Ciencia, científicos y literatura

El papel de la literatura en la divulgación de la ciencia y la tecnología

doi: 10.7203/metode.82.3428

Arthur C Clarke

La presencia de la ciencia y la tecnología a través de sus ideas innovadoras y avances tecnológicos se ha visto reflejada en numerosas obras bien conocidas y representativas de la literatura universal. Este hecho se da, sobre todo, a partir del siglo XIX, cuando empieza el impacto social más notorio de la actividad científica en la sociedad. Con este artículo queremos mostrar que el debate entre las ciencias y las humanidades es estéril, ya que la infl uencia mutua de estas dos formas de pensamiento muestra que son igualmente humanas y se han infl uido constantemente, más aún cuanto más nos acercamos a la actualidad. En el artículo se mencionan innumerables ejemplos de novelas y narraciones influidas por nuevas ideas de la ciencia y también algún caso en que la creatividad literaria ha suministrado palabras para el vocabulario científico más original.

Palabras clave: ciencia y literatura, divulgación de la ciencia, ciencia-tecnología-sociedad (CTS).

Desde 1959 es un tópico referirse en el mundo occidental a la escisión de dos culturas (Snow, 1965), la de los humanistas y la de los científicos y técnicos, con problemas de comunicación entre ellas. Algunos, incluso, no consideran que esta última se pueda calificar de cultura y, por ello, también se habla de la incultura de los científicos. Otros lo atribuyen a la excesiva especialización de los mismos. Pero como veremos en este artículo, las grandes interacciones de la ciencia con la esfera cultural a lo largo de la historia (con la arquitectura, la religión, la filosofía de la Ilustración o la literatura) ponen de manifiesto que la ciencia es un elemento fundamental de la cultura (Solbes, 2002). Visto que hoy en día entendemos por ciencia una forma de pensamiento y razonamiento formal que tiene su origen prácticamente en el Renacimiento, mostraremos las relaciones de la ciencia y la literatura en esta época, y pasaremos a la ciencia contemporánea, que es donde estas relaciones se han desarrollado de manera más significativa. Eso hace que la ciencia esté presente en la literatura, con temas, personajes e, incluso, autores, lo cual, como veremos, permite utilizar esta literatura para la divulgación de la ciencia y de su contexto social.

«La presencia de la ciencia en la literatura nos permite utilizar esta literatura para la divulgación de la ciencia»

Ciencia y literatura moderna

En el Renacimiento y el Barroco empiezan a aparecer en la literatura personajes científicos, sobre todo médicos, cirujanos y boticarios, por su mayor número y por su papel en asuntos humanos como la enfermedad y la muerte (Solbes, 2002). El hecho de que las matemáticas y las ciencias fueran las glorias de la Ilustración se puede ver en la literatura de la época. Así, Jonathan Swift, en su obra los Viajes de Gulliver (1726), nos muestra en el tercer viaje una isla, Laputa, que se sostiene magnéticamente en el aire, habitada por hombres dedicados totalmente a las matemáticas y la música. Desde la isla volante es «fácil […] que cualquier príncipe ponga bajo su obediencia todo país situado debajo». Presagiaba así una ciencia, aliada natural del poder, para dominar a los seres humanos y la naturaleza. De peor estima gozan los científicos naturales que, en la Gran Academia de Lagado, se dedican a extraer los rayos solares de los pepinos y a transformar los excrementos humanos en comida, invirtiendo así los fenómenos de la naturaleza. Voltaire se inspira en ellos en su cuento Micromegas (1752), donde narra los viajes espaciales que llevan este gigante a la Tierra, lo que aprovecha para hacer una sátira de los humanos y un elogio de la ciencia, que parece ser lo único en que se pueden poner de acuerdo

Johann W. Goethe trató de realizar contribuciones a la ciencia. A partir de su filosofía natural escribió una teoría del color equivocada y realizó aportaciones interesantes a la morfología vegetal y humana. EnLas afinidades electivas (1809) se basa en la idea de que las pasiones humanas entre los protagonistas se escapan de toda previsión racional, igual que pasaba con las uniones y las separaciones químicas, como se creía en aquella época. Desde su vitalismo, Goethe opone la actividad química al reinado de las leyes mecánicas.

