Ciencia e ideología

El caso de la física en la Alemania nazi

RESUMEN
La ciencia no está «por encima» de la política y la ética: es intrínsecamente política y plantea problemas éticos de manera constante. Las consecuencias de esquivar estas cuestiones quedaron particularmente claras con la postura de los científicos que trabajaron para la Alemania nazi durante las décadas de 1930 y 1940. La acusación en 2006 de que el físico holandés Peter Debye era un oportunista que colaboró con los nazis reabrió el debate sobre la conducta de los físicos en aquel momento. En este artículo se considera lo que aquellos hechos nos pueden decir sobre la relación entre la ciencia y la política hoy en día. Se defiende que insistir en que la ciencia es un examen abstracto y apolítico de la naturaleza es un mito que puede comprometerla moralmente y hacerla vulnerable a la manipulación política.

Palabras clave: nazismo, físicos alemanes, ciencia y política, Peter Debye.

A menudo se dice que la ciencia debe estar libre de cualquier ideología. Los científicos deberían perseguir un conocimiento independiente de las preocupaciones sociopolíticas inmediatas y no permitir que las opiniones políticas marquen su trabajo. Muchos científicos creen en el siguiente corolario: cuando la ciencia sufre interferencias políticas, queda cuestionada, incluso condenada. Pero ninguna de estas cosas es necesariamente cierta.

«Cuando la ciencia se enfrenta a valores sociales y religiosos profundamente arraigados, no está ni mucho menos claro que se pueda alcanzar un consenso, ni siquiera un acuerdo»

En un análisis de 1969 sobre la respuesta científica a la política de la época, el historiador Joseph Haberer concluyó que «una idealización de la ciencia como forma de actividad superior sigue estando arraigada en la conciencia científica contemporánea» (Haberer, 1969). Según este autor, la creencia de que la ciencia debería de algún modo estar «por encima» de la política ha sido evidente al menos desde la aparición de la ciencia moderna en el siglo xvii. Se podría decir que sigue siendo común hoy en día.

Los científicos suelen argumentar que es pedirles demasiado que sean capaces de hacer juicios morales, éticos y políticos, además de técnicos. ¿Y cómo pueden saber cómo se aplicará su trabajo? ¿Cómo pueden asegurarse de que solo se utilizará con fines positivos? Si se les hiciera responsables de tales aplicaciones, tendrían que perder todo su tiempo con la burocracia o someterse a toda clase de regulaciones o restricciones, por no mencionar que serían vulnerables desde el punto de vista legal.

Pero, aunque es cierto que los científicos no tienen una capacidad moral especial, esta afirmación es en cierto modo autocomplaciente. La formación científica rara vez incorpora una dimensión ética. Incluso cuando sí la tiene, se tiende a poner énfasis en los códigos de conducta profesional: temas como la propiedad intelectual, las citas, el tratamiento del personal, los conflictos de interés y la denuncia de irregularidades. Sin embargo, también existen responsabilidades más amplias, como mostró el desarrollo de armas nucleares durante la Segunda Guerra Mundial que hizo evidente el poder transformador, por no decir destructivo, que podía tener una nueva tecnología en términos sociales y políticos.

Gracias a innovaciones como la ingeniería genética y la nanotecnología, hoy existe una mayor consciencia de que la tecnología plantea cuestiones sociales y éticas que hay que debatir dentro y fuera de la comunidad científica, en paralelo al desarrollo técnico. Sin embargo, esto no ha facilitado necesariamente que los científicos se acerquen más a estos temas, más allá de ofrecer asesoramiento técnico. Una respuesta común es reconocer que son cuestiones importantes y al mismo tiempo insistir en que la decisión la deben tomar «otros», o la «sociedad».

No obstante, el Proyecto Manhattan y la consiguiente carrera nuclear tuvieron un papel clave para que los científicos comenzaran a reconocer una responsabilidad más amplia, como también ocurrió con otros episodios posteriores, entre ellos el expolio medioambiental y el cambio climático, la talidomida, la relación entre el tabaquismo y el cáncer, la ingeniería genética, Chernóbil, el sida, la investigación con embriones y la biología sintética. Sería injusto insinuar que la ciencia sigue insistiendo en hacer gala de pureza abstracta y de situarse al margen de la moral y la política.

