De la sublimación idealista del paisaje a la pesadilla de su destrucción

La cala com a motivo poético en la literatura de las Baleares

literatura balear

El descubrimiento del paisaje fue una de las grandes novedades de la pintura y la literatura del siglo xix. En la literatura balear, la figura de la cala no ha centrado el protagonismo de la poesía, pese a su predominancia en el paisaje de las Islas, pero sí que goza de una presencia selecta.

El descubrimiento del paisaje

Antes de que Miquel dels Sants Oliver llegase a la conclusión (Cosecha periodística, 1891) de que la diversidad de paisajes era un factor de gran valor económico potencial, ya habían sido muchas las ocasiones en que, mediante las palabras o las imágenes, los paisajes isleños habían sido objeto de admiración y de elogio. Los numerosos viajeros europeos que en el siglo xix los recorrieron, en general llegaron a un diagnóstico coincidente: eran unos paisajes de maravilla que acogían, sin embargo, una sociedad caracterizada por el atraso. Fue la escritora francesa George Sand quien en Un invierno en Mallorca (1841) señaló con más contundencia el contraste que había entre la excelencia de la naturaleza y las carencias del medio social.

«La cala no ha sido objeto de mucha atención en la poesía de las Baleares, hecho sorprendente si tenemos en cuenta la cantidad de topónimos precedidos por el sustantivo ‘cala’ en las costas de las islas»

El descubrimiento del paisaje –entendido como aquella parte de la naturaleza que es construida por los humanos mediante la intervención de su percepción estética o de su acción ordenadora– fue una de las grandes novedades de la pintura y la literatura del siglo xix. El paisaje adquirió la categoría de sujeto artístico de primer orden. Superó definitivamente el carácter subsidiario –ser poco más que el decorado de una escena histórica, religiosa o mitológica– que con pocas excepciones había tenido hasta entonces y se ganó el derecho, a todos los efectos, de la suficiencia de sentido y de expresión. Con los románticos, la naturaleza fue dotada de atributos que son propios de la condición humana, en la medida en que fue concebida como un reflejo de las emociones y los sentimientos del yo –fuera poeta o pintor– que la contemplaba. Las representaciones meramente arquetípicas u ornamentales de la naturaleza, históricamente las predominantes, fueron sustituidas por otras que por encima de todo buscaban la singularidad y la originalidad, tanto la de los espacios físicos representados como la de la mirada que los convertía en creación artística.

A lo largo del xix, los paisajes de las Baleares, especialmente los de Mallorca, fueron objeto de una atención reiterada y abundante. La corriente de revaloración de la naturaleza impulsada por el Romanticismo y la visita al archipiélago de numerosos viajeros europeos –a la vez eruditos y románticos– dio pie a toda una serie de publicaciones en las que los dibujos o grabados que acompañaban a las palabras contribuyeron a hacer que una gran cantidad y diversidad de parajes de las islas, tanto urbanos como rurales o costeros, adquiriesen la condición de imágenes artísticas. Buena muestra de ello son los diez volúmenes del Die Balearen (1869-1891), del archiduque Luis Salvador, y Les îles oubliées (1893), de Gaston Vuillier. En paralelo, durante la segunda mitad del mismo siglo, los pintores baleares también convirtieron el paisajismo en su opción artística preferente. Joan O’Neille, Ricard Anckermann y Antoni Ribas son la mejor prueba. En general, sus cuadros nos remiten a parajes montañeros o a estampas marineras. A veces, también a iconografías de un costumbrismo anecdótico más bien pintoresco.

«El siglo xx es el momento de la irrupción de una nueva manera de mirar y de representar la naturaleza»