Jules Verne

Julio Verne intentó hacer la «novela de la ciencia», una novela que incluye avances científicos y técnicos, viajes y exploraciones, y el dominio de los elementos. En la imagen, portada de L’Algérie (1884), en la que se representa una caricatura de Julio Verne rodeado de algunas de las criaturas fantásticas de Veinte mil leguas de viaje submarino. / Imagen: L’Algérie/J. Chape

En los grandes clásicos de la novela del siglo XIX (Stendhal, Balzac, Dickens, Flaubert, Dostoievsky, Tolstoi, Galdós, Clarín, Oller) aparecen bien reflejadas la ascensión de la burguesía y la importancia del capital, pero la revolución industrial y el nacimiento del movimiento obrero merecen menor atención. Incluso Dickens, a pesar de que Inglaterra fue el primer país donde se desarrolló la revolución industrial, tan solo trata el tema en Tiempos difíciles (1854), en la que toma como escenario una ciudad industrial. En todas sus obras es muy crítico con los patrones, banqueros, políticos y jueces y perfectamente consciente de las dolorosas condiciones de vida de los obreros y otros marginados, pero piensa que la solución pasa por la caridad de los poderosos y no por la unión de los oprimidos. Hay que esperar algunos años, hasta que Zola escribaGerminal (1885), para que el industrialismo y los obreros tengan un papel protagonista. En esta novela describe la miseria física y moral de los mineros, las duras condiciones de trabajo en una mina, las diferentes posiciones dentro del movimiento obrero (socialistas, anarquistas), una huelga y la consiguiente y sangrante represión. Y si el industrialismo tarda tanto en aparecer en la literatura, habría que suponer que la ciencia, una realidad social más minoritaria, tuviese un impacto menor en la literatura. Pero no es así. Muy pronto surgen autores que presentan a químicos, inventores e ingenieros. Por ejemplo, el inventor David Sechard de Las ilusiones perdidas (1837-43) de Balzac o Pepe Rey, joven ingeniero que se enfrenta a las tradiciones de una ciudad episcopal con trágicas consecuencias enDoña Perfecta (1876) de Pérez Galdós.

Julio Verne va más allá e intentará hacer la «novela de la ciencia» (Navarro, 2005), es decir, una novela que incluya los logros científicos y técnicos, los viajes y las exploraciones y el dominio de los elementos (el aire y el agua). Por eso sus obras incluyen, con gran anticipación con respecto a su época, viajes (De la Tierra a la Luna, 1865), viajes bajo el mar (Veinte mil leguas de viaje submarino, 1870) o el dominio de la naturaleza por el hombre gracias a la ciencia y la técnica (La isla misteriosa, 1874). A partir de su obra Los quinientos millones de la Begun (1879) se percibe un cambio en su visión optimista de la ciencia, que pasa de ser una de las causas del progreso de la humanidad a convertirse en una actividad amenazante que puede emplearse para finalidades perversas, como la construcción de armamento y de ciudades-fábrica, que son una premonición del nazismo. Por ello esta obra fue prohibida por las autoridades alemanas. También el científico, héroe de sus obras anteriores, se transforma en el antihéroe perverso o loco, instrumento ciego del poder, que tanta influencia tendrá en la literatura y el cine posterior.

Herbert G. Wells, que estudió ciencias naturales en la Universidad de Londres con Thomas Huxley y se dedicó a enseñarlas de 1890 a 1893, se considera, junto a Verne, un iniciador de la literatura de ciencia ficción, con sus novelas La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), todas ellas adaptadas al cine.

Mary Shelley

Algunos han considerado Frankenstein (1818) de Mary Shelley como un precursor de la ciencia ficción. En esta obra el avance científico relacionado con la generación de vida es un monstruo que se rebela contra su creador. En la imagen, Mary Wollstonecraft Shelley pintada por Richard Rothwell en 1840 (Óleo sobre tabla, 61 x 73,7 cm). / Imagen: National Portrait Gallery, Londres

Recientemente, algunos han considerado Frankenstein (1818) de Mary Shelley como un precursor de la ciencia ficción. En esta obra el progreso científico relacionado con la generación de vida es un monstruo que se rebela contra su creador.

También influye la ciencia en la obra de Arthur Conan Doyle. Los métodos de investigación empleados por su creación literaria, el detective Sherlock Holmes, se basan en el método científico positivista que se le inculcó al autor en sus estudios de medicina. En palabras del propio Holmes en Estudio en escarlata (1887): «Soy aficionado tanto a la observación como a la deducción […]. Cuando se presenta un caso de mayor complejidad […] tengo que moverme para ver las cosas con mis propios ojos» […] «No dispongo aún de datos […] Es una equivocación colosal establecer teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio, porque así es como este se tuerce en un determinado sentido.»