En 1975 se dio un paso importante en el reconocimiento de los deberes éticos del científico, cuando muchos biólogos destacados se reunieron en el Asilomar Conference Center de Monterrey, en California, para discutir las implicaciones de las nuevas técnicas de ingeniería genética, es decir, cómo eliminar o insertar genes en el ADN. Ahora estos métodos son una de las líneas de trabajo dominantes en la biología molecular, un campo fundamental no solo para crear organismos genéticamente modificados para la investigación, la agricultura y la ganadería, sino también para crear nuevas formas de medicina (terapias genéticas), clonación y perfiles genómicos. Como dijo uno de los asistentes, el bioquímico y premio Nobel Paul Berg: «viéndola en retrospectiva, esta conferencia tan extraordinaria marcó el comienzo de una era excepcional para la ciencia y para el debate público sobre la política científica.» (Berg, 1980).

Aunque Asilomar demostró que existía una disposición a considerar las consecuencias y a aceptar conclusiones incómodas, Berg duda de si el mismo enfoque funcionará en la actualidad para algunas de las cuestiones éticas que plantean la genética y la investigación biomédica, como la investigación con embriones o la tecnología de células madre. Una cosa es evaluar los riesgos objetivos para la salud, aunque incluso esto es difícil cuando uno se enfrenta a consecuencias desconocidas y a los caprichos de la percepción pública del riesgo, y otra muy distinta es cuando la ciencia se enfrenta a valores sociales y religiosos profundamente arraigados y no está ni mucho menos claro que se pueda alcanzar un consenso, ni siquiera un acuerdo. La sociedad debe encontrar la forma de acomodar puntos de vista irreconciliables.

Mucho ha cambiado todo desde que Haberer emitiera su juicio incriminatorio sobre la visión política y moral de las comunidades científicas de hace cuatro décadas, como por ejemplo una consciencia cada vez mayor de que la ciencia cumple un papel central en la solución de crisis globales como el cambio medioambiental y las epidemias. Pero muchos científicos todavía se aferran al santo y seña de que su materia es «apolítica» y que busca la verdad libre de mácula de los asuntos mundanos. Cuando el estado se inmiscuye e interfiere en la ciencia, los científicos continúan debatiéndose para encontrar medios de resistencia eficaces. Aunque no se puede esperar que los científicos sean más valientes o más astutos en cuestiones de ética que cualquier otro sector de la población, la ciencia puede y debe organizarse como comunidad para maximizar su habilidad para actuar de forma colectiva, en términos éticos y –si es necesario– políticos. Dicho objetivo tendría que incluir un reconocimiento más explícito de la naturaleza política de la ciencia en sí misma. La práctica de la ciencia, dijo Haberer, «está llena de problemas que requieren tanto modos de pensamiento como herramientas políticas.» (Haberer, 1969).

LA FÍSICA EN EL RÉGIMEN DE HITLER

Las consecuencias de la falta de compromiso político y de reflexión ética quedaron dolorosamente claras en Alemania poco antes y durante el régimen nazi (1933-1945) (Ball, 2014; Macra­kis, 1993; Walker, 1995). La opinión más común es que la mayoría de los científicos alemanes apretaba los dientes y seguía investigando lo mejor que podía en circunstancias comprometidas. Algunos han sugerido incluso que los físicos alemanes se resistieron activamente a colaborar con el gobierno dando largas o falseando sus cálculos para asegurarse de que Hitler no consiguiera armas de destrucción masiva (Powers, 2000).

«El ejemplo de los físicos de la Alemania nazi contiene mensajes sobre la conducta y responsabilidades de los científicos que siguen estando vigentes en la actualidad»

Esta historia es en gran parte un mito. En cierta medida parece que se ha perpetuado porque encaja con lo que a muchos científicos les gustaría creer sobre su profesión. Pero si el mito también continúa vigente se debe a un intento consciente de salvar la reputación de los físicos alemanes (Rammer, 2012) aplicando lo que el historiador Dieter Hoffmann ha llamado «fórmula de exoneración» (Hoffmann, 2005).

