El calor de las estrellas frías

De cómo las estrellas se convirtieron en actores principales del universo

Nebulosa del Cangrejo

Heat from Cold Stars. How Stars Became Major Players in the Universe. Although they are ever present in the night sky, stars did not attract the attention of scientific astronomy until the late eighteenth century. The exploration of deep space, studies of the behavior of the Sun and spectroscopic analysis were the gateways to a new astronomy, conceived as the Science of the Stars.

Las estrellas siempre han estado en los cielos, pero no siempre fueron objeto de los desvelos de los astrónomos. Es cierto que muchos enterramientos mediterráneos se orientaban hacia la posición que hace cinco mil años ocupaba Sirio y que esa misma estrella fue usada por los egipcios para confeccionar los calendarios de las crecidas del Nilo. Sabemos que los babilonios estudiaron las constelaciones zodiacales, que la astronomía china se organizaba desde la estrella polar por medio de meridianos estelares. También es cierto que desde la antigüedad se confeccionaron catálogos de estrellas y que contamos con repertorios estelares en la cultura China más remota. En la cultura griega, Hiparco midió la posición de cientos de estrellas que figuran en la obra de Ptolomeo.

De las estrellas se puede decir todo eso y otras muchas cosas, aunque sigue siendo cierto que la astronomía no siempre contó con ellas. Con el tiempo se convirtió en una ciencia de la computación, del cálculo, de las posiciones del Sol, de la Luna y de los planetas y cometas. Después, en una mecánica de esos astros. Las estrellas no fueron nunca demasiado atractivas para los matemáticos. El Sol fue una estrella más a partir de la revolución copernicana, pero sólo tenía importancia como centro gravitatorio.

Los mapas de estrellas comenzaron a interesar a finales del siglo XVII con la fundación del Observatorio de Greenwich, cuando el Almirantazgo británico deseó disponer de procedimientos fiables para determinar la longitud en el mar. Se necesitaba tener información precisa del movimiento del Sol y de la Luna, y las estrellas eran de una ayuda inestimable como referencia aunque sólo como actores secundarios. Las observaciones estelares de los dos primeros directores del Observatorio, Flamsteed (1646-1719) y Bradley (1693-1762), permitieron elaborar atlas de estrellas de una precisión muy aceptable. Pero los astrónomos del xviii usaron los telescopios casi exclusivamente como instrumentos matemáticos.

Primer viaje al espacio profundo

Desde finales del siglo XVI se aceptaba que las estrellas se encontraban a diferentes distancias del Sol y se habían detectado novas. A mediados del siglo XVII, el astrónomo polaco Hevelius estudió una estrella variable, incluso Edmund Halley a principios del siglo XVIII había detectado pequeños movimientos propios en algunas estrellas. Pero eso era todo. La teoría de la gravitación universal resultaba poco aplicable al cielo estrellado. Nadie sabía por qué las estrellas no se atraían unas a otras hasta colapsar en algún centro de gravedad. Se conocían, eso sí, algunos cuerpos extraños, denominados nebulosas. El astrónomo francés Charles Messier (1730-1817) elaboró entre 1764 y 1782 un catálogo de 110 nebulosas para no confundirlas con cometas.

En el último cuarto del siglo XVIII, los hermanos Wilhelm Herschel (1738-1822) y Carolina Herschel (1750-1848), astrónomos aficionados, estudiaron las nebulosas y las estrellas como objetos astronómicos interesantes por sí mismos. En 1781 se acreditaron por el descubrimiento de Urano, que catalogaron como cometa, y luego se convirtió en un nuevo planeta. Los hermanos Herschel construyeron telescopios de espejos con los que deseaban penetrar en las profundidades de los espacios siderales. En la década de los ochenta, los Herschel comenzaron a inspeccionar los cielos en todas las direcciones contando estadísticamente las estrellas que aparecían en cada uno de los conos de visión. Asumieron una hipótesis muy arriesgada pero útil: que las estrellas mostraban una luminosidad inversamente proporcional a su distancia, es decir, una estrella muy débil debía ser una estrella muy lejana. Así ofrecieron a los atónitos ojos de los astrónomos de la Royal Society of London la imagen de cómo podría verse nuestra Vía Láctea desde fuera en el grabado que se adjunta al texto.

