El ruido lo hacen los otros

Aspectos patrimoniales del paisaje sonoro

paisaje sonoro

Nosotros no compartimos, en absoluto, aquella vieja discusión filosófica (que en realidad es un koan o típico problema que el maestro zen plantea a su discípulo para comprobar su crecimiento) que dice que cuando un árbol cae en medio de un bosque no hace ruido si ninguna persona lo escucha.

«Toda emisión sonora tiene siempre una capacidad de comunicación voluntaria»

Por el contrario pensamos, exagerando también para tratar de conocer el problema, que toda emisión sonora tiene siempre una capacidad de comunicación voluntaria por parte de un individuo o de un grupo, tanto con respecto a él mismo como –y sobre todo– con respecto al resto de grupos, especialmente los más próximos.

En otros lugares ya hemos reflexionado sobre los sonidos producidos durante procesos técnicos y hemos dicho que iban más allá de la necesidad tecnológica y que había diferencias importantes rítmicas y acústicas entre procesos semejantes de un país a otro (como los telares manuales o los herreros, que suenan o, mejor, sonaban de manera diferente en Andalucía y en Aragón).

También llegamos a la conclusión, en un interesante grupo de trabajo del Instituto de Acústica del CSIC, que los sonidos per se no tenían contenido ni emotivo ni comunicativo, y que había que conocerlos –y compartir la clave– para sacar provecho de ellos: no hay sonidos agradables o desagradables, amables o dignos de rechazo sin conocer el contexto.

No hemos hablado de ruido. Porque nosotros no hacemos ruido. El ruido lo hacen los otros, lo que parece evidente. Cuando nosotros tenemos que utilizar una herramienta o un mecanismo, aunque sea a deshora, lo hacemos por necesidad y, por lo tanto, no es –o no suele ser– una provocación. Algo diferente es cuando lo hacen los otros. Por cierto, he escrito a deshora y ésta ya podría ser una pista: la comunidad otorga un tiempo y un espacio para ciertas actividades acústicas, no debemos pensar tan sólo en las normativas municipales, sino en ciertos momentos sagrados y profanos de nuestra vida cotidiana. ¿Alguien imagina hacer ruido poco antes de chutar un penalti? ¿Y alguien imagina permanecer en silencio para aplaudir –o protestar– si ha sido nuestro equipo quien ha marcado (o si lo ha hecho el otro)?

Por lo tanto, ruido es lo que hacen los otros, al margen del momento, intensidad o ubicación, mientras que cuando lo hacemos nosotros es expresión, comunicación, sentimiento… y, si queréis, un hecho patrimonial.

El ruido patrimonial

En este sentido, las normas, sobre todo municipales, son una referencia relativa. Ya hemos escrito que esta normativa, especialmente del pasado, nos ayuda a conocer no tanto el control sonoro efectivo como, por el contrario, aquellos elementos sonantes que se ha intentado controlar, de manera general en vano. ¿Pero pueden utilizarse las normas objetivas para determinar cuándo un sonido es ruido? Al valor objetivo del ruido –es decir, a los decibelios– hay que añadir, sin duda, el valor patrimonial del ruido, que relativiza (hacia arriba o hacia abajo) los niveles de molestia.

paisatge sonor pirotècnia

La pirotecnia se puede considerar como un ruido extremo. Sin embargo, los valencianos la entienden como parte de su tradición, ligada a la fiesta y a la celebración, y no la consideran un ruido agresivo. / F. Llop

Ya hemos dicho en otras ocasiones que el patrimonio no existe, que es un valor añadido por una comunidad a un hecho –inmaterial o material– que tiene significado para el grupo. Aparentemente damos vueltas en redondo: si patrimonial es lo que tiene sentido para una comunidad, el ruido que tiene sentido deja de ser ruido y se convierte en un elemento portador de significado para el grupo.

No quiero referirme a los ruidos extremos como la pirotecnia, de la que somos tan amantes los valencianos –por cierto, ¿desde cuándo? Seguro que no es cosa de los moros, porque que si lo fuera, la conquista habría sido de otro modo–, pero hablaré de bandas de música por la calle, por ejemplo. No hace mucho leí en un libro de fiestas que las bandas superaban los máximos recomendables y que, por lo tanto, los músicos deberían llevar auriculares de protección cuando desfilaban –y también el público presente. La propuesta, que se pretendía seria, veía las dificultades añadidas, decía, por las manías de la gente que no aceptaría aquella protección necesaria. Otro artículo que también quería proteger de los excesos acústicos se encontraba con un dilema de difícil solución, ya que un cantante de ópera, cuando emite sus cantos, supera con mucho los 100 decibelios y por tanto habría que protegerlo de la intensidad sonora que él mismo produce. ¿Pero qué clase de auriculares de protección debería usar si es su mismo cuerpo el que produce la potente emisión acústica?