El debate sobre cómo deberíamos juzgar la respuesta de la comunidad de físicos alemanes al gobierno nazi sigue activo. Lo reavivó en 1998 la obra de teatro Copenhague, de Michael Frayn, que examinaba las discusiones entre Werner Heisenberg, embajador cultural del estado alemán, y su antiguo mentor, Niels Bohr, en la Dinamarca ocupada por los nazis en 1943. / Teatro Nacional de Cataluña

El debate sobre cómo deberíamos juzgar la respuesta de la comunidad de físicos alemanes al gobierno nazi sigue activo. Lo reavivó en 1998 la obra de teatro Copenhague, de Michael Frayn, que examinaba las discusiones entre Werner Heisenberg, embajador cultural del estado alemán, y su antiguo mentor Niels Bohr en la Dinamarca ocupada por los nazis en 1943. La controversia también se inflamó en 2006 tras la publicación de un libro en el que se acusaba al físico holandés y ganador del premio Nobel Peter Debye de colaboración con el régimen nazi (Rispens, 2006). Dicha acusación provocó la retirada temporal de un premio científico y del nombre de Debye de un instituto de una universidad holandesa (Eickhoff, 2008).

¿Realmente se opusieron estos científicos a la política totalitaria y antisemita de los nacionalsocialistas alemanes? ¿O bien se adaptaron al régimen? ¿Se encontraba la ciencia secuestrada y debilitada por los nacionalsocialistas? Estas cuestiones no se resolverán intentando dividir a los físicos alemanes entre «buenos» y «malos». Era imposible continuar en la Alemania nazi sin transigir en cierta medida y la inmensa mayoría de los científicos quedó en una zona gris entre la complicidad y la resistencia. En lugar de intentar condenarlos o exonerarlos individualmente desde la comodidad de la distancia histórica, es más útil considerar cómo actuó la comunidad científica en su conjunto ante unas circunstancias tan extremas.

Precisamente porque fueron extremas, debemos tener cuidado al extraer conclusiones con respecto a la forma en que la ciencia responde a su contexto político. Sin embargo, estamos obligados a buscar esta clase de generalizaciones si queremos aprender del pasado. En muchos sentidos, la enormidad de la situación no hizo más que poner el foco de atención en tendencias que ya existían en la comunidad científica –algunas de ellas compartidas con la sociedad alemana en su conjunto, otras posiblemente exclusivas de la ciencia–. Y aunque el mundo ha cambiado en las últimas ocho décadas, hay razones para creer que el ejemplo de los físicos de la Alemania nazi contiene mensajes sobre la conducta y responsabilidades de los científicos que siguen siendo relevantes en la actualidad.

FÍSICA ARIA Y EXPULSIONES

El antisemitismo había infectado Alemania mucho antes de la época nazi. En física ganó relevancia con Philipp Lenard, que obtuvo el premio Nobel en 1905 por sus estudios sobre los rayos catódicos. En conexión con este trabajo, Lenard investigó el efecto fotoeléctrico –la expulsión de electrones de metales irradiados con luz ultravioleta– y cuando Einstein explicó en 1905 varios aspectos del efecto en relación con la hipótesis cuántica de Max Planck, Lenard sintió que le habían robado sus descubrimientos. Su resentimiento creció cuando aquel trabajo le dio a Einstein el premio Nobel de Física en 1921. Lenard carecía de los conocimientos matemáticos necesarios para enfrentarse a la relatividad y la teoría cuántica, de las cuales Einstein fue pionero, por lo que decidió que eran incorrectas y que su fama y aceptación general eran el resultado de una conspiración judía (Beyerchen, 1977).

«Era imposible seguir en la Alemania nazi sin transigir
en cierta medida y la inmensa mayoría de los científicos quedó en una zona gris entre la complicidad y la resistencia»

Lenard no era el único científico influyente que atacó a Einstein en términos antisemitas. El ganador del premio Nobel de Física de 1919, Johannes Stark fue otro experimentalista confundido e indignado por la complejidad matemática que había invadido recientemente el campo de la física. Al igual que Lenard, era un nacionalista extremista y sus opiniones de derechas se exacerbaron tras la Primera Guerra Mundial, así que ambos encontraron una causa común. En mayo de 1924 escribieron un artículo llamado «El espíritu y la ciencia de Hitler», apoyando al líder nazi (­Mosse, 1966). Lenard y Stark defendían una «física aria» (Deutsche physik), con la que querían reemplazar la decadente «física judía» de Einstein y sus seguidores.