El rendimiento de sus exploraciones fue fabuloso; los Herschel consiguieron que el número de las nebulosas conocidas en 1802 se contara por miles. Además, comprobaron que la mayoría de las nebulosas se resolvían en nubes de estrellas al observarlas con sus telescopios. ¿Ocurría eso con todas las nebulosas? Sus observaciones y catálogos constituyeron una base empírica inestimable para la nueva astronomía de las estrellas. Con sus telesco­pios fueron unos «nuevos Galileos» al usarlos como instrumentos físicos y filosóficos. No detectaron la paralaje de ninguna estrella porque sus reflectores eran poco precisos para ese fin, pero abrieron la puerta a especulaciones fantásticas. ¿Qué significaba la palabra cosmos? ¿Se trataba de un archipiélago de islas cada una de las cuales era una Vía Láctea por si misma? Esta hipótesis, bautizada más tarde con el nombre de hipótesis del universo isla, no se verificó plenamente hasta la tercera década del siglo XX. Hasta entonces la astronomía de las estrellas tuvo que hacer un largo camino.

La luz, auténtico mensajero de las estrellas

Los astrónomos profesionales de principios del siglo XIX valoraron el trabajo de los Herschel, pero siguieron sin interesarse por las estrellas. Es cierto que Friedrich Bessel (1784-1846) logró determinar la paralaje de 0’314”, y por lo tanto la distancia absoluta, de la estrella fija 61 Cygni (Cisne). Sin embargo, ¿hasta cuándo se podría afinar la precisión en las observaciones? Las estrellas más cercanas sugerían unas distancias tan enormes que hacían impensable conseguir una exploración del universo con la pura geometría. La mecánica celeste servía de poco para introducirse en la profundidad de esos espacios estelares.

Figura que representa estrellas en el universo

Figura del artículo de los Herschel que mostraba la forma que debía tener el universo de estrellas que se divisaba desde la Tierra. / Herschel, W., 1785. «On the Construction of the Heavens». Philosophical Transactions of the Royal Society of London, 75: 213-266.

Pero si las matemáticas no servían para la astronomía de las estrellas, ciencias nuevas –la termodinámica, la óptica física y la teoría de la radiación– se convirtieron en sus nuevas aliadas. La luz era el perfecto mensajero de las estrellas con información muy valiosa. No repararon en su valor los astrónomos sino los fabricantes de cristal. El bávaro Joseph Fraunhofer (1787-1826) construía lentes para telescopios con cristal excelente. Fraunhofer usó las rayas de Wollaston como un patrón de calidad. Al estudiarlas, comprobó que eran centenares y de diferente grosor. Pero su descubrimiento más notable fue que la distribución de las rayas no era la misma para cualquier tipo de luz, sino que variaban según la fuente, y que las estrellas podían ser fuentes de luces diferentes.

En 1860, una fecunda alianza del químico Robert Bunsen (1811-1899) y el físico Gustav Kirchhoff (1824-1887), que trabajaba en teoría de la radiación, permitió encontrar una clave para empezar a entender el significado de esas rayas, o sea, de los espectros de luz. Los científicos mencionados llegaron a establecer que cada elemento químico tenía una raya característica en el espectro que transportaba la luz. Así, se reparó en que la luz ofrecía información de la composición de las estrellas y la espectroscopia se convirtió en una herramienta muy adecuada para desentrañarla.