Sin embargo, cuando la pintura y el paisaje alcanzaron en Mallorca el estado de comunión y de creatividad máxima fue en el período de los primeros veinte años del siglo xx, sobre todo durante la primera década. Es el momento de la irrupción de una nueva manera de mirar y de representar la naturaleza. A partir de la asimilación del impresionismo y del simbolismo, ya no se tratará de ofrecer versiones sobre todo descriptivas y más o menos realistas, más bien al contrario, ahora se pretenderá traducir plásticamente los paisajes reales en unas visiones fundadas en la subjetividad, en una emotividad intensa y en la transfiguración simbólica. Este será el papel que harán el belga William Degouve de Nuncques y los catalanes Joaquim Mir y Santiago Rusiñol. Con sus obras, introdujeron una nueva manera de mirar los paisajes de la isla y, en consecuencia, también los representaron con unos cromatismos nuevos que sobre todo buscaban priorizar la expresión de las sensaciones y de las emociones más personales y más complejas. Con posterioridad a los tres nombres anteriores, fueron muchos los pintores que convirtieron –episódicamente o permanentemente– los paisajes de la isla en el objeto preferente de su práctica artística. Entre muchos otros, habría que mencionar al mallorquín Antoni Gelabert, los catalanes Sebastià Junyer y Hermen Anglada-Camarasa o el argentino Francisco Bernareggi. La fascinación por el paisaje llegó a monopolizar la pintura hecha en Mallorca. Con los años, y sobre todo porque se añadió un gran número de pintores de creatividad tan solo media, o incluso muy escasa, el pasajismo balear fue derivando hacia el estereotipo y la banalización, hasta el punto de que llegó a fraguarse un postimpresionismo de influencia local –Guillem Frontera dixit– mayoritariamente mediocre que fue hegemónico hasta la década de 1970.

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Blai Bonet dedicó el poema «La cala» a cala Figuera (Santanyí), donde el poeta transmite una fuerte intensidad sensorial y una gran abundancia de referencias cromáticas. / Sebastià Torrens

Los poetas y el paisaje

En la lírica balear la irrupción del paisaje como referencia principal se produjo sobre todo con la publicación del primer libro de Miquel Costa Llobera: Poesies (1885). Antes, algunos poetas de la Renaixença ya habían ofrecido un buen número de muestras que ya reflejaban vivencias personales de la naturaleza, a veces de carácter panorámico –la totalidad de la isla descrita desde el mirador del Puig Major, en «La Roqueta» de Mateu Obrador, o «Dalt d’un coll» de Marian Aguiló– y otras concretadas tan solo en un elemento vegetal específico –«L’olivera mallorquina» y «Els tarongers de Sóller», de Josep Lluís Pons Gallarza, o «A un ciprer», de Marian Aguiló–. La mayoría de veces los elementos naturales que integran los paisajes acaban adquiriendo un significado simbólico trascendente. El caso más notable es el del olivo de Pons Gallarza, convertido en la imagen de la perennidad de la naturaleza frente a la fugacidad tanto de la vida individual como de las civilizaciones humanas.

Con algunas de las composiciones de sus Poesies, Costa Llobera introduce plenamente el paisajismo romántico en la literatura de Mallorca. Los versos que nos remiten a los espacios terrestres o marinos son muy abundantes. Los poemas nacen a partir de la interacción emocional entre el yo lírico y su entorno. Los parajes o los elementos de la naturaleza que son objeto de recreación pasan a ser el correlato de las creencias o de los estados de ánimo o de los modelos de vida que el poeta tiene o que desearía alcanzar. La belleza del paisaje como testigo de la perfección de la acción del Dios creador; «La vall», con su aislamiento y su silencio, como el lugar más adecuado para llevar a cabo una exploración del mundo más interior; o «El pi de Formentor», convertido en símbolo de una concepción más alta de la vida: luchar y vencer contra las adversidades y las limitaciones que impone la vida cotidiana para conseguir aquella plenitud que tan solo puede nacer de las vivencias espirituales o artísticas. Costa Llobera como paisajista se sintió atraído por la Mallorca montañera o por la de las riberas de la costa norte, por espacios muy concretos que se sitúan entre el Gorg Blau y el cabo de Formentor. Nos ofrece una naturaleza abrupta, en cierta medida wagneriana, con una ausencia casi absoluta de figuras humanas. La soledad ambiental tan solo es contradicha por la intromisión de un yo poético que no renuncia a hacerse visible. Esta es la misma Mallorca que atrajo mayoritariamente a los pintores modernistas. Joan Alcover, en la sección «Cançons de la serra» del volumen Cap al tard (1909), también se sentirá atraído por la sierra de Tramontana mallorquina, por la parte, sin embargo, que va desde Deyá hasta Calviá. En su caso, nos encontramos con una naturaleza con presencia humana, descrita con el detallismo del miniaturista, e interiorizada mediante un proceso de contemplación que le ha permitido apropiarse de ella emocionalmente. En «La Serra», su poema paisajístico más emblemático, la naturaleza deviene símbolo de la patria y, al mismo tiempo, la concreción en una isla mediterránea real del mito clásico de la Arcadia.