Adolf Hitler fue nombrado canciller del Reich a finales de enero de 1933. Rápidamente, Alemania se convirtió en una dictadura y Hitler suprimió libertades civiles e impuso la censura de la prensa. En marzo los nazis aprobaron la Ley Habilitante, que le daba poder a Hitler para legislar sin el consentimiento del Reichstag e incluso para saltarse la constitución. Le siguió en abril la Ley de Servicio Civil, que expulsaba a los judíos y a los opositores políticos de posiciones de poder e influencia.

En la Alemania de la década de 1930 se discutía lo que se conocía como la «cuestión judía» en términos de derechos humanos básicos, no como algo que debía importar a los académicos. Uno podía condenar el mal trato que recibían los judíos –y muchos lo hacían– sin sentirse en la obligación de actuar o discutirlo públicamente como profesional.

Max Planck era el president de la Societat Kàiser Wilhelm, que administrava institucions clau de la ciència alemanya. Quan l’abril de 1933 es va conèixer la notícia sobre la Llei de Servei Civil –que expulsava els jueus i els opositors polítics de centres de poder i influència–, Planck feia vacances a Sicília i no va creure necessari tornar i afrontar les conseqüències. No va ser per indiferència, es tractava més aviat d’una greu subestimació de la naturalesa del programa nacionalsocialista. En la imatge, Max Planck el 1936. / Arxius de la Societat Max Planck, Berlín-Dahlem

Por lo tanto no hubo dimisiones importantes entre los físicos que no se vieron directamente afectados por las nuevas leyes. Se preguntaban qué se conseguía dimitiendo y concluían que solo serviría para debilitar todavía más la física alemana. Las pocas veces en que algunos científicos alemanes se atrevieron a expresar su preocupación con respecto a las expulsiones de judíos, siempre lo hicieron en relación al daño que causaban a la ciencia alemana, sin cuestionar la moralidad de las leyes. Muchos pensaban que los aspectos más radicales del gobierno nazi se acabarían suavizando, o que Hitler pronto perdería el poder. Guardar silencio y capear el temporal parecía la mejor estrategia. Max Planck, presidente de la Sociedad Káiser Wilhelm que administraba instituciones clave de la ciencia alemana, estaba de vacaciones en Sicilia cuando se conoció la noticia sobre la Ley de Servicio Civil, y no creyó necesario regresar y lidiar con las consecuencias. No fue por indiferencia, se trataba más bien de una grave subestimación de la naturaleza del programa nacionalsocialista.

A Planck lo habían educado en la absoluta obediencia al estado y no sabía qué hacer cuando resultaba que el estado era corrupto. Su postura es más trágica que merecedora de desprecio (Heilbron, 2000).

Tras la elección de Hitler, Stark se convirtió en presidente del prestigioso Instituto Imperial de Física y Tecnología en Berlín. Anunció que el Instituto se haría cargo en adelante de todas las publicaciones científicas alemanas. Promovió el «principio del Führer» que los nazis querían que se aplicara en todas las áreas de la vida y expulsó a todos los judíos del comité consultivo. Pero Stark y Lenard estaban molestos porque sus colegas parecían aceptar el nuevo régimen demasiado despacio; consideraban que la Sociedad Káiser Wilhelm en particular era vergonzosamente laxa en la expulsión de sus miembros judíos. Y, en efecto, la organización buscó formas de resistirse a la interferencia política. Cuando Max Planck se retiró como presidente en 1936 después de su segundo mandato, el claustro eligió como su sucesor al industrial ganador del premio Nobel de Química Carl Bosch, a quien se suponía más inmune a la presión política por no pertenecer al mundo académico. Pero el Ministerio de Educación del Reich nombró al oficial nazi Ernst Telschow secretario de la Sociedad Káiser Wilhelm, y aunque no se puede afirmar que se nazificara en el periodo anterior a la guerra, tampoco ejerció ninguna resistencia efectiva a los deseos del gobierno. En 1937, expulsó a los judíos que todavía quedaban.

LOS JUDÍOS BLANCOS DE LA FÍSICA

Uno de los físicos más afectados por la Deutsche physik fue Werner Heisenberg. Stark le guardaba rencor desde que rechazó asistir a un acto de la Liga de Profesores Nacionalsocialistas en Leipzig en noviembre de 1933. Más tarde, en una reunión de la Sociedad de Científicos y Médicos Alemanes en Hannover en septiembre de 1934, Heisenberg defendió la teoría cuántica y de la relatividad de las acusaciones de Stark, que opinaba que eran especulativas. Heisenberg incluso mencionó a Einstein, lo que le costó una reprimenda oficial.

