Ciudadanía y transformación social
Nuevos discursos y acción contra el cambio climático
El cambio climático protagoniza el debate medioambiental desde hace tres décadas. A pesar de los acuerdos internacionales adoptados, la humanidad no ha conseguido frenar el aumento de la temperatura planetaria. La crisis del coronavirus ha relegado el debate sobre la emergencia climática a un segundo plano, aunque las conexiones entre cambio climático y pandemia demuestran las múltiples razones que tenemos para actuar por el clima. Las políticas públicas han favorecido regulaciones, instrumentos de mercado y estrategias de modernización ecológica que consolidan un capitalismo verde que agrava el problema y lo despolitiza. La lucha contra el cambio climático necesita un nuevo enfoque, basado en la política ciudadana y la transformación social.
Palabras clave: cambio climático, pandemia, ciudadanía ecológica, política, transformación social
Emergencia climática y pandemia
El cambio climático protagoniza el debate medioambiental desde hace tres décadas. En este tiempo el discurso dominante ha ido cambiando: se ha pasado de querer evitarlo a mitigarlo y, finalmente, aspirar a adaptarnos y ser resilientes a un Antropoceno cuya principal manifestación es, precisamente, el cambio climático. Las negociaciones y acuerdos internacionales no han conseguido poner freno al aumento de la temperatura del planeta. La COP25 de diciembre de 2019, en Madrid, ha sido el último fracaso; se cerró sin materializar compromisos serios para implementar el Acuerdo de París de 2015 (Obergassel et al., 2020).
Las movilizaciones climáticas están vinculadas a las cumbres de Naciones Unidas. La de 2009 en Copenhague (COP15) registró las mayores manifestaciones contra el cambio climático jamás vistas hasta la fecha. Las protestas se sucedieron en 2015 en la COP21, donde se adoptó el Acuerdo de París. Pero fue en 2018 cuando se produjo un giro significativo con la emergencia de Fridays for Future y Extinction Rebellion, exponentes de la «nueva ola» del activismo climático (De Moor et al., 2020). Estos colectivos alcanzaron una enorme visibilidad en diciembre de 2019 durante la Conferencia sobre el Cambio Climático en Madrid, que tuvo una gran repercusión social y amplia cobertura en los medios gracias a la figura de Greta Thunberg (Díaz-Pérez et al., 2021). A raíz de las protestas y huelgas por el clima que tuvieron lugar en los cinco continentes, muchos países aprobaron declaraciones de emergencia climática (Cretney y Nissen, 2019).
«En tres décadas, se ha pasado de querer evitar el cambio climático a mitigarlo y, finalmente, aspirar a adaptarnos y ser resilientes al Antropoceno»
Durante el primer trimestre de 2020 el ímpetu climático pasó a un segundo plano debido a la aparición en Wuhan del coronavirus. La rapidez y firmeza con que los gobiernos mundiales han reaccionado frente a la pandemia contrasta con el plano simbólico en el que parecen haber quedado muchas de las declaraciones de emergencia climática. Mientras que los impactos de la pandemia en términos de morbilidad y mortalidad son inminentes y visibles, los efectos del cambio climático son difusos y se producen a un ritmo mucho más lento, por lo que la voluntad de actuar es menor, así como también es menor la aceptación social de las medidas e inversiones necesarias para estabilizar el clima planetario (Heyd, 2020).
En los últimos meses se ha debatido mucho sobre la relación entre cambio climático y COVID-19 (Heyd, 2020; Manzanedo y Manning, 2020). Se ha puesto de relieve que la crisis pandémica es la punta del iceberg de una crisis mayor, conformada por una serie de problemas políticos, sociales, de cuidados, económicos y ambientales. El último informe del Panel Intergubernamental de Biodiversidad concluye que existe una causa común a la COVID-19 y el cambio climático: la explotación insostenible de recursos (IPBES, 2020).