«El sonido forma parte del patrimonio del grupo y es aceptado como tal porque forma parte de nuestra identidad»

El argumento patrimonial, pues, va más allá del hecho objetivo de la emisión sonora de tantos o cuantos decibelios: el sonido forma parte del patrimonio del grupo y es aceptado como tal, tenga la intensidad que tenga, porque forma parte de nuestra identidad. Un elemento más próximo, también para los valencianos: ¿alguien imagina almorzar –¡el sagrado almuerzo!– en un bar silencioso? Yo diría, incluso, que los bares y otros establecimientos de comidas y de relación, sobre todo de los hombres, están hechos adrede de la peor manera acústica posible, para que las voces resuenen y para que haya que gritar para mantener un nivel más o menos aceptable de comunicación.

El ruido comunica

Ya lo hemos apuntado –y debemos volver a incidir en ello: el ruido comunica. O mejor, digamos que los diversos elementos acústicos, los llamados paisajes sonoros, hablan de los elementos permitidos y aceptados por una comunidad a través de los cuales aquella expresa sus sentimientos, sus ritmos y valores.

El rumor del tránsito nos indica unos ritmos asociados a la semana, al tiempo de trabajo o de ocio. Y las máquinas o incluso el ciclo de los bares nocturnos, que crece cuando se acerca el fin de semana y disminuye a partir del domingo.

«Cuando se construyó el Micalet, la gran campana de las horas de la Catedral de Valencia, la hacen tan grande para que suene hasta las murallas y más allá»

A veces los sonidos son voluntariamente potentes para mostrar valores conscientes. A menudo hemos indicado que cuando se construyó el Micalet, la gran campana de las horas de la Catedral de Valencia, campana y reloj de gestión municipal, la hacen tan grande para que suene hasta las murallas y más allá a fin de mostrar la magnificencia de una ciudad tan ilustre como ésta. El sonido potente, ahora enmudecido de noche por la voluntad de un único vecino, comunica no sólo las horas y el paso del tiempo, sino el prestigio de una ciudad que siempre ha querido ser poderosa y quiere mostrarlo a los otros.

El sonido de las campanas, especialmente nocturno, plantea un problema que solamente se puede resolver de manera patrimonial. Sabido es que las campanas han constituido, durante siglos, la manera más privilegiada de comunicar dentro de un grupo. Y también es sabido que las campanas son, quizá, el único instrumento musical que permanece intacto –acústicamente– a lo largo de los siglos.

Ahora bien, las campanas superan toda medida acústica objetiva –igual que lo hacen las bandas de música o los cantantes de ópera. A la pregunta de si son un sonido patrimonial o un ruido, cada comunidad debe responder a su modo. La respuesta, en principio, parece evidente: para nosotros, que las hemos oído desde siempre, las campanas son un sonido patrimonial; para los otros, los forasteros –los otros son siempre forasteros– el sonido es una agresión y, por tanto, ruido.

paistge sonor campanes

El sonido de las campanas forma parte de nuestro patrimonio cultural. Durante siglos, ha sido la manera más privilegiada de comunicarse dentro de un grupo. En las imágenes, campaneros haciendo sonar las campanas a la manera tradicional, de forma manual. / Francesc Llop

En todas las historias recientes de denuncias –y hay unas cuantas ahora– son siempre forasteros los que denuncian el sonido de las campanas nocturnas, las del reloj. Olvidando que es un derecho comunitario –ser informados de la hora por el Ayuntamiento– y que es una obligación municipal –informar de la hora que pasa–, sólo recuerdan que sus decibelios superan el máximo permitido. Y para proteger los derechos individuales, se recortan y suprimen los derechos colectivos. Ya sabemos que la noción de patrimonio, aparte del valor añadido, supone unos derechos limitados a las personas –a los titulares o propietarios, por ejemplo– en nombre de la comunidad. El valor patrimonial del reloj común –a menudo un derecho adquirido a lo largo de un secular proceso histórico– seguramente supera los derechos individuales, sobre todo teniendo en cuenta que cuando compraron la casita aquella en el pueblo tan simpático, las campanas ya estaban sonando.

Sería como denunciar las fiestas porque rompen el orden cotidiano e impiden el libre tránsito por las calles o, incluso, pedir la prohibición del descanso dominical, ya que limita los derechos de los compradores y vendedores.