En un discurso pronunciado en Heidelberg en diciembre de 1935, Stark llamó a Heisenberg «espíritu del espíritu de Einstein» (Cassidy, 2009). Este discurso se publicó en el número de enero del periódico mensual del partido, Nationalsozialistische Monatshefte. El siguiente mes de julio Stark publicó en la revista de las SS Das Schwarze Korps un libelo contra Heisenberg y otros físicos como Planck y Sommerfeld, que formaban parte de la «conspiración judía» de la física aunque no fuesen judíos. Esta gente, decía, eran «judíos blancos»: una denominación calculada para convertirlos en objetivo de la misma persecución a la que estaban sometidos los judíos.

Después de la guerra, Werner Heisenberg se presentó como un opositor encubierto a los nazis. Insistió en que su inacción y acomodo durante la época nazi era, de hecho, la única forma de «oposición activa» que podía servir de algo. En la fotografía, Werner Heisenberg en 1927. / Archivos de la Sociedad Max Planck, Berlín-Dahlem

Desesperado por mantener su buen nombre en la Alemania nazi, Heisenberg apeló directamente a Heinrich Himmler para salvar su «honor». Himmler ordenó que se investigara a Heisenberg, y la Gestapo y las SS realizaron escuchas en su casa, introdujeron espías en sus clases y lo interrogaron en varias ocasiones. Este agotador y aterrador proceso acabó con un informe que exoneraba a Heisenberg y lo definía como un científico apolítico que era esencialmente favorable al nacionalsocialismo y un buen patriota. En julio de 1938, Himmler escribió al fin a Heisenberg para decirle: «No apruebo el ataque de Das Schwarze Korps en su artículo y he prohibido cualquier ataque contra usted en lo sucesivo» ­(Cassidy, 2009). Sin embargo, también aconsejó a Heisenberg no mencionar a Einstein en lo sucesivo. Heisenberg obedeció: en un artículo publicado en un boletín nazi en 1943 reconoció los descubrimientos de Einstein sugiriendo al mismo tiempo que se habrían producido de todos modos.

David Cassidy, biógrafo de Heisenberg, explica que este llegó a sentir que la reputación de toda la física alemana recaía sobre él. «Entre los delirios de grandeza y el deseo de justificar su permanencia en Alemania», escribe, «el caso es que fue comprometiéndose y congraciándose cada vez más con el régimen» (Cassidy, 2009). Heisenberg quiso mantener su especialidad apartada de los dilemas morales, por encima de lo que él llamaba la «política del dinero». Después de la guerra se presentó como opositor encubierto a los nazis. Por ejemplo, le dijo al exiliado judío holandés Samuel Goudsmit: «Yo sabía […] que o nosotros los alemanes lográbamos socavar este sistema desde dentro y eliminarlo finalmente o una enorme catástrofe le costaría la vida a millones de inocentes en Alemania y en otros países» (Heisenberg, 1948). Insistió en que su inacción y acomodo durante la época nazi era, de hecho, la única forma de oposición activa que podía servir de algo. En respuesta, Goudsmit señaló acertadamente que la mayor parte de los físicos alemanes habían permanecido en silencio acerca de la moralidad del régimen al que servían (Goudsmit, 1948).

EL CASO DE PETER DEBYE

Dirimir hasta dónde llega la aceptación de la situación y cuando empieza la complicidad es todavía más difícil en el caso del físico holandés Peter Debye, el premio Nobel de 1936 que desarrolló la mayor parte de su carrera profesional en Alemania y se convirtió en uno de sus representantes más influyentes (Ball, 2014; Eickhoff, 2008; Hoffmann y Walker, 2011). Debye era un caso aparte porque tenía conocimientos tanto experimentales como teóricos, y su especialidad eran las interacciones de átomos y moléculas con los campos eléctricos y la radiación electromagnética –un campo que se basaba cada vez más en los nuevos conceptos introducidos por la teoría cuántica–. Cuando los nazis llegaron al poder, Debye era, como Heisenberg, miembro de la facultad de la Universidad de Leipzig. Pero en 1934 Max Planck designó a Debye director del nuevo Instituto de Física Káiser Wilhelm, creado en Berlín con fondos de la Fundación Rockefeller de América.

