíz de la estancia temporal que hizo en la ciudad de Barcelona; y ornamentalmente, Beccari reintrodujo el patrón iconográfico dulcetiano (ya en la versión propia del taller de Cresques Abraham) en la cartografía genovesa. La mayor parte de las mejoras que aportó fueron adoptadas rápidamente tanto en Venecia (F. Cesanis y G. Giroldi especialmente) como en Mallorca (G. Vallseca y P. Rossell). Sin embargo, en los años centrales del siglo XV, sobre la influencia beccariana, los mallorquines sobrepusieron la huella veneciana de las obras de Giroldi, en una última vuelta de esta madeja imparable.

   
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© Biblioteca Cívica e Guarnacciana de Volterra

Carta de Pere Rossell, datada el año 1447, que lleva por signatura «Carta Náutica 1».
  «El caso particular de la cartografía portulana sirve para ilustrar que los límites espaciales y temporales de nuestros estudios históricos deben venir fijados por el propio objeto de análisis»

Unos límites temporales y espaciales variables

El avance de una investigación que prescinde de los prejuicios nacionalistas con el afán de conseguir una visión más global del fenómeno ha demostrado así lo que los propios cartógrafos medievales ya proclamaban sin ningún tipo de prevención. Cuando Opicino de Canistris anunciaba su mappa maris navigabilis secundum Januenses et Maioricenses; y Francesco Beccari mencionaba la autoridad de los maestros Catalani, Veneti, Januenses quam alii qui cartas navigandi fecerunt temporibus retroactis, estaban reconociendo abiertamente este carácter mediterráneo y supranacional de la técnica cartográfica. Como ellos no necesitaban fabricar mitos nacionales que justificaran construcciones políticas, tampoco tenían problemas para reconocer lo que a todas luces era evidente.

Con este resumen apresurado, al que me fuerza la brevedad del artículo, sólo he pretendido poner de relieve lo negativa y empobrecedora que acaba siendo la aplicación de los apriorismos espaciales y temporales derivados de la organización política y de la estructuración académica del mundo contemporáneo al análisis histórico de las sociedades pasadas. Difícilmente se hubiese podido descubrir esta tupida telaraña de influencias recíprocas estudiando sólo las cartas escritas en lengua catalana o analizando sólo las obras más antiguas con un criterio de coleccionista. El caso particular de la cartografía portulana sirve así para ilustrar que, si aspiramos realmente a entender algo, los límites espaciales y temporales de nuestros estudios históricos deben venir fijados por el propio objeto de análisis. No pueden ser otros mayores o menores que los del área y la cronología de su existencia, y se deben reforzar con las torres de la contextualización en el resto de esferas del sistema social, económico y cultural que permitió desarrollarlos, porque nuestra hipótesis y teorías deberán encajar con todo lo que se conoce sobre el resto de ámbitos para que puedan resultar verosímiles. Los estudios con un microenfoque localista o regionalista pueden ser muy enriquecedores cuando se hacen como análisis microscópicos de un fenómeno o proceso general; con mucha facilidad acaban pasando a ser, sin embargo, más ruido que información (cuando no se degradan ya en pura verborrea chovinista y patriotera) por olvido o desconocimiento de los contextos en que se han de incardinar. Es necesaria, pues, mayor ambición y menos fragmentación en la orientación de las investigaciones si de verdad pretendemos escribir historia, entendiendo como tal aquel viejo género literario que reflexiona sobre el pasado con la intención manifiesta de hacer más entendedor el mundo en que vivimos.

BIBLIOGRAFÍA
Campbell, T., 1987. «Portolan charts from thirteenth century to 1500». In Harley, J. B. i D. Woodward (eds.). The history of cartography. Cartography in prehistoric, ancient and medieval Europe and the Mediterranean. Vol i. University Chicago Press. Chicago-Londres.
Canistris, O. de., 1334-1335. «Descriptio Eclesiasticae Hierarchiae». In Almagià, R., 1944-1955. Monumenta Cartographica Vaticana. Biblioteca Apostolica Vaticana. Ciutat del Vaticà.

Ramon J. Pujades i Bataller. Archivo de la Corona de Aragón, Barcelona.
© Mètode, Anuario 2008.

   
© Mètode 2011 - 53. Cartografía - Contenido disponible solo en versión digital. Primavera 2007

Archivo de la Corona de Aragón, Barcelona.