Entrevista a Oriol Nel·lo
«La dispersión de la ciudad implica la no ciudad»
El Parlamento de Cataluña es un lugar peculiar para una entrevista sobre la ciudad. Mientras uno se acerca a los bedeles para preguntarles por el entrevistado, te abre amablemente la puerta un conocido político socialista, te cede el paso un joven convergente, te saluda, como a todos los que hay en el vestíbulo, un democristiano, te mira un republicano y eso cohibe. Oriol Nel·lo (Barcelona, 1957), en cambio, se mueve como pez en el agua en este palacio, situado en el emblemático parque de la Ciutadella. Diputado de la oposición, saluda a todo el mundo y todo el mundo le saluda. Ahora el asesor de un partido rival, ahora uno del grupo parlamentario propio, ahora el traductor de un libro suyo. Geógrafo de formación y de pensamiento, de cuidadas maneras y traje oscuro, de trato amable pero en absoluto blando, domina –debe de ser la política– el arte de la modulación de la voz, de los gestos envolventes y de las palabras justas. Estudió e investigó en la Johns Hopkins University de Baltimore, en los Estados Unidos, ha sido profesor invitado en la London School of Economics, y conserva buenos amigos en Italia. Siempre interesado por los temas valencianos, ese día agradecía con deleite un cuaderno especial que le llevamos sobre nuestro país editado por un diario con motivo del 9 de octubre, día nacional del País Valenciano. Acaba de publicar un libro, Ciutat de ciutats (Empúries, 2001) que, cosa extraña en estos temas, forma parte de los más vendidos en Cataluña. Nel·lo es un referente esencial y permanente en los debates actuales sobre el futuro de Barcelona y de aquel país. Este nuevo libro y su conocimiento de los procesos que pasan en las ciudades y en el espacio en general, derivado, primero, de haber sido director del Institut d’Estudis Metropolitans de Barcelona y, ahora, del contacto directo con la política catalana, aconsejaban esta conversación para Mètode.
Si cada vez resulta más difícil definir la ciudad en sentido abstracto, como usted dice en el libro, ¿es una osadía hablar de una ciudad “ideal”?
El tema de la ciudad ideal me gusta mucho. Es verdad que tiene problemas de definición muy graves, sobretodo porque nos resulta cada vez más complicado definir lo que es urbano, pero la noción de ciudad ideal me gusta por lo que tiene de educativo respecto a la noción de proyecto colectivo, de idea, de ordenación del porvenir. Cómo serán nuestras ciudades no lo podemos saber, pero es nuestra obligación prever cómo queremos que sean, porque de otra manera no seremos capaces ni de resolver los problemas que tenemos planteados ahora, ni los que tendremos en el futuro.
«Lo que hace falta no es desregular, sino regular, no hace falta menos gobierno, sino más gobierno»
¿Es posible hacer un modelo plástico de la ciudad ideal? ¿Se puede llegar a un plano final de la buena forma urbana o es necesario mejorar los procesos pequeños, cotidianos, que regulan el buen funcionamiento de la ciudad?
No creo de ninguna manera que la forma de aproximarse hoy a la previsión del futuro de la ciudad sea mediante la prefiguración de una imagen, del zonning, de eso de la imagen como un objetivo final. Hoy en día, con la complejidad de nuestras sociedades es prácticamente inviable, si es que alguna vez lo había sido. Así pues, al pensar la ciudad del futuro lo que deberíamos tener claro sobre todo son los valores que queremos defender y cómo es la forma física de la ciudad, pero también las relaciones sociales y económicas que se dan y que pueden hacer posible aquellos valores. Esto requiere una reflexión sobre la forma física de la ciudad, pero en cambio, va más allá de la simple prefiguración de la ciudad.
En este sentido ¿cuáles son los procesos que articulan el reto de la ciudad futura?