«En lugar de intentar condenar o exonerar individualmente desde la comodidad de la distancia histórica, es más útil considerar cómo actuó la comunidad científica en su conjunto ante unas circunstancias tan extremas»

Más tarde, en otoño de 1937, Debye fue elegido presidente de la Sociedad Alemana de Física. Esta era una de las pocas organizaciones oficiales en Alemania que todavía no había excluido rigurosamente a sus miembros judíos, aunque muchos se habían marchado por decisión propia y en ese momento quedaban muy pocos. Las autoridades dejaron claro que había que expulsar también a esos pocos, y Debye entendió que los nazis asumirían el control de la Sociedad si no obedecían. En diciembre de 1937 envió una carta a los miembros pidiendo a todos los que las leyes nazis consideraban judíos que se diesen de baja.

Esto, prima facie, no es una prueba de colaboracionismo, como se ha considerado en ocasiones. Si la Sociedad Alemana de Física no hubiera dado este paso de forma voluntaria, sin duda se habría visto obligada a hacerlo, después de sustituir a Debye por alguien más obediente. La opinión más común entre los colegas de Debye era que las dimisiones eran un gesto inútil de derrota y cobardía. En todo caso, nadie parecía capaz de considerar ni lo que se conseguía en la práctica ni el coste moral de permanecer en el puesto en un caso como este.

Todavía llegarían más ingerencias. A finales de 1938, Otto Hahn, director del Instituto de Química Káiser Wilhelm en Berlín, y su ayudante Fritz Strassmann obtuvieron pruebas experimentales de la fisión nuclear con uranio. Pruebas que tuvo que explicar la física Lise Meitner, a la que habían forzado a exiliarse a Suecia en julio de ese mismo año, pero a quien se le hicieron llegar estos descubrimientos. Quedó inmediatamente claro que el uranio era una fuente potencial de grandes cantidades de energía, que se podía liberar de forma controlada para generar energía o de forma incontrolada en una bomba con una capacidad de destrucción inconcebible. Cuando se informó a las autoridades nazis, estas decretaron que se tomaría control del Instituto de Física Káiser Wilhelm de inmediato para investigar sobre energía nuclear. Ahora que la guerra en Europa parecía inevitable, no se podía confiar un proyecto tan delicado a un no alemán. Por eso, dos semanas después de que Gran Bretaña declarara la guerra a Alemania, Debye recibió una carta que le informaba de que debía abandonar su nacionalidad holandesa y hacerse alemán o renunciar al cargo. En cambio, Debye negoció una excedencia de seis meses, durante la cual aceptó la invitación para ofrecer una serie de conferencias en la Universidad Cornell en Estados Unidos. Abandonó Europa a principios de enero de 1940.

En América, Debye informó a los representantes de la Fundación Rockefeller sobre la investigación nuclear que planeaba el Instituto de Física, del que Werner Heisenberg acabó siendo director. Fue en parte esta información la que llevó a Einstein y a Leo Szilard a recomendar al presidente Roosevelt un proyecto a gran escala sobre cómo liberar la energía nuclear, que acabaría convirtiéndose en el Proyecto Manhattan. A Debye no lo autorizaron a trabajar en el proyecto, aunque sí que realizó investigación militar sobre goma artificial y materiales para los radares. Durante un tiempo mantuvo correspondencia con las autoridades en Berlín, dejando abierta la posibilidad de volver a su puesto tras la guerra. Posiblemente sus motivos estaban relacionados, al menos en parte, con su hija y su cuñada, que se habían quedado en la residencia del director en Berlín.

Pero Debye se nacionalizó estadounidense y nunca volvió a Berlín. ¿Fue solo por oportunismo? ¿O se trataba de una muestra de rechazo rotundo a los nazis y todo lo que representaban? Durante la vida de Debye nunca surgieron estas preguntas y él mismo nunca las planteó. Sin embargo, su salida de Alemania no la precipitó su rechazo a la política nazi, como sugieren algunos relatos posteriores, sino la petición de que abandonara su nacionalidad holandesa. Si los nazis hubieran estado dispuestos a aceptar a un ciudadano extranjero como director del Instituto de Física, no hay forma de saber qué habría hecho Debye. Su familia insiste hoy en que él ya había decidido abandonar Alemania, pero no hay ningún indicio de su intención antes de recibir el ultimátum en septiembre de 1939.

