La contaminación invisible

Contaminantes marinos emergentes

https://doi.org/10.7203/metode.11.16976

Desde el Antropoceno, el planeta está amenazado por una serie de riesgos asociados a la actividad humana. Entre ellos, la contaminación química plantea desafíos conceptuales y técnicos que hacen especialmente compleja su caracterización a escala global. ¿Qué es un contaminante? ¿Qué propiedades son relevantes para definirlo? Los estudios sobre la abundancia, la persistencia, la movilidad en el medio y el potencial de bioacumulación de compuestos químicos que usamos diariamente están cambiando el paradigma de lo que considerábamos un contaminante. Así, compuestos que no generan toxicidad aguda pueden ser peligrosos para los ecosistemas al ser aportados de manera continua al medio, darse a elevadísimas concentraciones o dispersarse fácilmente. Visibilizar esta contaminación olvidada que afecta a nuestros océanos y que generamos inconscientemente es esencial para proteger el planeta.

Palabras clave: contaminantes emergentes, análisis de sospechosos, análisis no dirigido, transporte de contaminantes, exposición.

La relevancia de la contaminación desconocida

Desde el reconocimiento de la existencia de una nueva era geológica, el Antropoceno, en la que el ser humano es el principal actor en la configuración de los ecosistemas en nuestro planeta, los riesgos y modificaciones a los que lo hemos sometido se han clasificado de diversas formas. El concepto de planet boundaries o límites planetarios propuesto por Johan Rockström y colaboradores (los impulsores de la propia teoría del Antropoceno) (Rockström et al., 2009) incluía nueve grandes problemas o compromisos ambientales cuya modificación por encima de un determinado nivel supondría un cambio ambiental abrupto e irreversible en los ecosistemas de escalas continentales e incluso planetarias (Figura 1). Las amenazas identificadas en dicha teoría son 1) el cambio climático, 2) la acidificación oceánica, 3) el ozono troposférico, 4) los ciclos del nitrógeno y del fósforo, 5) el uso de agua dulce superficial, 6) el cambio de uso de suelos y, por último, 7) la pérdida de biodiversidad. Además, incluyen dos compromisos más, que no son actualmente cuantificables puesto que, según los autores, no se conoce lo suficiente sobre ellos como para poder estimar un valor o método de caracterización que permita establecer su límite para mantener la estabilidad del planeta Tierra. Curiosamente, estos dos últimos problemas planetarios están relacionados con la contaminación: 8) la contaminación química y 9) la carga de aerosol atmosférico.

Figura 1. Estado actual de los nueve límites ambientales, concepto que evalúa las amenazas a determinados aspectos del planeta. En rojo, se encuentran los riesgos que se encuentran más allá de la zona de incertidumbre y por tanto indican un alto riesgo. En amarillo, aquellos que se encuentran en la zona de incertidumbre (riesgo creciente). En verde, aquellos que están actualmente por debajo del límite estipulado. Y, por último, en gris, aquellos límites sin cuantificar, que sería el caso de las nuevas entidades y de los aerosoles atmosféricos. / Fuente: Modificado de Steffen et al. (2015).

En palabras de Rockström y sus colaboradores, «no hay actualmente un sistema global y agregado de análisis de la contaminación química» (Steffen et al., 2015), lo que dificulta tremendamente no solo su identificación a gran escala sino su evaluación a nivel global. Si vamos más allá en una revisión de su teoría más reciente, se mantiene la hipótesis de la imposibilidad de cuantificar y delimitar el concepto de carga atmosférica de aerosoles e, incluso, se modifica el concepto de contaminación química, que se ve renombrado como existencia de nuevas entidades, lo que lo convierte, aún más si cabe, en un límite de lo más borroso e indefinido (Steffen et al., 2015). No podemos definir qué son los contaminantes químicos o estas «nuevas entidades» ni, por supuesto, establecer los límites de su producción y presencia, puesto que tampoco sabemos cómo medirlos a escala planetaria. Es decir, no existe a día de hoy una metodología científica aceptada a escala global que nos permita evaluar el estado de nuestro planeta en lo relativo a la contaminación química a la que lo estamos sometiendo.