Si queremos plantear en términos de procesos el futuro de la ciudad, podemos detectar tres procesos, que afectan, respectivamente, la forma, la función y la cohesión social urbana. Son tres procesos interconectados que nos ponen delante de tres dilemas: el relativo a la forma de la ciudad y que se plantea entre compacidad de la forma urbana y dispersión, el relativo a la función entre especialización o complejidad de las funciones, y el relativo a la cohesión social, entre integración y segregación de grupos sociales urbanos. Éstos son los tres dilemas de la ciudad futura.
Si vamos hacia una ciudad difusa, como dicen los estudiosos italianos, ¿nos puede decir qué quiere decir esta expresión?
Ciudad difusa es un término que acuñaron ciertamente los italianos y que puede parecer una contradicción: ciudad y difusa son dos palabras que no casan en un principio. A mí me gusta más la idea de la ciudad dispersa. Tal y como yo lo veo, la dispersión de la ciudad implica la no ciudad. La ciudad dispersa no es ciudad, porque la ciudad cuando se extiende por el territorio tiende a perder aquellas características que la hacen ciudad y que son la convivencia de usos y de personas. La separación de las dos cosas hace que el espacio se convierta en urbanización pero no en ciudad. Por eso, al margen de estas referencias, yo hablaría más bien de urbanización dispersa…
¿Contra la que se debería luchar?
Más que luchar, habría que moderar, habría que controlar la dispersión. Porque la dispersión de la urbanización obedece a unos procesos de metropolitanización, y eso tiene algunos aspectos positivos, por ejemplo, el salto de escala que nos permite competir con más fuerza y capacidad en el escenario internacional, y la relativa homogeneización de las dotaciones de servicios y puestos de trabajo. Pero por otro lado, este proceso tiene elementos negativos: el primero el consumo de espacio, la ocupación de suelo. En Valencia tenéis el caso de la huerta. En la región metropolitana de Barcelona, los datos que tenemos ahora sobre la conversión de suelo urbanizable en suelo urbano está cerca de las mil hectáreas al año, es decir, cerca de tres hectáreas cada día, ¡tres campos de fútbol cada día! Una velocidad extraordinaria, exagerada. El segundo es el impacto sobre la movilidad: cada vez la ciudad es más extensa y tiene más asentamientos dispersos y especializados y el resultado es que nos vemos obligados a movernos cada vez más por el territorio. Y el tercer aspecto es el peligro de pérdida de cohesión social: determinados grupos sociales se ven recluidos en determinadas áreas, con dotaciones y servicios insuficientes.
Pero para suavizar la desconcentración, hay un problema fundamental: quién debe gobernar las regiones metropolitanas.
Las dinámicas urbanas conllevan problemas. Ante eso, algunos dicen que se tiene que desregular. Por ejemplo, si el problema de la vivienda es que es demasiado cara, lo que se tiene que hacer es desregular el mercado del suelo. Sabemos que eso es una simplificación y una falacia: los precios de la vivienda no se forman de esta manera. En mi opinión, lo que hace falta no es desregular, sino regular, no hace falta menos gobierno, sino más gobierno. Hace falta más política, pero de la buena. Lo que hace falta son proyectos, proyectos colectivos. Y por tanto hay que decir que queremos que la ciudad sea no el resultado de las tendencias “espontáneas” que se dan, sino el resultado de un proyecto, de un conjunto de decisiones democráticas y colectivas. Para llevarlo a cabo, hace falta, por un lado, movimiento y participación social, y hace falta gobierno. ¿De qué tipo? Pues hace falta gobierno local, municipal y fuerte, pero también capacidad de ordenar, de trabajar sobre espacios y procesos que son claramente supramunicipales. Hace falta la gobernación del espacio metropolitano. Hay que encontrar los mecanismos para que, de forma equilibrada, los agentes que participan puedan interaccionar y crear aspectos positivos.
«En Barcelona la conversión de suelo urbanizable ensuelo urbano está cerca de las mil hectáreas al año, es decir, cerca de tres hectáreas cada día, ¡tres campos de fútbol cada día!»