En 1934, Max Planck designó a Peter Debye (a la izquierda en una fotografía de 1936 aproximadamente) como director del nuevo Instituto de Física Káiser Wilhelm (arriba), construido en Berlín con fondos de la fundación filantrópica de Rockefeller en América. / Archivos de la Sociedad Max Planck, Berlín-Dahlem

Sin duda, Debye se enfrentó a una elección difícil. ¿Pero qué tuvo más peso en sus decisiones? ¿Las injusticias y la inmoralidad de un régimen que, en 1939, ya era evidente que se había convertido en una barbarie? ¿La seguridad de su familia? Quizá la explicación está en una afirmación que hizo en 1937: «Siempre suelo preguntarme cómo puedo ser más útil para la física. Para mí, esta es la primera consideración, y otras consideraciones personales representan un papel más secundario» (Van Ginkel, 2006).

Para los científicos de la época, especialmente en Alemania, nada habría parecido más noble que esta determinación de vivir y trabajar solo para la ciencia, libres de los compromisos y ambigüedades de la esfera política. En una carta de Debye a su mentor, Arnold Sommerfeld, en vísperas de su salida de Alemania a finales de diciembre de 1939, podemos encontrar en esencia las razones por las que lo atacaron y defendieron. Su filosofía, decía, era: «No desesperar y estar siempre preparado para lo bueno que llegue, sin darle a lo malo más espacio del estrictamente necesario. Es un principio que ya he utilizado mucho» (Van Ginkel, 2006).

Se podría interpretar simplemente como una muestra de su intención de conservar el optimismo, de buscar la forma de hacer alguna contribución valiosa y evitar en la medida de lo posible represalias, o bien como un indicio de que Debye no estaba dispuesto a cambiar nada ni a enfrentarse a nadie, sino que se limitaba a aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase. ¿Cuál de estas interpretaciones es cierta? El propio Debye no da señales de haber considerado la diferencia. Quizás la suya es solo una afirmación de optimismo un tanto frívolo, una actitud que suele funcionar a menos que las circunstancias la hagan insostenible. Es posible que Debye se sintiese moralmente desbordado en la Alemania nazi.

¿SON ESPECIALES LOS CIENTÍFICOS?

De Debye se ha dicho que era «un hombre ordinario en circunstancias extraordinarias» (Hoffmann y Walker, 2006). Aunque esta formulación se atreve a generalizar a partir de sus debilidades particulares, puede parecer cierta en el sentido de que no había nada especialmente atroz en sus defectos. Un cierto egoísmo y un sentido de la moral con algunas carencias en Debye, las vacilaciones y el egocentrismo de Heisenberg, los embustes y un sentido del deber equivocado de Planck no son defectos tan terribles, y solo habrían pasado de ser manchas menores en una naturaleza fundamentalmente integra si las circunstancias hubieran sido más felices.

«Todos los regímenes, excepto los más fanáticos, reconocen la importancia de la ciencia y están dispuestos, como lo estaban los nazis, a sacrificar objetivos ideológicos por otros pragmáticos»

La pregunta que hay que hacerse es si habría que haber esperado algo más de Planck, Heisenberg y Debye que una postura moral acomodaticia, vacilante y ambivalente, solo por el hecho de que fuesen científicos. ¿La relevancia de su posición entre los físicos alemanes les atribuía obligaciones y expectativas más exigentes que las que se habrían impuesto a cualquier otra persona?

Sin embargo, la negativa a enfrentarse a cuestiones éticas no se puede calificar únicamente de muestra de pasividad. En el periodo de entreguerras la mayoría de los científicos alemanes pensaba que lo apropiado en su profesión era mantener una actitud «apolítica» y no salirse del mundo de la lógica, la abstracción y la «verdad». A Einstein lo condenaron por ocuparse de asuntos mundanos, a veces incluso aquellos que veneraban su trabajo por «hacer ciencia política». Todavía se puede detectar esta convicción en los investigadores actuales. Los científicos se enorgullecen de ofrecer hechos, no opiniones, y algunos insisten en la distinción entre la pureza de los descubrimientos científicos y la sucia realidad de la aplicación que se hace de ellos.