Este desconocimiento o conflicto en su caracterización viene dado, en parte, por la dificultad en la identificación conceptual de las entidades contaminantes. ¿Qué es un contaminante y qué no lo es? En el imaginario colectivo, un contaminante químico se relaciona con una sustancia tóxica o peligrosa que es dañina para el medio ambiente y los organismos que lo habitan, incluyendo al ser humano, pero este paradigma está cambiando en la esfera científica. El uso y producción a gran escala de infinidad de sustancias que en principio no serían consideradas como contaminantes hace que compuestos de uso común como la cafeína, un perfume o un edulcorante puedan poner en riesgo los ecosistemas más vulnerables. Es decir, compuestos sin un aparente efecto nocivo en el medio, simplemente debido a las altísimas concentraciones en las que actualmente se están encontrando en el agua, aire o tierra debido a un uso masivo o al hecho de darse en combinación con otros cientos de sustancias, pueden ser una amenaza para la salud del planeta. Es por ello que la concepción clásica de «contaminantes» en el siglo pasado, en la que se identificaban como substancias prioritarias los plaguicidas, los hidrocarburos o los metales pesados, entre muchos otros, actualmente se ha modificado. Esto ha provocado una apertura de miras en las listas de «contaminantes emergentes», y los productos de aseo y uso personal, los fármacos o los aditivos alimentarios, entre otros, han pasado a ser compuestos químicos de interés. No se trata de productos sintéticos nuevos, sino de viejos conocidos que ahora comenzamos a ver como peligrosos una vez su presencia en el medio se ha descontrolado. Quizá el término contaminantes de preocupación emergente sea el que mejor define este cambio de enfoque, ya que muestra la nueva atención que se debe prestar a aquellos compuestos que tradicionalmente no han sido monitorizados o estudiados, que no se encuentran actualmente regulados por normativa y que se sospecha de su riesgo potencial hacia los ecosistemas ambientales y la salud humana por su abundancia en el medio, si bien no tienen por qué ser sustancias nuevas.

«No podemos establecer los límites de producción y presencia de los contaminantes químicos, puesto que no sabemos cómo medirlos a escala planetaria»

Las principales agencias reguladoras, como la Unión Europea o la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés), han propuesto en los últimos años listas de candidatos en las que se recomienda la monitorización de ciertas sustancias comunes, entre las que se encuentran hormonas, fármacos, aditivos alimentarios y filtros ultravioletas. Estos compuestos de uso común comparten además una particularidad química que afecta a su distribución: son generalmente más polares que los tóxicos estudiados en el pasado, es decir, tienen una mayor afinidad por el agua. Esto hace que se distribuyan más fácilmente a través de los sistemas acuáticos; así que, aunque tengan menor tendencia a acumularse en las grasas de los organismos o sean menos tóxicos, tienen un potencial de dispersión muy alto en ríos y océanos (ECHA, 2016; European Parliament, 2013, 2015, 2018; UNEP, 2017; US EPA, 2015).

Por ello en los ecosistemas acuáticos es especialmente necesario controlarlos, ya que estos son particularmente sensibles a los vertidos urbanos, industriales y agrícolas, con concentraciones importantes de estas sustancias a priori «poco peligrosas» pero con aportes continuos y directos que se distribuyen con facilidad. Y más aún si se tiene en cuenta que, en el caso de existir, los tratamientos de las estaciones de depuración de aguas residuales (EDAR) son muy poco efectivos, ya que no están diseñados para la eliminación de contaminantes de esta índole. Por tanto, la normativa y el interés científico ante esta situación de cambio global se están enfocando cada vez más hacia contaminantes polares (mayor afinidad por el agua), de uso más común y con mayor potencial de movilidad. Esto indica que, aunque quizá los nombres de los contaminantes concretos que plantean un riesgo aún sean desconocidos, se está haciendo un esfuerzo por investigar su presencia y las propiedades que pueden hacerlos especialmente peligrosos, como el potencial de transporte y el perfil de uso.