«Aunque el motivo de la cala no sea muy habitual en la obra de los poetas insulares, sin duda se puede afirmar que su presencia es muy selecta»

Los poetas posteriores a Costa y Alcover también mantuvieron el tratamiento del paisaje como preferente. Llorenç Riber más bien marcó una línea de continuidad con respecto al poeta pollencí. Maria Antònia Salvà y Miquel Ferrà introdujeron un cambio sustancial: la zona de la isla de su preferencia dejó de ser la sierra de Tramontana y se decantaron por unos paisajes geológicamente y vegetalmente más discretos. El sur de la marina de Llucmajor, en el primer caso, los parajes del Raiguer o del Pla de la isla, en el segundo. Fue el paso de la escenografía wagneriana a otra más propiamente noucentista, con una preferencia por lo pequeño o sencillo, y de la estridencia cromática a los tonos más bien apagados o grisáceos. Una gran cantidad de los poemas de Salvà tienen como protagonistas elementos vegetales –la sección «Flora humil» del volumen Espigues en flor (1926), por ejemplo– y animales de carácter doméstico y de envergadura muy modesta. En las poesías paisajísticas de los autores de la segunda promoción de la Escola Mallorquina (Guillem Colom, Rafael Ginard, Miquel Colom…), en general se dio un proceso regresivo en la presentación de la naturaleza: se produjo una pérdida de significación simbólica y un retorno a un enfoque primordialmente descriptivo. Esta tendencia, sin embargo, se acabó definitivamente con la aparición de los primeros títulos de los poetas de la generación de 1951: Entre el coral i l’espiga (1952), de Blai Bonet, y L’hora verda (1952), de Jaume Vidal Alcover. Otra vez los paisajes volvieron a ser incursos en la alquimia de la metáfora, incluso en la de carácter más visionario, y también en todos los recursos expresivos orientados a intensificar la percepción sensorial y subjetiva de los elementos reales que los formaban. Un rasgo característico de todo el paisajismo literario mallorquín, de Costa Llobera a Blai Bonet, es el embelesamiento ante la naturaleza, la cual sin excepciones acaban sometiendo a un proceso de sublimación idealista.

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Caloscamps inspiró al poeta Bartomeu Fiol su recopilatorio Calaloscans, donde encontramos un cambio en la percepción literaria del paisaje. De la belleza sublime pasamos a un espacio caracterizado negativamente. / Sebastià Torrens

La cala como motivo poético

Este accidente geográfico que se caracteriza por ser una entrada de mar en una costa no ha sido objeto de mucha atención en la poesía de las Baleares. El hecho es sorprendente si tenemos en cuenta la cantidad de topónimos precedidos por el sustantivo cala que pueden localizarse en las costas de las diferentes islas del archipiélago. En el primer tomo del Corpus de toponímia de Mallorca (1962-1963), de Josep Mascaró Pasarius, se mencionan más de ciento sesenta calas, y una sesentena de calons. A diferencia de los poetas, los pintores sí que se han sentido intensamente atraídos por las calas. Sobre todo por la de Deyá –existe el precedente de un grabado que aparece en el Die Balearen– y la de Sant Vicenç. A ambas las inmortalizó Joaquim Mir, con unas telas de gran formato que en el contexto de la pintura mundial de principios del xx posiblemente representan la máxima radicalidad en el uso de los colores y en la desfiguración de los elementos reales, hasta casi llegar a la abstracción pura. En la cala pollencina de Sant Vicenç, incluyendo en general el peñón del Cavall Bernat, han sido tantos los artistas que la han pintado que de alguna manera constituye por ella misma un subgénero dentro del paisajismo plástico mallorquín.