La ingenuidad de esta postura quedó a la vista en la Alemania nazi. Por un lado, una postura «apolítica» hizo a los científicos vulnerables a la manipulación política. Al mismo tiempo era una fachada, porque los científicos utilizaban el cebo de la energía nuclear para conseguir fondos del régimen. Para cuando acabó la guerra no habían conseguido suficiente financiación para acercarse siquiera a construir una bomba, pero eso fue principalmente porque no estaban convencidos de poder hacerlo y no querían arriesgarse a fracasar; una cantidad de dinero similar a la del Proyecto Manhattan se dedicó en cambio al programa de cohetes alemán.

Mediante subterfugios, engaños y maniobras de distracción, la mayoría de científicos se acomodaron a la Alemania nacionalsocialista. Su visión era demasiado limitada, sus principios demasiado conservadores. No era tanto que estos hombres siguieran ciegamente un concepto improductivo del deber, sino que parecían haberse dedicado a construirse una idea de «deber para con la ciencia» que les servía para negarse a asumir responsabilidades más amplias. De esta forma, muchos científicos alemanes encontraron en su profesión una justificación para evitar preguntas relacionadas con la justicia social y la decencia.

CONCLUSIONES: CIENCIA Y DEMOCRACIA

Teniendo en cuenta el contexto histórico en toda su extensión, el comportamiento de los físicos alemanes durante el régimen nazi no fue algo aberrante, producto de circunstancias extremas, sino un ejemplo bastante típico de cómo interactúan la ciencia y la política. Aunque el nacionalsocialismo alemán no es representativo de todas las autocracias de la era moderna, la evolución de la ciencia bajo su auspicio desafía ciertas ideas preconcebidas sobre la relación entre la investigación y la democracia política. Muchos científicos occidentales se aferran a la idea de que la ciencia solo puede florecer de verdad en una sociedad totalmente libre. Esta actitud es excesivamente autocomplaciente. Existe amplia evidencia de que los regímenes opresivos pueden fomentar los conocimientos técnicos necesarios para desarrollar armas destructivas y otras tecnologías poco deseables (Walker, 2003). Los científicos alemanes durante el régimen nazi eran perfectamente capaces de realizar una ciencia brillante y productiva –al igual que, en el momento álgido de la Guerra Fría, cuando la opresión del estado en la Unión Soviética era extrema, los científicos soviéticos eran capaces de investigar cuestiones científicas innovadoras y efectivas–. Todos los regímenes, excepto los más fanáticos, reconocen la importancia de la ciencia y están dispuestos, como lo estaban los nazis, a sacrificar objetivos ideológicos por otros pragmáticos. Desafiando la idea de que la ciencia y las matemáticas son inherentemente democráticas, el historiador Herbert Mehrtens defiende que «estas materias se adaptan a los cambios políticos y sociales mientras exista una posibilidad de preservar la existencia», y no hay razón por la que «las matemáticas y cualquier otra ciencia no haya de considerar al fascismo tecnocrático simplemente como un compañero perfecto» (Renneburg y Walker, 1994).

«El comportamiento de los físicos alemanes durante el gobierno nazi no fue algo aberrante, producto de circunstancias extremas, sino un ejemplo bastante típico de cómo interactúan la ciencia y la política»

La intromisión de la política en la ciencia no es algo solo de las dictaduras. Los políticos elegidos democráticamente también han puesto a prueba la autonomía, la autoridad, la integridad y la validez de la ciencia. No solo prefieren en ocasiones ignorar los consejos de los científicos cuando les resultan inconvenientes, tampoco se libran de la manipulación de pruebas: en 2007, el Comité sobre Supervisión y Reforma Gubernamental de la Cámara de Representantes de los EE UU concluyó que la administración George W. Bush se había embarcado en una labor sistemática de manipulación de la ciencia sobre el cambio climático para engañar a los legisladores y a los ciudadanos (US House of Representatives Committee on Oversight and Government Reform, 2007). Sería razonable argumentar que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos para defenderse contra las intromisiones. Pero existen pocas pruebas históricas que apoyen la idea de que la democracia garantiza la buena ciencia y que el totalitarismo la hace imposible.

REFERENCIAS

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© Mètode 2016 - 90. Interferencias - Verano 2016
Escritor y comunicador científico (Londres, Reino Unido). Ha trabajado como editor en Nature. Entre sus muchos libros sobre la ciencia y sus interacciones con la cultura general destacan Serving the Reich: The struggle for the soul of physics under Hitler (2014). Cuántica: Qué significa la teoría de la ciencia más extraña (2018) y Cómo crear un ser humano (2020), todos publicados en castellano por la editorial Turner Libros.