¿Cómo medir lo desconocido? El análisis no dirigido

En este momento de cambio global, en el que la contaminación «aún por conocer» está adquiriendo la relevancia que merece, se plantean además una serie de cuestiones técnicas en cuanto a la cuantificación de contaminantes en muestras ambientales. En este sentido, están cobrando especial relevancia las metodologías de análisis mediante espectrometría de masas, que permiten una identificación a nivel molecular de las sustancias que se encuentran en el medio ambiente. Además, el acople de la espectrometría a la cromatografía de líquidos y de gases permite una separación de los compuestos analizados en base a su polaridad o su volatilidad respectivamente, lo que simplifica la identificación molecular y mejora la sensibilidad de esta.

«Compuestos sin un aparente efecto nocivo en el medio pueden ser una amenaza para la salud del planeta»

Es decir, cada vez somos capaces de descubrir más contaminantes y los podemos identificar a más bajas concentraciones. Este tipo de equipos analíticos ha sido aplicado ya desde finales del siglo pasado al análisis dirigido de contaminantes; se sabía lo que se quería cuantificar, y se iba a por ello, utilizando estándares o patrones químicos para la confirmación y cuantificación de las sustancias de interés. En pocas palabras, si se pretendía estudiar la presencia de un plaguicida como el DDT en zonas remotas, como el océano abierto o la Antártida, se recogían muestras de agua en dichas zonas, se analizaba mediante cromatografía de gases y espectrometría de masas, se comparaba la muestra con un patrón de DDT y, en caso de identificarse en la muestra, se cuantificaba cuánto plaguicida había.

Pero, ¿cómo cuantificar algo, cuando no sabemos qué estamos buscando? ¿Qué podría estar contaminando nuestro océano? ¿Qué sustancias, de los millones que vertemos en los mares, están precisamente en una zona determinada? ¿Cuáles los están afectando? El cambio de paradigma requiere de nuevas técnicas, sobre todo analíticas y computacionales, para el análisis de sospechosos y el análisis no dirigido. Es decir, hay una demanda de una tecnología que nos permita conocer qué contaminantes se encuentran en el medio sin que se haga una discriminación de las sustancias que se quieren cuantificar. Los datos empíricos generados con estas técnicas suponen un gran avance científico, puesto que evitan el sesgo de monitorizar solo ciertos compuestos químicos preseleccionados con mayor o menor criterio, además de suponer un ahorro en el uso de estándares químicos, ya que la adquisición de patrones de absolutamente cada sustancia con riesgo potencial en el medio sería por completo inasumible por cualquier laboratorio de investigación (Figura 2).

Figura 2. Representación de la infinidad de compuestos que pueden encontrarse en una muestra ambiental analizada por cromatografía de líquidos o de gases y espectrometría de masas, ordenados en función de su masa y su tiempo de retención cromatográfico (relacionado con su polaridad en LC o volatilidad en GC) (unidades arbitrarias). Estas técnicas evitan el sesgo de monitorizar solo ciertos compuestos químicos preseleccionados con mayor o menor criterio, como se puede observar en la imagen teórica al comparar los resultados del análisis no dirigido con los del análisis de sospechosos. / Fuente: Autora

El análisis de sospechosos incluye cierta preselección de los contaminantes a medir en el agua, aire, sedimento o muestras biológicas, puesto que parte de una lista preconcebida de masas moleculares de los compuestos que potencialmente pueden darse en dicha muestra. En este sentido, están configurándose bases de datos específicas en ciertas matrices para facilitar este análisis; por ejemplo, compuestos xenobióticos en ríos; drogas y sustancias de abuso en depuradoras, o plaguicidas bioacumulables en fauna silvestre. En ellas se incluye no solo su masa, sino también su fórmula molecular, su perfil isotópico, su estructura y su posible fragmentación (cómo se rompería la molécula en caso de ser analizada en un espectrómetro, característica intrínseca de cada sustancia), lo que permite una identificación casi inequívoca de un contaminante en una muestra ambiental.