Sin embargo, aunque el motivo de la cala no sea muy habitual en la obra de los poetas insulares, sin duda se puede afirmar que su presencia es muy selecta. La primera muestra es «Cala Gentil» de Costa Llobera. De ella hizo una primera redacción en noviembre de 1903 y en julio del año siguiente acabó la versión definitiva. El poema fue incluido en el volumen Poesies (1907). El adjetivo gentil es aplicado por el poeta a la cala del Pi de la Posada, la misma donde en la década de 1920 fue construido el tan conocido Hotel Formentor. Para el poeta, este paraje era un lugar de paso habitual en sus paseos por el bosque. La composición es la descripción de un espacio real muy concreto, con referencias a los elementos vegetales, ambientales, líquidos y geológicos que lo forman. Para representarlo, se hace uso de términos léxicos ennoblecedores y de múltiples anotaciones de carácter sensorial (visuales, olfativas y auditivas). La cala es percibida y presentada con una serie de atributos elevados: luminosidad, belleza, felicidad, serenidad, eternidad…  Se trata del tópico literario del locus amoenus: un paisaje natural ubicado entre el mar y una barrera formada por una vegetación frondosa y, en un segundo plano, por una cresta montañosa. Es el correlato de aquel paraíso dentro del cual los humanos pueden encontrar refugio y paz ante las adversidades, y también la plenitud vital y la placidez interior, e igualmente la felicidad máxima y esa especie de reposo y de consuelo que únicamente nace con la disolución del propio yo dentro de una naturaleza que se percibe como un reflejo de la divinidad. El otro gran poeta mallorquín de entre siglos, Joan Alcover, en la fantasiosa composición «La sirena» convirtió «una cala profunda» en el escenario dentro del cual un «pescador solitario» y una mujer pez compartían, al mismo tiempo, un fugaz contacto físico y la conciencia de que su unión era una «cópula imposible».

«Costa Llobera nos ofrece una naturaleza abrupta, en cierta medida wagneriana, con una ausencia casi absoluta de figuras humanas»

Con posterioridad a la Guerra civil, el motivo de la cala también es tratado por algunos de nuestros mejores poetas. Es el caso del ibicenco Marià Villangómez. En el libro Els dies (1950) encontramos los cuatro cuartetos de «Cala deserta». Los dos primeros, de carácter descriptivo, hacen referencia, respectivamente, a la parte terrestre y a la parte marina de cualquier cala. El tercero remite a la historia mítica del lugar (semidioses, naves, fábulas). El cuarto nos habla de la vivencia del yo lírico entre medias del terrestre calor estival y de la frescura marina. En Entre el coral i l’espiga (1952) de Blai Bonet está el poema «La cala», que nos remite a la cala Figuera de Santanyí. Se trata de cuatro cuartetos de versos decasílabos que transmiten una fuerte intensidad sensorial y una gran abundancia de referencias cromáticas y de verbos de acción. En definitiva, configura una realidad policroma y dinámica, emocionalmente exaltada, de un panteísmo pagano que se concreta con la inclusión de la referencia a la fecundación de Dánae de parte del Zeus-sol que se ha transfigurado en una lluvia de oro. El momento álgido se produce cuando la naturaleza marinera y solar y el cuerpo físico del yo lírico se fusionan hasta constituir una única entidad. Otra vez el propio Blai Bonet, en su libro Comèdia (1960), sitúa la evocación de los años de infancia, en el marco histórico de la Guerra civil, en la zona del mar y la playa de una cala, de cuyos alrededores menciona los diferentes elementos vegetales. El poema es complejo y extenso –ciento cincuenta y tres versos– y se titula «El mar de Montdragó». En el caso de este texto, la cala santanyinera sobre todo hace la función de escenario de unos hechos vividos.

Y reencontramos el mismo topónimo en el primer libro que publicó Josep M. Llompart: Poemes de Mondragó (1961). En realidad este es el título de la sección inicial del volumen, formada por nueve poemas que fueron escritos en 1955. Llompart y algunos de sus compañeros poetas hicieron varias estancias en una casa de veraneo situada en Mondragó. Esta fue la vivencia física real que dio origen a los textos. Encontramos una descripción escasamente naturalista del entorno. Más bien se trata de la presentación de un paisaje anímico en un tiempo de otoño y en medio de evocaciones amorosas y de manifestaciones de melancolía. Por momentos sobrevuela una cierta atmósfera agónica, con referencias a hechos y conceptos que explícitamente la sugieren: el crepúsculo, Ofelia, la muerte, la enfermedad de la infancia… En estos poemas, el paisaje es el correlato objetivo del mundo interior del poeta. A través de una realidad material tangible –el paisaje– se sugiere un mundo oculto emocionalmente intenso y agitado, y sentimentalmente vaporoso.