Por otra parte, también se ha indagado sobre las consecuencias que las medidas adoptadas para contener la pandemia han tenido sobre el clima. Utilizando datos de marzo y abril de 2020, diversos estudios documentan la reducción diaria de emisiones de efecto invernadero a nivel global que se produjo debido a las restricciones en la movilidad, el transporte y la actividad económica impuestas (Le Queré, 2020). Estos mismos estudios ya alertaron de que la situación empeoraría una vez volviésemos al estado anterior a la cuarentena, a no ser que se adoptasen políticas que prolongasen medidas como la limitación del tráfico o el control de las emisiones industriales. Estas previsiones se han cumplido, pues los datos globales más recientes presentan niveles similares a los de antes de la pandemia (WMO, 2020). Por ello los escenarios post-COVID tienen que reconocer la emergencia climática.
Un nuevo enfoque para la política del cambio climático: hacia la transformación social
El camino tomado para contener la pandemia nos da una idea del tipo de políticas que podrían adoptarse para combatir el cambio climático. Muchas de las medidas decretadas en respuesta a la COVID-19 se corresponden con el enfoque «de arriba abajo» y las regulaciones «mando y control». Este enfoque, por muy eficaz que pudiera llegar a ser (como ha demostrado la pandemia), no es el modelo deseable para atajar la crisis climática. Los cambios que promueve son poco efectivos a largo plazo: puede cambiar comportamientos pero no actitudes ni valores, ni mucho menos los procesos y estructuras que perpetúan las dinámicas insostenibles.
Si repasamos la evolución de la política ambiental, observamos que durante las décadas de los setenta y ochenta se recurrió fundamentalmente a instrumentos reguladores y sanciones para controlar las actividades más contaminantes. A finales de los ochenta se produjo un cambio hacia un modelo de gobernanza ambiental en el que los gobiernos colaboran con empresas, ONG y ciudadanía en los procesos políticos. En paralelo, se fue consolidando otro planteamiento basado en nuevos instrumentos de carácter voluntario orientados a crear un mercado verde, como los permisos de emisiones, el sistema de etiquetado y certificado y los incentivos fiscales (Carter, 2018).
Estas políticas forman parte de lo que se conoce como modernización ecológica, basada en la desmaterialización de la economía y el desacoplamiento entre crecimiento económico y recursos naturales (Mol et al., 2009). Este enfoque busca la eficiencia en la gestión medioambiental mediante innovaciones y ajustes de carácter técnico y administrativo dentro de la lógica capitalista. La modernización ecológica ha sido criticada por reforzar el economicismo y la fe en el mercado, suavizando las políticas económicas neoliberales mediante la economía ambiental y de los recursos naturales, pero sin modificar las bases extractivistas y consumistas de la sociedad industrial (Bryant, 2015).
Como respuesta a estas críticas, los trabajos más recientes sobre teoría ecológica del Estado sugieren la evolución desde la mera gestión de los problemas medioambientales hacia la transformación socioecológica para la descarbonización de la sociedad dentro de los límites planetarios, dejando atrás las estrategias de modernización ecológica (Hausknost y Hamond, 2020). Bajo este prisma, instituciones y prácticas democráticas, como las centradas en la ciudadanía, son fundamentales en tanto que espacios desde los que articular la transformación social que requiere el cambio climático.
Los debates en torno al cambio climático aparecen a menudo revestidos de complicados términos técnicos. Se presentan a la opinión pública como una cuestión científica cuya comprensión y estrategias de adaptación, como la tecnoeficiencia, la ingeniería climática o la transición energética deben dejarse en manos expertas. Sin embargo, el cambio climático es un problema político, social, ético y filosófico que refleja las enormes desigualdades sobre las que se asientan los cimientos de la globalización neoliberal (Dryzek et al., 2013; Featherstone, 2013). La ausencia de medidas significativas para atajarlo se explica por el temor ante el fracaso electoral y el rechazo social que conllevan las propuestas que atentan contra los intereses de las grandes empresas y el modelo hegemónico de desarrollo. La causa principal del cambio climático es la actividad humana y, por tanto, las soluciones para atajarlo no vendrán de la propia naturaleza sino de nuestra capacidad de alterar el modelo productivo y la organización de la sociedad. Por eso la transmisión de la información sobre el clima y la concienciación para combatir el cambio climático no pueden basarse únicamente en el saber científico y en los enfoques tecnocráticos, sino que han de promover la transformación social (Deisenrieder et al., 2020).