Este período queda bien reflejado en las novelas históricas con temática científica, como la Trilogía de las revoluciones: Copérnico (1976), Kepler (1981) i La carta de Newton (1982)de John Banville; La medida del mundo (1997) de Denis Guedj; El amigo de Galileo (2006) de Isaia Iannaccone o Longitud (1995) i La hija de Galileo (2000) de Dava Sobel y, en el nuestro ámbito, Las confidencias del conde de Buffon (1997) de Martí Domínguez. También por Patrick O’Brian, que ha tenido bastante repercusión, por la adaptación cinematográfica de sus novelas, de la serie Aubrey-Maturin (1970-2004) de tema náutico, en las que se basa la adaptación del film Master and Commander (2003) del director Peter Weir. Ambientadas a principios del siglo XIX, estas novelas muestran las expediciones del HSM Surprise, comandadas por el oficial Jack Aubrey, acompañado por el médico, naturalista y espía Stephen Maturin. Estos personajes evocan la tarea que harían científicos como Charles Darwin, Alfred Wallace o Jorge Juan, que unió sus trabajos geográficos a tareas diplomáticas de carácter secreto.

Ciencia y literatura en el siglo XX

Ahora mostraremos cómo en el siglo XX han aumentado las interacciones de la ciencia con la cultura. Así, en las primeras décadas del siglo, que fueron un período revolucionario a todos los niveles (político, económico, artístico y científico) se produce una valoración de los nuevos progresos técnicos y científicos, procedentes de la segunda revolución industrial. Se valoran los efectos estéticos de la producción en serie (el diseño uniforme y la calidad en el acabado), los nuevos motores y turbinas y la aerodinámica de los vehículos que representa la culminación de una ingeniería refinada, exacta. Sin los nuevos materiales y tecnologías no habría sido posible construir símbolos de la modernidad como los rascacielos. Se contrapone la contaminación de la primera revolución industrial (humos y hollín) con la aparente limpieza de la segunda, que aún no había producido sus excesos automovilísticos, petroleros y químicos, entre otros (Solbes, 2002).

«Los métodos de investigación utilizados por Sherlock Holmes se basan en el método científico positivista»

Los primeros artistas de la civilización tecnológica son los futuristas (escuela que nace en 1909 con el manifiesto de Marinetti), que exaltan la velocidad, el deporte, la civilización mecánica y las conquistas de la técnica, la máquina, el avión, la electricidad o los productos manufacturados. Uno de sus principales manifestantes fue el soviético Mayakovsky.

En este contexto, la teoría de la relatividad, presentada en la prensa como la teoría revolucionaria por excelencia, ejerció un gran impacto tanto en científicos como en artistas, literatos y filósofos. La relatividad tuvo evidentes implicaciones en la percepción del espacio y del tiempo, que influyeron en la pintura (por ejemplo, en la pluralidad de perspectivas del cubismo o en los dibujos de Escher) o en la arquitectura racionalista y funcional de la Bauhaus. En literatura las influencias de la nueva visión del espacio y tiempo se manifiestan en la narración de historias desde diferentes puntos de vista o en la utilización del tiempo lento en la narrativa por autores como Virginia Wolf, William Faulkner, James Joyce o Thomas Mann. Incluso aparecen reflexiones sobre el tiempo en novelas como La montaña mágica (1924) de Mann o sobre las cuatro dimensiones en la tetralogía El cuarteto de Alejandría (1957-60) de Lawrence Durrell. EEn el caso de James Joyce, sus obras más emblemáticas juegan con un tiempo narrativo muy especial. Así se puede ver en Ulises (1922), donde el autor hace un uso del tiempo bastante característico, ya que sus cerca de mil páginas, que en otros estilos literarios darían para contar una extensa historia a lo largo de muchos años, Joyce las desarrolla en solo 24 horas, un día en la vida del protagonista Leopold Bloom recorriendo la ciudad de Dublín. Pero donde se hace una utilización del tiempo de una forma más original es en su última obra: Finnegan’s Wake (1939). Se trata de una obra que puede ser considerada desde una broma pesada para la mayoría de lectores hasta una obra maestra irrepetible y prácticamente imposible de traducir. En esta obra el tiempo es cíclico, lo que ya se hace patente al principio de leerla, puesto que la primera es una frase ya empezada que continúa las palabras con las que acaba el libro. Esta obra, además, contiene una curiosa aportación al vocabulario científico, ya que, según dice Murray Gell-Mann, él propuso la palabra quarkpara designar los componentes internos de los hadrones a partir de una de las numerosas frases enigmáticas que contiene la obra: «Three quarks for Muster Mark!».