Pero en Valencia disolvieron el Consejo Metropolitano de L’Horta y en Barcelona, también. No son buenos tiempos para gobiernos metropolitanos.
No por casualidad las disoluciones han sido obra en los dos casos de gobiernos conservadores. De todas formas, el tipo de gobierno que nosotros necesitamos no es un gran gobierno, no es una gran administración única. Es más bien un sistema de organización consorcial de nuevo cuño. Yo pondría el ejemplo de la Autoridad del Transporte Metropolitano, que está integrada por la Generalitat catalana y las administraciones locales del área metropolitana de Barcelona que gestionan la planificación y tarifación de un área metropolitana que alcanza el 70% de la población catalana. Es un buen ejemplo que podría generalizarse. Pero el problema es que llegar a acuerdos municipio a municipio es difícil. Una posible solución para dotar al ayuntamiento de una voz colectiva en estos procesos de concertación con las empresas y las otras administraciones sería la regionalización, la creación de las veguerías como unos entes de coordinación municipal que permitieran acordar políticas más generales.
En este sentido, ¿la autonomía local es un residuo a extinguir?
No. La autonomía local es muy importante. Porque a medida que el territorio se integra, tanto a escala regional, como continental o mundial, los factores locales cobran paradójicamente más importancia. Hoy tenemos que en Cataluña, pero también en muchos países más de Europa Occidental, hay un estallido de los problemas territoriales más o menos locales, desde el transvase del Ebro, la central de ciclo combinado de la ribera del Ebro, los parques eólicos, la línea de alta tensión de Les Gavarres, las estaciones de esquí de los Pirineos, los puertos deportivos. Cada vez más, ¡los periódicos nos traen páginas enteras de conflictos territoriales! ¿Por qué? Porque cuanto más depende cada uno del resto, cuanto más se integra en el territorio, más importante es saber en qué te especializas y en qué te especializan. Y esta conciencia de saber que ya no estamos solos y que nos tenemos que definir en relación con los otros es lo que crea esta gran inquietud respecto a las implantaciones que, por ejemplo, se consideran negativas: vertederos, parques eólicos, centrales térmicas… Pero sería mucho peor si cada localidad no tuviera capacidad de expresarse, de poderse hacer oír. Ahora bien, para afrontar este problema es necesario también aplicar políticas territoriales capaces de integrar, de coordinar, políticas que demasiado a menudo faltan. Necesitamos, por tanto, poderes locales fuertes y al mismo tiempo, una voluntad política fuerte a escala regional.
Aunque ahora esté de moda la ciudad “sostenible”, me da la impresión que en su libro trata mucho más de la ciudad “social”.
En parte puede ser una reacción ante una paradoja: nosotros hemos acabado asociando la ciudad al problema, al temor, a la soledad, a la violencia, a la desesperanza. Un poco es esto lo que, tras aquellos incidentes en Los Ángeles, salió en la prensa americana: “Hell is an American city”. No es que el infierno estuviera en la ciudad americana es que ¡el infierno era la ciudad americana! Esto es una paradoja: hemos acabado asociando la ciudad, lo que parece más complejo, elaborado y sofisticado de la sociedad humana, el resultado máximo de la sociedad para protegernos de las inclemencias y los peligros de la naturaleza, al mismo peligro, mientras que la naturaleza, que es aquello contra lo que la sociedad ha luchado durante milenios, ha acabado siendo asociada a la paz, a la tranquilidad, a la estabilidad. De hecho, recordando a Brecht, la ciudad, que era lo que habíamos edificado para protegernos contra la jungla, la hemos acabado haciendo una jungla en sí misma. El libro es una reacción contra esta paradoja. Y quiere ser una vindicación de la ciudad por lo que es y sobre todo por lo que puede ser: desde el punto de vista social pero también desde el punto de vista ambiental. En este sentido, el libro quiere ser un alegato en favor de la ciudad, pero no contra el ambiente.