Ciudadanía y transformación social por el clima
La contribución de los Estados, comunidades e individuos al cambio climático es desigual. Como indica Heyd, «las emisiones de efecto invernadero se están generando en lugares específicos y benefician a personas específicas y empresas, mientras que las consecuencias de esas emisiones son globalizadas y atraviesan fronteras geográficas (y temporales)» (2020, p. 4). Los países más tecnológicamente atrasados del Sur Global y los grupos más desfavorecidos dentro de las sociedades opulentas son más vulnerables a los impactos del cambio climático. Ante la escasez y el deterioro de recursos naturales, y a fin de evitar que proliferen los conflictos ambientales, es necesario pensar soluciones basadas en la justicia climática, prestando atención a la distribución equitativa de recursos y daños ambientales entre territorios, generaciones y especies.
La consideración de la desigual contribución a la causación de daños ambientales, como las emisiones vinculadas al cambio climático, y la definición de prácticas y comportamientos sostenibles en términos de obligaciones de justicia, puede expresarse a partir del concepto de ciudadanía ecológica (Dobson, 2003). La ciudadanía ecológica se refiere a la asunción de responsabilidad por los efectos que los propios actos tienen sobre otras personas y el medio ambiente. Constituye una práctica orientada a disminuir ese impacto ambiental de nuestras actividades diarias por una cuestión de justicia hacia otros seres humanos y hacia las generaciones futuras. En este sentido, la ciudadanía ecológica sirve para ilustrar el compromiso público necesario para reducir las emisiones causantes del cambio climático y transformar las estructuras e instituciones que condicionan los comportamientos y estilos de vida.
Los cambios en los estilos de vida que el ecologismo lleva defendiendo desde la década de 1970, como desplazarse en bicicleta, reciclar o disminuir el consumo de carne, son importantes, pero no serán eficaces si no van acompañados de acción colectiva que persiga transformaciones estructurales. Es más, priorizar la acción proambiental como estrategia de mitigación en la esfera privada puede llegar a despolitizar y descontextualizar el fenómeno del cambio climático. Como argumenta Erik Swyngedouw (2018), el cambio climático es un buen ejemplo de la postpolítica, un concepto empleado por filósofos radicales como Jacques Rancière, Alain Badiou, Slavoj Žižek y Chantal Mouffe. Según estos autores, la condición pospolítica hace referencia al consenso sobre temas económicos, políticos y ecológicos en las sociedades occidentales, que habría reemplazado la política democrática entendida como espacio de debate, oposición y conflicto por la gestión tecnocrática y el consenso sobre la inevitabilidad del capitalismo neoliberal.
Swyngedouw (2018) explica la existencia de un consenso despolitizante sobre el cambio climático basándose en varios factores: la supresión de las diferencias sociales mediante el discurso homogeneizante de la amenaza global (silenciando que los grupos más afectados por el cambio climático son las mujeres, las personas más pobres y las racializadas); una visión antagónica de la naturaleza en tanto que peligro que debemos combatir con urgencia; y un concepto de la política que ha suprimido el genuino debate democrático, en beneficio de la gestión administrativa y la gobernanza tecnocrática basada en la responsabilidad personal, la autodisciplina y el cambio de comportamiento individual dentro del orden liberal-capitalista. De este modo la ciudadanía, actor político por excelencia, es reemplazada por el personal técnico, científico y administrativo, y el debate acerca de las desigualdades estructurales que acentúan la explotación del medio ambiente es sustituido por las apelaciones a la responsabilidad individual.
Resistir la pospolitización del cambio climático en la era neoliberal pasa por defender una política democratizante y emancipadora (Swyngedouw, 2018), promover una esfera pública verde para el discurso disidente (que visibilice las injusticias sistémicas que perpetúan la insostenibilidad de la vida) y la transformación social (Melo, 2013) y reivindicar la política basada en la ciudadanía. Ello puede hacerse mediante la promoción de prácticas de ciudadanía ecológica y la creación del contexto colectivo que las dote de sentido y las posibilite.
Fridays for Future y la política ciudadana contra el cambio climático
En agosto de 2018 Greta Thunberg inició una huelga frente al parlamento sueco en protesta por la falta de acción gubernamental contra el cambio climático. Su actitud alentó las manifestaciones semanales que se sucedieron cada viernes durante meses y en las que se fraguó el movimiento Fridays for Future (FFF) o Juventud por el Clima en algunos países. Medio año después más de un millón y medio de personas participaron en las protestas organizadas por FFF en todo el mundo. Su irrupción en la esfera pública ha generado nuevos discursos y formas de acción sobre el cambio climático (Martiskainen et al., 2020).