«En el siglo XX han aumentado las interacciones de la ciencia con la cultura»

Además, algunos científicos han realizado importantes contribuciones al arte, especialmente la literatura. Y eso no se limita a los médicos, como sucedía en el siglo XIX (Chéjov, Doyle), sino a químicos como Snow, que introdujo la idea de las dos culturas, o a Primo Levi, que en su libroSi esto es un hombre (1956) pone de manifiesto el horror de los campos de concentración nazis y cómo consigue sobrevivir gracias a sus conocimientos químicos. El físico Aleksandr Solzhenitsyn, premio Nobel de Literatura, mostró en su libro El primer círculo (1968) cómo científicos e ingenieros, prisioneros en campos de concentración, eran obligados a investigar para el KGB de la URSS. El ingeniero Vassili Grossman, en Vida y destino (1959), desarrolla la Guerra y paz del siglo XX y, entre muchas historias de la II Guerra Mundial, nos narra las dificultades de la vida de un físico bajo la dictadura de Stalin.

En nuestro ámbito cultural no podemos olvidar al físico Ernesto Sábato, que en su primer libro,El Uno y el Universo (1945), critica la aparente neutralidad moral de la ciencia y los procesos de deshumanización en las sociedades tecnológicas, el ingeniero Juan Benet, con sus científicas descripciones geográficas en Volverás a región (1967) o varios médicos: Pío Baroja (Fuster, 2013), que en obras como Aventuras, inventos y mistificaciones de Silvestre Paradox (1901), La dama errante (1908)o El árbol de la ciencia (1911) contrapone la retórica, que da éxitos en España en la Restauración, con el espíritu científico; Llorenç Villalonga, que muestra en su primera y única incursión en la ciencia ficción, Andrea Victrix (1973), las limitaciones del industrialismo, o Luis Martín Santos, que en Tiempo de silencio (1961) pone de manifiesto las difíciles condiciones del trabajo científico durante el franquismo.

Pero no es necesario ser científico para escribir libros interesantes donde la ciencia y los científicos representan un papel relevante. Recordemos, por ejemplo, a Marguerite Yourcenar, que, en su maravillosa Opus Nigrum (1968) nos presenta las dificultades y persecuciones de los científicos en el siglo XVI; o Umberto Eco, que, en El nombre de la rosa (1980), nos presenta la ciencia medieval y las ideas de Roger Bacon; o Michel Houellebecq en Las partículas elementales (1998), donde uno de los protagonistas es un físico que cambia de campo de investigación para dedicarse a la genética, como hizo Francis Crick. Jorge Volpi, en En busca de Klingsor (1999), nos presenta con una sorprendente capacidad divulgativa la física y los físicos cuánticos y nucleares de Alemania en la época de Hitler y en No será la tierra (2006) se tratan temas como la guerra bacteriológica, la inteligencia artificial y el Proyecto Genoma Humano. Por último, Ian McEwan tiene muy presente a la ciencia en sus novelas (Duran, 2013). Este autor publicó Amor perdurable obra que muestra la confrontación entre el científico racionalista y la mujer de letras. Volverá a recurrir a la ciencia en Sábado (2005), que narra un día en la vida de un neurocirujano, con el trasfondo de las protestas contra la guerra de Iraq en febrero de 2003. Su novela Solar (2010) trata de un premio Nobel de Física, inicialmente escéptico con respecto al cambio climático, que, gracias a un sistema para producir energía limpia, ve una forma de volver a primer plano, hacer conquistas entre el sexo femenino y obtener unos suculentos beneficios económicos.

La ciencia no solo ha contribuido con autores, sino también con temas, como el de la responsabilidad moral de los científicos (en la física nuclear ya se planteó el tema, cuyo eco resuena en los actuales debates sobre ingeniería genética), con obras como La vida de Galileo (1939) de Bertolt Brecht o Los físicos (1962) de Friedrich Dürrenmatt, o la utilización de las ciencias y tecnologías en la sociedad del futuro, como las contrautópicas Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1949) de George Orwell o Farenheit 451 (1943) de Ray Bradbury.