El Sol, una estrella más, pero la nuestra

De forma paralela a estos descubrimientos debe mencionarse el interés que suscitó el estudio del Sol durante el siglo XIX. ¿Eran iguales todas las estrellas e iguales al Sol? Parecía que no. Por lo tanto, lo más razonable era suponer que el Sol pertenecía a uno de los diferentes tipos de estrellas existentes. Para estudiar el Sol se aprovecharon los eclipses para conocer la actividad de la corteza solar, y se detectaron protuberancias y algo parecido a «tormentas solares» que fascinaron a los primeros observadores. Además, el farmacéutico alemán y aficionado a la astronomía Heinrich Schwabe (1789-1875) estudió el comportamiento de las manchas solares al mismo tiempo que buscaba un posible planeta situado entre Mercurio y el Sol. Analizó minuciosamente la deriva de las manchas solares y su período. Alexander von Humboldt mencionó los resultados en su obra Cosmos. Casi al mismo tiempo, Edward Sabine (1788-1883), militar británico y firme partidario de estudiar el magnetismo como medio de asegurar la navegación, descubrió que las variaciones cíclicas del campo magnético terrestre tenían el mismo período que la evolución de las manchas solares. Todo indicaba que el Sol influye sobre la Tierra no sólo de forma mecánica y gravitacional, sino de forma magnética. La segunda mitad del siglo XIX se convirtió en la edad de oro de la espectroscopia y a la vez se incrementaba la pasión por estudiar el Sol. El astrónomo francés Pierre J. C. Janssen (1824-1907) advirtió durante el estudio de la corona solar en un eclipse unas líneas de absorción que no conocía. Comunicó su descubrimiento al astrónomo británico Joseph N. Lockyer (1836-1920), quien confirmó que podría tratarse de un nuevo elemento que hubiera en el Sol. Esto ocurría en el año 1868, y se propuso el nombre de helio para este elemento desconocido en la Tierra. En 1896, el químico escocés William Ramsay lo encontró en un mineral llamado espectroscopia precisamente usando el espectro de los astrónomos mencionados. El helio es escaso en la Tierra pero resulta ser el elemento más abundante del universo después del hidrógeno.

A partir de las últimas décadas del xix, los nuevos astrónomos, que entonces adoptaron el nombre de astrofísicos, plantearon dos problemas fundamentales con respecto a las estrellas. El primero, ¿cómo es posible que brillaran continuamente? ¿De dónde obtenían la energía que radiaban? En segundo lugar, ¿cuál era su distribución en el espacio?

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No todas las estrellas son iguales. En la imagen, diagrama Hertzsprung-Russell donde se distribuyen los diferentes tipos de poblaciones estelares en función de su temperatura superficial y luminosidad (en luminosidades solares). Este diagrama permite seguir la evolución de una estrella desde la secuencia principal, donde se encuentran la mayor parte de su existencia, hasta las diferentes situaciones a las que llegan las estrellas hacia el final de ésta, dependiendo de sus propiedades iniciales. Se indica la posición que ocupa el Sol (en la secuencia principal). / © ESO

El primer problema recibió las respuestas más variadas desde la mecánica. Se pensó que el Sol obtenía la energía por medio de una lluvia meteorítica que lo calentaba, aunque finalmente prevaleció la idea de que se producía un proceso de contracción gravitacional que permitía liberar grandes cantidades de calor. Los cálculos realizados por Helmholtz sobre el Sol no fueron concluyentes. Mucho más tarde la científica Cecilia Payne-Gaposchkin (1900-1979) intentó convencer a la comunidad de astrónomos de que el Sol estaba formado por hidrógeno, y este elemento debía ser el más abundante en las estrellas. Lo afirmó en su tesis doctoral en 1925, y fue una pista fundamental para entender el proceso de transformación de hidrógeno en helio como fuente de energía solar debido a la transformación de masa en energía, porque los dos átomos de hidrógeno necesarios para formar uno de helio tienen más masa que éste último, y ese déficit de masa según la teoría relativista se convertiría en energía. Así se interpretó que la vida de una estrella consistía al menos en un proceso de transformación en helio del hidrógeno que contenía en su masa.