Por otro lado, el análisis puramente no dirigido carece de lista alguna, por lo que las herramientas computacionales requeridas son muy exigentes para ser capaces de procesar los millones de sustancias que pueden darse en una muestra ambiental y, al mismo tiempo, poder diferenciar aquellas que son naturales, sintéticas, peligrosas o no, endógenas o exógenas y poder caracterizarlas. A día de hoy estas técnicas están aún siendo desarrolladas. Por el momento el análisis de sospechosos sigue siendo la técnica con más aceptación científica y se aplica en estudios con listas de candidatos de entre cientos a miles y decenas de miles de compuestos.

De nuestros hogares al océano abierto

Si bien es cierto que las propiedades químicas y la toxicidad potencial de la inmensa cantidad de substancias químicas que usamos está aún siendo caracterizada, sí que es por todos conocido que la fuente principal de estos contaminantes es el ser humano (evidentemente, puesto que un alto porcentaje de ellos son sintéticos o derivados antropogénicos de productos naturales). La contaminación se genera fundamentalmente en nuestras industrias, en nuestras explotaciones agrícolas y ganaderas, en nuestros sistemas de producción de energía y de transporte. Pero, y sobre todo desde la nueva aceptación de los contaminantes de interés emergente, también desde nuestros hospitales, cocinas, baños y mobiliario doméstico. Dejando de lado los contaminantes industriales y agrícolas más reconocidos, existe una gran cantidad de productos de consumo que actualmente están en revisión por los posibles efectos que puedan tener una vez liberados al medio acuático en grandes cantidades o de manera continuada.

«Los ecosistemas acuáticos son particularmente sensibles a los vertidos urbanos, industriales y agrícolas»

Algunas de las aplicaciones de los contaminantes más estudiados en la literatura científica actual son las que aportan alguna mejora de seguridad o a las propiedades físico-químicas en bienes de consumo. Entre estas sustancias pueden encontrarse retardantes de llama, adhesivos, impermeabilizantes, antiadherentes, plastificantes o termoestabilizantes, aditivos cosméticos y gelificantes, entre muchos otros. Son, en efecto, propiedades necesarias para un gran número de productos que utilizamos y consideramos imprescindibles. ¿Quién no quiere que su alfombra o sofá estén protegidos contra un posible incendio? ¿O que sus botas de montaña e impermeable le resguarden de la lluvia? Pero desde la comunidad científica se hace un llamamiento al uso racional de estas sustancias, a sustituirlas en caso de existir alternativas y, por supuesto, a la adecuada gestión y monitoreo de sus posibles efectos en el medio.

Estas propiedades tan prácticas y deseadas en los productos de consumo son las que precisamente les hacen generar unos potenciales riesgos una vez son liberadas en el medio ambiente. Por un lado, la mayor parte de ellas son sustancias sintéticas, lo que quiere decir que han sido creadas por el hombre sin existir anteriormente de manera natural, y, aunque sean orgánicas (compuestas por hidrógeno y carbono en su mayor parte), son difícilmente degradables, ya que no existen organismos o comunidades bacterianas que puedan utilizarlos de manera regular como fuente de carbono. Por otro lado, muchas además están diseñadas precisamente para tener esa durabilidad; para protegernos de la lluvia, para evitar que nuestros alimentos se peguen en la sartén al cocinarlos, o para que protejan del fuego nuestros ordenadores y móviles durante el mayor tiempo posible. Es decir, muchas de ellas están creadas para ser recalcitrantes.

Tortuga atrapada en el Mediterráneo. / Imagen: Greenpeace / Marco Care

No obstante, esta persistencia de los contaminantes de interés emergente puede no darse siempre; por ejemplo, los productos farmacéuticos o aditivos alimentarios sí tienen tiempos de degradación más cortos. Pero hay que recalcar que el hecho de que se produzcan y consuman continuamente, puesto que los usamos de manera masiva en el día a día, hace que su liberación al medio y acumulación sean inevitables. A ello debemos añadir, como se ha comentado antes, que la química de este tipo de compuestos (polares o semipolares) favorece que la principal vía de transporte de los contaminantes sea precisamente el agua. Teniendo en cuenta que más del 70 % de la superficie terrestre es oceánica, el principal sumidero de las sustancias químicas de uso habitual y con efectos desconocidos en los ecosistemas serán los mares.