Carl Sagan

Muchos de los autores de ciencia ficción han sido científicos en ejercicio o de formación, como Carl Sagan, catedrático de Astronomía y Ciencias del Espacio. En novelas como Contact, nos muestra las dificultades a las que se enfrentan las mujeres científicas. / Imagen: The Seth MacFarlane Collection of the Carl Sagan and Ann Druyan Archive

Contribuyó, asimismo, al establecimiento de un género literario, las novelas de ciencia ficción. Muchos de sus mejores autores han sido y son científicos en ejercicio, como Fred Hoyle, Gregory Benford, Carl Sagan, o de formación, como Isaac Asimov, Robert A. Heinlein, Arthur C. Clarke o Michael Crichton . En concreto, Hoyle, director del Instituto de Astronomía de Cambridge, predijo la existencia de unos niveles de energía de los átomos de carbono que permiten explicar la nucleosíntesis estelar y fue coautor del modelo de universo estacionario. Benford es profesor de astrofísica en la Universidad de California, Irvine, y miembro del Consejo Científico de consultores de la NASA. Sagan fue catedrático de Astronomía y Ciencias del Espacio y director del Laboratorio de Estudios Planetarios de la Universidad Cornell. Clarke estudió matemáticas y física en el King’s College de Londres y sirvió en la Royal Air Force, donde participó en el desarrollo de un sistema de defensa por radar. En el artículo «Extra-terrestrial Relays» pone las bases de los satélites geostacionarios. Asimov, Heinlein y Crichton siguieron estudios respectivamente de bioquímico, ingeniero mecánico y médico. A su vez estos han enriquecido el género con nuevas ideas, que no estaban presentes en los precursores Verne y Wells, como los robots, la colonización de la Luna, en La luna es una amante cruel (1966) de Heinlein, del Marte rojo (1992) de Robinson; del sistema solar en la serie Odisea en el espacio (1968-1996) de Clarke; y de la galaxia en La trilogía de las fundaciones (1951-53), de Asimov; la ecología planetaria en Dune (1966), de Frank Herbert; o los peligros de las biotecnologías y la ingeniería genética en La amenaza de Andrómeda (1969) o Parque Jurásico (1990) de Crichton. Hay autores de ciencia ficción que describen la vida de científicos de una forma muy real, como Ursula K. Le Guin en Los desposeídos(1974), donde se muestran los problemas de un físico que plantea una teoría revolucionaria; Benford, en Cronopaisaje (1980), donde hay científicos concentrados en las subvenciones y en la resonancia periodística, en vez de hacerlo en la experimentación, y otros enfrentados con la burocracia; Asimov, enLos propios dioses (1972), presenta los obstáculos que encuentran jóvenes científicos enfrentados con científicos poderosos y Sagan, en Contacto (1985), muestra las dificultades de las mujeres científicas.

«No es necesario ser científico para escribir libros donde la ciencia represente un papel relevante»

Conclusiones

En nuestro país es frecuente hablar de ciencia y de cultura como si de dos cosas diferentes se tratara y se puede presumir de culto sin poseer un conocimiento suficiente de los avances científicos y tecnológicos de los que depende nuestra vida cotidiana. Tiene interés ver la gran diferencia de criterios con que se juzga la incultura científica con respecto a otros ámbitos en las noticias de prensa, por ejemplo. Hay una gran preocupación por no incurrir en errores ortográficos o de vocabulario, con lo que, evidentemente, estamos de acuerdo. Las merecidas reacciones airadas que suele haber cuando estos aparecen no se muestran en la misma intensidad cuando se trata de errores científicos. Eso permite que se escriban disparates como, por ejemplo, «elementos químicos como los óxidos de nitrógeno» (Fernández-Rañada, 1995; Elías, 2008). Quizá habría que preguntarse si los conocimientos científicos no se tienen por más inaccesibles y, por tanto, susceptibles de ser en gran parte ignorados por la población de una cultura, digamos, de nivel medio, sin que ello se considere grave.