Este movimiento, integrado mayoritariamente por una nueva generación de jóvenes de entre 14 y 19 años, ha marcado un punto de inflexión en el activismo climático debido a su alcance global, las tácticas empleadas de desobediencia civil mediante huelgas estudiantiles y su enorme capacidad de movilizar a jóvenes y estudiantes, muy especialmente mujeres. En el último trimestre de 2021 son ya más de 14 millones de personas en 7.500 ciudades quienes han participado en acciones bajo la bandera de FFF, y es el «primer movimiento de masas de jóvenes por el cambio climático» (Wahlström et al., 2019, p.5). FFF ha tenido una notable presencia en las cumbres políticas y una gran cobertura en los medios de comunicación globales (Díaz-Pérez et al, 2021).
El colectivo ha demostrado una enorme capacidad de promover nuevas prácticas de ciudadanía entre la población adolescente mediante su compromiso y acción por el clima (De Moor et al., 2020). Consiguió situar en el primer plano de la esfera pública el cambio climático con un discurso que trasciende la responsabilidad personal y apela a la acción colectiva global. No obstante, el potencial transformador de FFF y su éxito a la hora de visibilizar la cuestión climática se ha visto enturbiado por la polémica que envuelve a su icónica líder. Como ocurriera con Rachel Carson, Greta Thunberg ha sido objeto de todo tipo de comentarios con un trasfondo misógino y estereotipado con los que el patriarcado menoscaba la capacidad de acción de las mujeres en el ámbito político, especialmente de las más jóvenes (Nelson y Vertigan, 2019). Las acusaciones de las que ha sido objeto provienen tanto del lobby negacionista y conservador, como de algunos sectores dentro de la izquierda y el propio movimiento ecologista (Wagener, 2020). Se la considera responsable de haber eclipsado a otros grupos que llevan decenios defendiendo el medio ambiente, como movimientos indígenas y campesinos, ecologistas del Sur Global y colectivos de mujeres. Su edad, su poca experiencia, su postura blanda y reformista, vinculada al capitalismo verde y carente de crítica a la globalización, y el modo en que apela al miedo como catalizador de la acción en defensa del clima la han convertido en el blanco de muchas críticas.
Más allá de estas controversias, lo cierto es que FFF ejemplifica el tipo de ciudadanía activa, desobediente y democratizante que requiere la politización del cambio climático. Apelando a la justicia global e intergeneracional y señalando a las grandes empresas, organismos internacionales y gobiernos mediante estrategias de oposición y resistencia en la esfera pública, FFF evidencia su compromiso por el clima. Un compromiso disidente que no puede dejar de lado la política basada en la creación de alternativas al margen de las instituciones, por ejemplo, mediante la implicación en prácticas como los sistemas de producción y distribución de alimentos basados en los parámetros de la agroecología y la soberanía alimentaria o el cooperativismo energético. Que se oriente a la creación del contexto colectivo que facilite prácticas de consumo y movilidad transformadoras como las que requiere el cambio climático.
La COVID-19 ha situado el cambio climático por detrás de otras preocupaciones sociales. Sin embargo, como se ha argumentado en este artículo, el cambio climático y la pandemia son consecuencia del modelo de desarrollo propio de la civilización industrial. Un modelo que alcanza su máxima expresión en la globalización neoliberal que promueve el extractivismo, los conflictos ambientales y las desigualdades sociales. La mayor parte de medidas para hacer frente al cambio climático separa procesos como las emisiones de gases contaminantes de las injusticias sociales y medioambientales. En este sentido, se adoptan políticas públicas y estrategias de mitigación y adaptación basadas en el paradigma de la modernización ecológica, que fomenta las tecnologías limpias, el reciclaje, la economía circular y la ingeniería climática. Son medidas tendentes a dibujar una versión verde de sí mismo, con las que el capitalismo busca resolver sus propias crisis. En este trabajo se ha defendido una postura crítica con este enfoque, que resista la despolitización de la cuestión climática y promueva la política ciudadana y el activismo como formas transformadoras de acción por el clima.
Referencias
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