¿Piensa que en la reacción contra el malestar de las ciudades hay algo de ideología antiurbana? Lo digo porque algunas plataformas que protestan en la ciudad de Valencia hacen del paisaje rural su referente.
Las plataformas ciudadanas tienen algunos elementos muy positivos, sobre todo por lo que implican de generosidad, de voluntad de participación, de voluntad de implicación en los asuntos colectivos, pero también tienen algunas limitaciones importantes. A menudo son reactivas, monotemáticas, “ainstitucionales” y a veces, apolíticas o incluso antipolíticas. A mi modo de ver, aunque a veces las circunstancias aboquen a este tipo de reacción, la actuación sobre el territorio no debe ser reactiva, sino proactiva, no debe ser monotemática, sino comprensiva, no debe ser “ainstitucional” sino encauzarse a través de las normas y las instituciones, y no debe ser apolítica, sino profundamente política. De ninguna manera podemos trabar una política urbana y territorial coherente basada en reacciones. Sin embargo, algunas plataformas se han convertido en movimientos muy interesantes porque han sido capaces de pasar de un problema concreto a una reflexión global, de un “aquí no” a un “si aquí no ¿adónde?”, “¿con qué contrapartidas?”, “¿en qué contexto?”
¿Qué papel pueden representar las ciudades en un mundo globalizado?
Las ciudades representan un papel importante en este mundo interdependiente y nos remiten a la idea de la importancia de los lugares. En la Europa unida, donde las barreras espaciales tienden a caer en todos los sentidos, podríamos pensar que los lugares no tienen ninguna importancia. Si yo puedo instalar mi empresa aquí o allá, ¿qué importancia tiene el sitio? Pero, como sabemos, el abatimiento de las barreras, en lugar de acabar con los lugares, ha aumentado su importancia. Y la aumenta por una razón: la ventaja comparativa. Si libremente puedo instalar mi empresa en Lyon o en Barcelona, si no tengo restricciones administrativas o tecnológicas de ningún tipo, la pequeña ventaja que me ofrece Barcelona y que me evita irme a Lyon es muy importante. Y de esto se deriva que las ciudades luchan por atraer actividades. Es la competencia de los territorios, basada en la necesidad de mejorar la oferta urbana y de promocionarse. Ahora bien, es una dinámica que no es inocua: si hay competencia unos ganan y otros pierden. Y, por lo tanto, deberíamos verla con una cierta prevención y por eso los mecanismos de colaboración territorial son imprescindibles.
¿Y cómo podría plasmarse en el caso de las relaciones Barcelona-Valencia o, más genéricamente, Cataluña- País Valenciano?
Precisamente uno de los mecanismos de colaboración más interesantes es el que tiende a configurar espacios regionales, en el sentido geográfico, no necesariamente administrativo, en los que las ciudades integradas en red ofrecen determinados servicios, infraestructuras y dotaciones de calidad. En este sentido, una política destinada a fomentar las virtudes de esta dorsal nuestra, el arco latino, desde Roma o Livorno hasta Murcia o el arco más pequeño de Perpiñán a Alicante, me parece de gran importancia. Importante para nuestra posición en Europa, para el equilibrio europeo entre el norte y el sur, pero importante también respecto a la configuración de España. La configuración de un potente eje mediterráneo es un excelente antídoto contra la España radiocéntrica que, desafortunadamente, se predica de nuevo desde Madrid. No es igual tener una euroregión de 15 millones de habitantes que vaya de Montpeller o Tolosa a Barcelona, Valencia o Palma de Mallorca, que tener un conjunto de territorios desvertebrados, unos ligados a París, otros a Madrid, a través de estructuras radiocéntricas. Esta última situación no solamente priva a las regiones de determinadas aportaciones que necesitarían, sino que evita que aporten lo que podrían aportar al conjunto español.