Las estrellas dispersas

Además, a principios del siglo XX se había clasificado un número considerable de estrellas por medio de sus espectros. El catálogo realizado por Edward Pickering (1846-1919) en Harvard, financiado por el legado que la viuda de Henry Draper (1837-1882) donó a la Universidad de Harvard, fue fundamental para la astrofísica. Muchos astrónomos usaron esta información empírica para proponer diagramas de evolución de las estrellas. Apoyados por los trabajos de los físicos, el astrónomo danés Ejnar Hertzsprung (1873-1967) y el astrónomo americano Henry Norris Russell (1877-1957), en 1912 ofrecieron de forma independiente un diagrama de evolución estelar que contenía muchos interrogantes porque había una secuencia principal que parecía dar una pauta para entender la evolución de la vida de las estrellas, y excepciones fuera de la secuencia. El diagrama fue muy rentable para estudiar la astrofísica estelar de forma refinada durante las décadas siguientes.

Con respecto al segundo problema, el de la distribución de las estrellas en el espacio y de su distancia al Sol, se debe mencionar un resultado apreciable obtenido por Henrietta Swan Leavitt (1868-1921), miembro del equipo de Harvard cuyo interés se centró de modo muy particular en unas estrellas variables, denominadas cefeidas, cuyo período parecía estar relacionado con su distancia al Sistema Solar y por supuesto con la escala del universo. Sin embargo, la pregunta sobre el tamaño del universo resultaba más sencilla de formular que de contestar.

George Ellery Hale (1868-1938) propició un debate sobre el tamaño del universo en una reunión que tuvo lugar el 29 de abril de 1920 en la Academia Nacional de Ciencias de Washington ante un público de astrofísicos, bautizada luego con el grandilocuente nombre de Gran Debate. Hale reunió en la sala al joven astrónomo Harlow Shapley (1885-1972), y a Herbert Curtis (1872-1945), en aquella época director del observatorio Lick de la universidad de California. El tema de la reunión fue «la escala del universo». El debate sólo sirvió para plantear la pregunta en términos precisos y para contrastar las técnicas que se utilizaban para determinar las distancias astronómicas. La cuestión quedó en el ambiente porque para entonces ya se abrían paso las ideas relativistas y cosmológicas de Albert Einstein. Pocos años más tarde, un colaborador de Hale en el Mount Wilson, llamado Edwin Powell Hubble (1889-1953), estudió con detalle todos los datos que se habían puesto sobre la mesa en el Gran Debate y exploró las posibilidades que ofrecían las técnicas de medición de distancias por medio de las variaciones luminosas de las cefeidas. Sus investigaciones dieron la razón a quienes defendían que en el universo hay objetos fuera de nuestra Vía Láctea y que el cosmos estaba formado por un inmenso archipiélago formado por gala­xias formadas por miles de estrellas. Y no sólo eso, se estableció que el universo no era un lugar tran­quilo, los desplazamientos al rojo y al azul eran una característica general del universo. Posteriormente se comprobó que las galaxias se movían, la mayor parte se alejaban de la nuestra, como si el universo estuviera siempre en expansión.

Así pues, a la postre, la unidad de nuestro universo resultó ser la galaxia, aunque las estrellas eran unos objetos abundantes, de clases muy variadas, con vidas de longitud desmesurada si las comparamos con las nuestras, pero muy breves en términos cosmológicos. El universo más que nunca resultaba ser un lugar enigmático e inquieto del que se desconocía casi todo.

Referencias

Battaner, E., 2001. La física de las noches estrelladas. Astrofísica, Relatividad y Cosmología. Tusquets Editores. Barcelona.

Rioja, A. i J. Ordoñez, 2006. Teorías del universo Volumen III. De Newton a Hubble. Síntesis. Madrid.

Whitehouse, D., 2006. El Sol: una biografía. Kailas. Madrid.

Weinberg, S., 1978. Los tres primeros minutos del universo. Alianza Editorial. Madrid.

© Mètode 2011 - 64. La mirada de Galileo - Número 64. Invierno 2009/10
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Profesor del Departamento de Lingüística, Lenguas Mo­der­nas, Lógica y Filosofía de la Ciencia, Universidad Autónoma de Madrid, y investigador del Max Planck Institute for the History of Science (Berlín).