«Con los románticos, la naturaleza fue dotada de atributos que son propios de la condición humana, en la medida en que fue concebida como un reflejo de las emociones del yo que la contemplaba»

Otro poeta mallorquín también eligió el nombre de una cala para poner título al primer libro que publicó. Se trata de Bartomeu Fiol y de su recopilación Calaloscans (1966). El topónimo, situado en la parte nordeste de Mallorca, en el núcleo costero de la Colonia de San Pedro, en el municipio de Artá, según Joan Coromines es una aglutinación de caló des Cans. El poeta lo interpretará en este sentido. Más recientemente, el lingüista Cosme Aguiló ha establecido que la forma adecuada tiene que ser Caloscamps, de un primigenio cala los Camps. Esta obra de Fiol representa un cambio de rumbo en la tradición del paisajismo literario balear. Sobre todo porque oscurece el espacio descrito: la luminosidad y la policromía dejan de ser los dos atributos dominantes.
Y igualmente, a la hora de representarlo, prescinde de la orquestación propiamente simbolista y del uso de metáforas de enaltecimiento. El paisaje deja de ser visto con embelesamiento y, en consecuencia, el poema pierde el sentido de ser un acto de celebración casi litúrgica. De la cala paradisíaca de belleza sublime –Costa, Villangómez, Bonet, Llompart–, ahora pasamos a un tipo de espacio caracterizado negativamente: «no és agradable el paratge de la cala», «riba esquerpa», «cala de les malediccions», «marina histèrica», «cala foscant»… Además, los poemas de la recopilación se construyen con un estilo abrupto, duro, sin rehuir la estridencia sonora, con construcciones verbales muy poco convencionales, siempre con el trasfondo sonoro de los ladridos de los perros, con un tono desgarrado que nos remite a una estética más bien expresionista. El significado global de Calaloscans queda diluido entre unos versos generalmente herméticos y ambiguos. Aun así, los textos de los diferentes analistas del libro muestran una lectura compartida: la cala es el símbolo de un territorio bastante más amplio, el de la Mallorca de los años sesenta. Una década en la que la asfixia del franquismo y la quiebra de la sociedad rural tradicional eran los principales contrapesos del curso de la historia.

«‘Calaloscans’ de Bartomeu Fiol representa un cambio de rumbo en la tradición del paisajismo literario isleño, sobre todo porque oscurece el espacio descrito»

El menorquín Ponç Pons en algunos de sus libros introduce numerosas referencias a los paisajes de su isla. En general, se aproxima desde una doble y diferenciada perspectiva: por una parte, la evocación del paraíso de su infancia y, por la otra, la pesadilla de un presente en el que la naturaleza ha sido invadida y la identidad expoliada. En el libro El salobre (1997), por ejemplo, podemos encontrar un buen número de versos que documentan esta visión que oscila entre la nostalgia de un pasado mítico perdido –la mejor muestra es el poema «Cala’s Morts»– y de un tiempo actual hostil y displaciente: «Ja no hi ha vellmarins als penyals de Fornells/ S’omplen totes les cales de bars i de murs» («Obituari»). O también la contraposición que establece en el poema «Argonauta» entre las vivencias del pasado –«Cant i escric amb amor el nom de boscos purs/ on jugàvem feliços a guerra els amics/ i on anava amb ma mare a cercar esclata-sangs»– y las del presente: «Ho record mentre escric abocat a un futur/ estranger encimentat de for rents i de bars». Es incuestionable que con los versos de Ponç Pons el fenómeno de la balearización ha sido incorporado plenamente al paisajismo literario de la isla.

Entre 1885 –las Poesies de Miquel Costa Llobera– y la década de 1960 –con el Bonet, Vidal Alcover y Llompart iniciales–, el paisajismo literario en las Baleares se expresó con un discurso idealista de celebración y de sublimación. A partir de Calaloscans de Fiol, se produjo un cambio de rumbo hacia unas representaciones del todo austeras y nada enaltecedoras, hasta llegar a los numerosos versos de Ponç Pons en los que el espacio geográfico ya ha sufrido el doble impacto negativo de la degradación medioambiental y el de la despersonalización identitaria. El tratamiento del motivo específico de la cala fue evolucionando en paralelo al del conjunto del paisaje.

Bibliografía
Llompart, J. M., 1964. La literatura moderna a les Balears. Moll. Palma.
Llompart, J. M., 1970. Poesía y paisaje. El tema de la "Costa Brava" en los poetas mallorquines. Cort. Palma.
Pons, M., 1998. Poesia insular de postguerra: quatre veus dels anys cinquanta Publicacions de l'Abadia de Montserrat. Barcelona.
Pons, M., 1999. Blai Bonet: el poeta i el paisatge de Santanyí. Ajuntament de Santanyí. Santanyí.

© Mètode 2012 - 74. La cala encantada - Verano 2012

Catedrático de Filología Catalana. Universidad de las Islas Baleares.