Es destacable, además, que tanto los neocontaminantes agrícolas como los domésticos vienen recogidos o acumulados en las aguas de desecho. Los plaguicidas y fertilizantes de los campos se lavan con el agua de riego o de la lluvia y se acumulan en los acuíferos o se unen a las aguas de escorrentía que acaban en los cauces fluviales. El agua de lavado de nuestras sartenes antiadherentes, los embalajes plásticos de comida y de la ropa waterproof, los edulcorantes y medicamentos que consumimos y metabolizamos, los productos de higiene personal y limpieza… todos estos elementos se reúnen en las aguas residuales y alcanzan, en el mejor de los casos, depuradoras que no son capaces de degradarlos antes de ser vertidos en los ríos y mares, ya que, como se ha comentado previamente, no están diseñadas para ello. Es precisamente en los tratamientos de aguas donde la necesidad de monitoreo y de eliminación podría ser más beneficiosa.

«En este momento de cambio global, se plantean una serie de cuestiones técnicas en cuanto a la cuantificación de contaminantes en muestras ambientales»

Las principales regulaciones comentadas se aplican en este ámbito, y gran cantidad de trabajos científicos se enfocan actualmente, empleando técnicas de análisis de sospechosos y no dirigidos, a la búsqueda específica de aquellos compuestos que no se degradan en las estaciones de tratamiento de aguas y son sistemáticamente liberados. Las tecnologías que normalmente se aplican en las plantas EDAR son las de un tratamiento primario, en el que por técnicas físicas se separan los sólidos y grasas, y un tratamiento secundario, en el que bacterias (fangos activos, lechos bacterianos, biodiscos, etc.) efectúan un proceso biológico mediante el que se elimina la mayor parte de la materia orgánica, pero, evidentemente, no los compuestos resistentes a la degradación bacteriana. Los tratamientos terciarios (cloración, radiación con ultravioleta, etc.) están destinados fundamentalmente a eliminar posibles patógenos de las aguas, lo que permite su reutilización como agua de riego o de limpieza urbana, por ejemplo, pero no son tratamientos específicos para la descontaminación química y apenas se aplican en el 27 % de las plantas de España, según la Asociación Española de Desalación y Reutilización (AEDyR, 2019). Por lo tanto, aquellos compuestos sintéticos más abundantes tienen altas probabilidades de ser vertidos al medio sin grandes transformaciones. Por último, es común el vertido de aguas depuradas directamente en zonas costeras; es el caso de los famosos emisarios en nuestras playas o algunos cientos de metros mar adentro, que no hacen otra cosa que inyectar directamente en el ecosistema marino todas estas sustancias «invisibles» y desconocidas, cuyos efectos combinados aún no conocemos bien.

Es ilustrativo que cada vez con mayor frecuencia los resultados de contaminantes en estudios indoor (en ambientes caseros, zonas de trabajo, etc.) o en efluentes de EDAR coinciden con aquellos reportados en los grandes lagos de Canadá, en océano abierto o incluso en fauna de la Antártida (Aznar-Alemany et al., 2019; Besis y Samara, 2012; Deblonde, Cossu-Leguille y Hartemann, 2011; Klečka, Persoon y Currie, 2010; Roscales, González-Solís, Zango, Ryan y Jiménez, 2016). La distribución de estos contaminantes generados en ambientes de influencia humana parece no tener límite, y, si no podemos medidas a su liberación al medio, las consecuencias pueden ser realmente desastrosas para los ecosistemas globales.