Por eso hemos querido reflexionar sobre cuál podría ser la mejor manera de abandonar esta disparidad de criterios a la hora de considerar los conocimientos generales que debería tener toda persona culta procedentes de los diferentes campos del pensamiento humano y hemos visto ejemplos que ayudan a unir la producción literaria y el pensamiento científico. A tal efecto hemos mostrado toda una serie de novelas (y alguna obra de teatro) de diferentes autores que pueden contribuir a superar el debate de las dos culturas aludido por Snow. Por otra parte, la lectura de los libros presentados en este artículo puede contribuir a acercar ideas y conceptos de las ciencias a los estudiantes y al público en general. Algunos, como En busca de Klingsor de Volpi, incluso pueden divulgar ideas de cuántica o de teoría de juegos a los estudiantes de ciencias. Pero no solo los conceptos de la ciencia, algunos también muestran la forma en la que trabajan los científicos, el llamado método científico. Y la mayor parte de la literatura aquí mencionada puede contribuir a transmitir el aspecto humano de la ciencia, el contexto histórico y social en el que se desarrollan las ciencias o la situación del científico en una sociedad determinada. Nos enseñan tanto sobre la situación de la ciencia en la España de la restauración y el franquismo o de la URSS bajo el estalinismo los libros de Baroja, Martín Santos o Grossman aquí mencionados como los tratados de historia y sociología de la ciencia. Por eso no es extraño que muchos científicos y profesores de ciencias señalen que ha contribuido más a desarrollar su elección profesional la lectura de autores como Verne, Asimov y otros que la enseñanza escolar de las ciencias.

También recientemente se ha mostrado que la literatura permite a sus lectores meterse en la piel de los personajes, abrir su mente a otras experiencias y puntos de vista, lo cual es positivo para su teoría de la mente, es decir, para la capacidad de ponerse en el lugar del otro (Kidd y Castano, 2013). Y el efecto es mayor en aquellos que leen literatura que en los que leen ficción popular (ciencia ficción, novela romántica), no ficción o nada en absoluto. Pero cualquier literatura de calidad, como la mayoría de los libros aquí mencionados, con personajes con densidad humana, lo permite. La mala literatura, con personajes superficiales, no. Y aunque Kidd y Castano (2013) consideran la ciencia ficción La mano izquierda de la oscuridad (1969) de Le Guin o Los propios diosesde Asimov, escritas con gran empatía. Además, la ciencia ficción puede aportar una visión del futuro de la humanidad y del papel que la ciencia y los científicos tendrán en él, una visión que no aporta ningún otro tipo de ficción literaria (Petit y Solbes, 2012).

En resumen, la conexión entre estos mundos del saber tendría que hacer posible la integración de las ciencias en la cultura global, que aparece así como un elemento fundamental de cultura. Y por otra parte la literatura que introduce la ciencia y los científicos puede contribuir a difundir las principales aportaciones de la ciencia y sus relaciones con la vida cotidiana entre todos aquellos que quieran disfrutar de su lectura.

Referencias

Duran, X., 2013. «Las dos culturas: un debate novelado». Mètode, 79: 11-16.

Elías, C., 2008. La ciencia estrangulada. Debate. Barcelona.

Fernández-Rañada, A., 1995. Los muchos rostros de la ciencia. Ediciones Nobel. Oviedo.

Fuster, F., 2013. «Baroja y la ciencia». Mètode, 78: 34-40.

Kidd, D. C. y E. Castano, 2013. «Reading Literary Fiction Improves Theory of Mind». Science, 342(6156): 377-380. doi: 10.1126/science.1239918

Navarro, J., 2005. Somnis de ciència. Bromera/PUV. Alzira/València.

Petit, M.F. i J. Solbes, 2012. «La ciencia ficción y la enseñanza de las ciencias». Enseñanza de las ciencias, 30(2): 69-86. Disponible en: http://ddd.uab.cat/record/90968?ln=es

Snow, C. P., 1965. Les dues cultures i la revolució científica. Edicions 62. Barcelona.

Solbes, J., 2002. Les empremtes de la ciència. Ciència, Tecnologia, Societat: Unes relacions controvertides. Germania. Alzira.

© Mètode 2014 - 82. Encuentros - Verano 2014
Doctor en Física y catedrático de universidad de Didáctica de las Ciencias Experimentales de la Universitat de València (España). Investiga en didáctica de la física, en formación del profesorado de ciencias y en pensamiento crítico y cuestiones sociocientíficas en la educación científica.

Profesor asociado del departamento de Didáctica de las Cien­cias. Universitat de València.