«Hace falta un gobierno local, municipal y fuerte, pero también capacidad de trabajar sobre espacios y procesos que son claramente supramunicipales»
Para finalizar, un tema que usted conoce bien por su condición de geógrafo y de ponente en comisiones que analizan y estudian la realidad comarcal catalana diaria e institucionalizada: la comarcalización. ¿Qué consejos daría a los valencianos?
Consejos, ninguno. Reflexiones, algunas. ¿Cuál es el barullo que tenemos? Por una parte tenemos un territorio sacudido por las transformaciones territoriales de las que hablábamos. Venimos de un proceso de concentración de la población, que aunque estaba matizado por la dispersión actual, todavía dibuja un país con una desigual ocupación del espacio y que contradice la rejilla homogénea municipal de base napoleónica que hemos heredado. Así, hay municipios muy grandes y otros muy pequeños. Ahora bien, tanto los grandes que pueden afrontar determinados problemas, como los pequeños que no pueden con tanta facilidad, están afectados por estos procesos de integración territorial, entre los que está la movilidad. El problema es cómo lo hacemos. Se hace necesaria la formación de órganos supramunicipales. En Cataluña el camino fue instaurar un sistema a base de comarcas, ya ensayado en tiempos de la Segunda República, pero la implantación ha tenido muchos problemas.
¿Cómo se podría resolver este barullo?
En primer lugar haciendo que las comarcas pasen a ser sobre todo ámbitos de cooperación, con órganos elegidos de forma proporcional y que, además, tengan competencias muy flexibles. ¿Cuáles? Las que los municipios les quieran dar. Por otro lado, si los municipios quieren juntarse de forma distinta a las comarcas, en consorcios o mancomunidades, estas formas de asociación deberían ser bienvenidas. Más aún, la administración debería primar el ejercicio consorciado de determinadas competencias y actividades por parte de determinados municipios. Eso es lo que se está haciendo en Francia, donde se dice: si ustedes se juntan para prestar este, aquel y aquel servicio, el estado os ayudará con 250 francos por habitante y año. Pero al mismo tiempo que se munipalizan las comarcas, habría que establecer unos ámbitos más amplios que pudieran cumplir algunas de las funciones que hoy tienen las diputaciones, pero correspondiéndose con los espacios que marcan las ciudades de Cataluña: la región metropolitana, el campo de Tarragona, el Ebro, las tierras de Lérida, las comarcas de Girona, la Cataluña central, los Pirineos. Y sobre estas siete veguerías, se debería descentralizar la Generalitat. Así tendríamos municipios que cooperarían con consorcios o mancomunidades, unas comarcas que serían ámbitos de colaboración municipal con competencias muy flexibles y regiones o veguerías que serían ámbitos de coordinación local, de reflexión colectiva y de planteamiento territorial más general y, al mismo tiempo, ámbitos de descentralización del gobierno.
En este mapa político, usted defiende que no todas las comarcas deberían tener las mismas competencias.
No. No tiene ningún sentido que tengan las mismas competencias El Pallars Sobirà, que tiene 6.000 habitantes, que El Vallès Occidental, que tiene 600.000. Y la razón es que un territorio que está poblado de forma diferente requiere instrumentos diferentes. Para que todo el mundo sea tratado igual, se debe gobernar de forma diferente. Si gobiernas homogéneamente acabas configurando desigualdades. De lo que se trata es de que todo el mundo, con independencia de donde viva, tenga igualdad de oportunidades en el acceso a la renta y a los servicios. Y se sienta democráticamente bien representado. Por eso es necesario que todo el país se articule en espacios de alta calidad ambiental, eficiencia funcional y cohesión social. De forma que la calidad de vida urbana, en relación con los servicios y con la equidad, alcance a todo el territorio y, al mismo tiempo, se preserve el patrimonio ambiental. De este modo el país llegará a ser como una gran ciudad integrada por ciudades. Una ciudad de ciudades.