El ruido separa

Así pues, el ruido separa. Mejor dicho, el sonido potente de los otros, percibido como ruido, autoafirma la diferencia. Ellos hacen ruido, nosotros hacemos música y comunicación. Y el ruido –ahora, sí– es considerado como una agresión. Una agresión fácilmente mensurable –en decibelios– pero difícil de ponderar en valor patrimonial o comunicativo. Los otros finalmente hacen ruido porque no sabemos interpretar qué nos quieren decir.

El problema –si es que lo hay– era mucho más fácil de contabilizar en unas sociedades tradicionales mucho más homogéneas que las nuestras. ¿Cómo hacerlo en nuestra sociedad, mucho más abierta, compleja y multicultural? Quizá la respuesta nos la da la misma sociedad tradicional: no hacía falta conocer el significado de las cosas porque ya las sabían. Quizá no tenían escuelas, pero había un aprendizaje continuo –y un respeto a menudo excesivo– para comprender lo que formaba parte de los elementos patrimoniales de la comunidad. Quizá también muchas cosas formaban parte de la vida y, por tanto, no eran discutibles –como el paisaje, el tiempo o la propia vida– y tan sólo había que dejarse llevar y tratar de comprender.

El ruido, considerado como elemento patrimonial, deja de ser una agresión para convertirse en una forma de expresión comunitaria que no sólo ha llegado hasta nuestros días, sino que debe ser conservada, mejorada y transmitida a las generaciones futuras. No en vano su idea del patrimonio está cambiando: ya no es lo que recibimos de nuestros padres, sino más bien lo que debemos transmitir a los hijos de nuestros hijos.

El ruido integra

Si otras veces hemos propuesto recolectar e integrar paisajes sonoros para tratar de reconstruir los espacios sonoros –entendiendo que un paisaje sonoro no es más que una perspectiva desde la cual contemplar un fenómeno complejo y un espacio sonoro la globalidad acústica de una sociedad en un espacio y tiempo determinado–, ahora proponemos ir más lejos… y más cerca al mismo tiempo: se trata de conocer al otro –cada vez más próximo y cada vez más extraño– y conocer qué quiere decir con su agresión sonora –qué quiere decir realmente su manera sonora de expresarse y comunicar.

«Hay que integrar los sonidos producidos por cada grupo, que significan una forma de construir comunidad»

Así pues, hay que conocer el significado de los sonidos producidos por cada comunidad, e integrarlo en un corpus patrimonial común. De la misma manera que ya se considera indispensable contar con los aspectos medioambientales de un entorno, incluso urbano, hay que integrar –o controlar, que no todo debe ser aceptado, evidentemente– los sonidos producidos por cada grupo, en su contexto, y que significan una forma de construir comunidad.

Una vez conocido, lo que parecía caótico –y por tanto ruidoso: no en vano la idea de ruido y de caos van a menudo asociadas– no sólo tiene una coherencia interna; también es y significa una forma de expresión comunitaria. Conocimiento que quiere decir no solamente análisis sino también, y especialmente, reconstrucción de las reglas que ordenan el sonido y lo llenan de contenido para la comunidad que lo utiliza. Y no sólo nos referimos a las comunidades tradicionales, que ya tienen unas formas concretas de expresarse y de construir paisajes sonoros apropiados: también los nuevos grupos, desde las urbanizaciones desperdigadas por todo el país hasta las agrupaciones de recién llegados o las nuevas formas de asociación.

Y como es evidente, no se trata de hacer estudios más o menos complejos ni tan siquiera de divulgarlos al más alto nivel científico. Se trata, sobre todo, de compartir este conocimiento, de hacer comprensibles las reglas y normas que ordenan ruidos y silencios.

Quizá por eso los antropólogos, que no somos más que traductores, intermediarios entre culturas, tenemos tantas cosas que decir.

BIBLIOGRAFÍA

Labajo Valdés, J., 1984. «Paisaje sonoro de un entierro en Galicia». Alcaveras, 4: 11-18.

Llop i Bayo, F., 1996. Opera varia. [en línea].

Murray Schaffer, R., 1977. The tuning of the World. Knopf. Nueva York.

Tierno Galván, E., 1981. Bando contra el aumento de ruidos. [22 de juliol de 1981]. Ayuntamiento de Madrid. Madrid.

Truax, B., 1984. Accoustic Communication. Ablex Publishing Corporation. Nueva York.

Varios artículos relacionados con reflexiones y estudios sobre paisajes sonoros se pueden consultar, íntegros, en nuestra página web.

© Mètode 2008 - 58. Paisaje/s - Contenido disponible solo en versión digital. Verano 2008

Antropólogo. Unidad de Patrimonio Etnológico, Direcció General de Patrimoni Cultural Valencià. Generalitat Valenciana.