Aprendiendo a evitar a los cercanos desconocidos

Algunos contaminantes son a día de hoy reconocidos por todos. El ejemplo de los plásticos es claro (si bien el plástico es un residuo sólido, no un contaminante químico, protagonistas de este artículo); cada vez existen más mensajes públicos para su rechazo, reutilización, reciclaje y correcto desechado. Algunos otros quizá no sean tan conocidos, aunque la información esté disponible y existan ciertas campañas públicas. El hecho de que no sean «visibles», o de que sus efectos no sean tan evidentes e instantáneos como el ahogamiento de una tortuga boba con una bolsa, hace que los contaminantes químicos de preocupación emergente pasen más desapercibidos ante el público general. Como la contaminación química no se puede percibir a simple vista, cosa que sí sucede con residuos sólidos como los plásticos, se requieren unas herramientas informativas y legislativas más potentes, que no siempre son tan efectivas entre los consumidores como solicitan los científicos especialistas.

«Existe una gran cantidad de productos de consumo en revisión por los posibles efectos que puedan tener una vez liberados al medio acuático»

Un ejemplo de visibilización reciente es el de los compuestos perfluorados. Se trata de sustancias que contienen flúor (lo que los convierte en muy persistentes) y cuyas aplicaciones incluyen aislantes en envasado alimenticio, recubrimiento protector en mobiliario y automóviles, cosméticos, ropa impermeable y accesorios de montaña, adhesivos y sellantes, espumas antiincendios, etc. En particular, el sulfonato perfluorooctano (PFOS, abreviado en inglés) y sus sales y el ácido pentadecafluorooctanoico (PFOA) están reguladas por el convenio de Estocolmo desde 2009 y 2017, respectivamente, para el cese de su utilización en fines no imprescindibles. También fue recomendado su monitoreo y cese en la producción de algunos de ellos por la Declaración de Madrid en 2015 (Blum et al., 2015), firmada por cientos de científicos, debido a las evidencias de sus efectos tóxicos, bioacumulativos y a su capacidad de transporte a larga distancia. Si bien la producción en Estados Unidos y Europa ha cesado o está en proceso de hacerlo, la fabricación en países como China sigue sustentando las aplicaciones para las que a día de hoy no se han encontrado sustitutos o para las que no hay voluntad política ni comercial de cese, puesto que los candidatos son más costosos o el cambio exigiría cierta adaptación industrial. Existen no obstante conocidas marcas de mobiliario, ropa, equipos de montaña, cosmética, electrodomésticos y útiles de cocina, y otros productos que tradicionalmente venían usando dichos compuestos, que actualmente han dejado de aplicarlos y, afortunadamente, los símbolos «libre de PFOA/PFOS» son cada vez más habituales en el mercado. En cualquier caso, ya han sido reportados en la atmósfera, agua, sedimentos y biota de zonas remotas, como los océanos, el Ártico o la Antártida, y teniendo en cuenta su persistencia de decenas e incluso cientos de años, seguirán siendo peligrosos allí donde se acumulen.

Figura 3. Niveles de retardantes de llama (compuestos bromados polibromodifenil éteres o PBDE y Dechlorane Plus o DP) medidos en poblaciones de petrel gigante (Macronectes spp.) del Atlántico sur, Índico sur y la Antártida (Roscales et al., 2016). Estos retardantes son muy persistentes en la naturaleza y han sido utilizados ampliamente en móviles, tabletas y ordenadores, por lo que la correcta retirada y reciclaje de estos productos obsoletos es fundamental para evitar la dispersión de estos contaminantes a lugares tan remotos como los mares antárticos. / Fuente: Figura cedida por J. L. Roscales

Así mismo, entre los retardantes de llama han sido especialmente conocidos los compuestos bromados polibromodifenil éteres (PBDE, en sus siglas en inglés). Al igual que le sucede a los perfluorados, el hecho de contar con átomos de bromo (otro elemento halógeno) en su estructura hace que sus enlaces moleculares sean especialmente difíciles de romper y por lo tanto sean muy persistentes en la naturaleza. Algunos de ellos (los BDE con cuatro, cinco, seis, siete y diez bromos en su estructura) están también recogidos en el convenio de Estocolmo, en el que se recomienda sustituirlos en polímeros plásticos y textiles. Sus aplicaciones en productos electrónicos generan gran preocupación medioambiental, debido sobre todo a la gran demanda de móviles, tabletas y ordenadores personales que los utilizan en sus componentes. La correcta retirada y reciclaje de los productos electrónicos obsoletos es fundamental para evitar la dispersión de estos contaminantes, puesto que la transmisión de ­PBDEs a fauna y agua ha sido documentada desde vertederos incontrolados y zonas urbanas hasta alcanzar, como ejemplo, incluso a aves pelágicas de zonas muy remotas, en cuyos organismos se acumulan a través de las cadenas tróficas marinas (Figura 3). Afortunadamente, algunas conocidas marcas de electrónica ya incluyen en sus listas de «no contiene» esta familia de tóxicos, y a colación de la reciente normativa, se espera que este ejemplo se vaya acrecentando.

Existen otras familias de plastificantes y modificadores de polímeros que, por su uso en productos alimentarios, de uso personal o para bebés, han sido más conocidos por los usuarios. Entre ellos se encuentran el bisfenol, los ftalatos o los compuestos organofosforados. Para los dos primeros grupos en la actualidad existen ciertas regulaciones de uso en productos para bebés o juguetes infantiles, y cada vez es más frecuente ver en botellas reutilizables el etiquetado que indica que no los contienen entre sus componentes. Aun así, y al igual que sucedía con los compuestos anteriores, existen estudios que los detectan en todo tipo de matrices y ambientes, como la atmósfera ártica más remota, en las aguas del Amazonas y del océano abierto, o en grandes mamíferos marinos (Fu y Kawamura, 2010; Garcia-Garin et al., 2020; Schmidt et al., 2019; Xie et al., 2007).

«Los compuestos sintéticos más abundantes tienen altas probabilidades de ser vertidos al medio sin grandes transformaciones»

Aunque la lista sería interminable (o al menos con un final aún desconocido, incluso para los científicos más expertos), los fármacos son otro de los grandes grupos de sustancias de preocupación emergente que se estudian actualmente en los ecosistemas acuáticos y cuyos efectos potenciales son una incógnita. El uso y abuso de medicamentos y drogas ilegales convierte los efluentes de las EDAR en fuentes de cócteles químicos con efectos sinérgicos o antagónicos vertidos de manera directa en ríos o en zonas costeras. Así, se han detectado niveles de antidepresivos o de hormonas, capaces de alterar la fauna salvaje de la zona, en espacios protegidos afectados por plantas EDAR urbanas, como la Reserva de Urdaibai, patrimonio de la Unesco en Vizcaya (Mijangos et al., 2018; Ziarrusta et al., 2019) por citar un ejemplo cercano. A este respecto, es importante resaltar la finalidad de las sustancias neocontaminantes. Existen compuestos prescindibles o sustituibles que, si hay voluntad política e industrial, podrían desaparecer de nuestros productos y, poco a poco, de los ecosistemas más sensibles. Pero el caso de los productos farmacéuticos es distinto. Sus aplicaciones para la protección de la salud humana en primera instancia son primordiales, por lo que, si bien ha de tenderse a controlar el abuso, la automedicación y la degradabilidad de estos, no se puede en ningún caso cesar de usarlos. Sí se debe luchar entonces por una correcta gestión de sus residuos, además de por la implantación de una tecnología adecuada en los sistemas de tratamiento de aguas que los elimine y retire antes de ser devueltas las aguas a la naturaleza.

Es, por lo tanto, una misión conjunta del consumidor, los productores, la administración a escala global (ya que la contaminación no entiende de fronteras) y la esfera científica, la que se requiere para visibilizar, controlar y gestionar los contaminantes de preocupación emergente. Porque lo invisible también es importante.

Referencias

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© Mètode 2020 - 107. Océanos - Volumen 4 (2020)
Investigadora del Centro de Investigación Experimental en Biología Marina en la Estación Marina de Plentzia (PiE-UPV/EHU) y en el Departamento de Química Analítica de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), España. Su interés se centra en la presencia y efectos de contaminantes orgánicos en ecosistemas naturales y zonas urbanas, con especial interés en los ecosistemas acuáticos. Todo ello desde una perspectiva multidisciplinar combinando técnicas analíticas, ecotoxicológicas y biológicas para dilucidar el impacto de la contaminación en el medio ambiente.