Incendios necesarios
El fuego en los ecosistemas terrestres: ahora y siempre
Para que haya fuego hacen falta tres elementos: ignición, oxígeno y combustible. Los tres están presentes en los ecosistemas terrestres, lo que ha hecho del fuego un componente más de los ecosistemas. En el Mediterráneo esta adaptación del ecosistema al fuego es evidente, también debido a la milenaria presencia humana.
«Cada vez tenemos más evidencias de que los incendios son procesos naturales que han ocurrido en la naturaleza desde hace millones de años»
Tradicionalmente los incendios forestales se han visto como un proceso de destrucción de nuestros ecosistemas, como un desastre ecológico. Una visión negativa de los incendios que se aprecia tanto en personas de la calle como en muchos profesionales del medio ambiente. La idea básica de esta posición se fundamenta en que los incendios son causados por los humanos y, por tanto, en condiciones «naturales» (sin humanos) no deberían producirse. También se basa en las observaciones del ecosistema justo después del paso del fuego («el desastre»), sin tener una visión dinámica y a medio o largo plazo. Sin embargo, cada vez tenemos más evidencias de que los incendios de la vegetación son procesos naturales que han ocurrido en la naturaleza desde hace millones de años, probablemente desde que aparecieron las plantas terrestres. Durante la historia de la vida los fuegos han contribuido a modelar la naturaleza, las características de las plantas, la estructura de las comunidades, la distribución de los biomas y la diversidad de las flores.
Ciertamente, la aparición de los humanos ha generado cambios en los regímenes de incendios en muchos ecosistemas, tanto incrementando la frecuencia (con incendios provocados) o intensidad, como disminuyéndola (con la extinción de incendios producidos por causas naturales). Estas desviaciones con respecto a los regímenes de fuego históricos pueden tener consecuencias negativas para la biodiversidad. Sin embargo, como veremos a lo largo del artículo, este hecho no quiere decir, ni mucho menos, que los incendios no sean un proceso natural en nuestros ecosistemas o que sean negativos para la biodiversidad.
Un pasado que quema
Para que haya fuego hacen falta tres componentes: ignición, oxígeno y combustible. En nuestro planeta siempre ha habido fuentes de ignición (rayos, volcanes, etc.). El combustible apareció en el Silúrico (hace 450 millones de años) con la colonización de la vida terrestre por las plantas, que son también la fuente de oxígeno de la biosfera. Se han encontrado carbones fósiles que indican la existencia de incendios desde los inicios de las plantas terrestres, y existe una gran acumulación de carbones fósiles durante el Carbonífero (hace 359 millones años). De hecho, durante esta época la concentración de oxígeno llegó a valores muy elevados (aproximadamente al 31%, comparado con el 21% actual), condición que confería inflamabilidad a la vegetación en condiciones de humedad que actualmente harían difícil que ardiese. Después, durante toda la historia de la vida, el régimen de incendios ha ido variando, tanto por cambios climáticos como por cambios en la fauna (consumidores de combustible) y, durante el último período de la historia, por cambios relacionados con la humanidad (cambios socioeconómicos, gestión de los ecosistemas, etc.). Pero de lo que no cabe duda es de que incendios ha habido siempre durante la historia evolutiva de las plantas y, por tanto, se puede esperar que muchas plantas hayan adquirido características y estrategias que les permitan vivir en zonas que se incendian frecuentemente. Es más, actualmente se piensa que la explosión y dominancia de las angiospermas durante el Cretáceo (entre 145 y 65 millones de años) fue posible gracias a los fuegos recurrentes.
«Las plantas que viven en ambientes con incendios frecuentes han adquirido una serie de características funcionales que les permiten persistir y reproducirse en ambientes con incendios reiterados»
El fuego ejerce un impacto muy fuerte en las plantas, destruye la mayoría de sus tejidos aéreos. El hecho de que exista una larga historia de incendios ha provocado que las plantas hayan adoptado estrategias para sobrevivir y reproducirse después de los incendios. Los taxones que han conseguido adquirir características que les permiten regenerarse mejor después de un fuego que otros taxones (por ejemplo, semillas o frutos más resistentes al calor, etc.) incrementan su regeneración en condiciones postincendio (donde hay poca competencia y muchos recursos disponibles) y por tanto aumenta la descendencia, lo que les permite dominar y desplazar a otros taxones menos adaptados a los fuegos (mayor eficiencia biológica). Por tanto, el fuego actúa como una presión de selección y corresponde a un proceso generador de biodiversidad. De hecho, muchas de las zonas mediterráneas, donde los fuegos intensos de copa son frecuentes, corresponden a puntos calientes de biodiversidad (la cuenca mediterránea, Suráfrica, zonas mediterráneas de Australia), es decir, con una excepcional riqueza de especies.
El fuego se da en casi todos los ecosistemas del mundo, porque hay rayos (que a menudo caen en períodos secos) y biomasa combustible en casi todas partes. Incluso en zonas áridas, como por ejemplo en el centro de Australia, los ecosistemas no se pueden entender sin considerar los fuegos. Esta gran importancia de los fuegos en el mundo hace que los incendios sean uno de los procesos más importantes a la hora de entender los ciclos globales de CO2 y de nutrientes. La diferencia principal es que el régimen de fuegos varía entre ecosistemas. Por ejemplo, la zona donde los incendios son más frecuentes son las sabanas tropicales, donde los intervalos entre fuegos pueden ser de entre uno y cinco años. Esta elevada recurrencia no permite que se acumule mucha biomasa combustible y hace que los incendios en estos sistemas sean de intensidad baja. En cambio, en las zonas boreales, los incendios son poco frecuentes –con intervalos de decenas o cientos de años– sin embargo, cuando se dan, alcanzan mucha intensidad. En los ecosistemas mediterráneos estamos en una situación intermedia, con frecuencias de pocas decenas de años. Es cierto que los humanos han incrementado las igniciones de incendios, pero también han reducido la extensión a causa de la fragmentación del territorio (agricultura y urbanismo) y a la extinción. Al gestionar los bosques, los humanos también han modificado los tipos de incendios. Por ejemplo, la prevención y extinción de fuegos en zonas típicas de incendios de superficie ha reducido la frecuencia de incendios, pero cuando hay un incendio la intensidad es mucho más elevada debido a la mayor acumulación de combustible.
Flora mediterránea adaptada al fuego
Las plantas que viven en ambientes con incendios frecuentes han adquirido, a lo largo de la evolución, una serie de características funcionales que les permiten persistir y reproducirse en ambientes con incendios reiterados. Estas características, por tanto, tienen un valor adaptativo. En los ecosistemas mediterráneos, sean bosques o matorral, la mayoría de los incendios son de copa, es decir, afectan a toda la parte aérea de las plantas. En estos ambientes, las principales características que se han seleccionado son las relacionadas con la capacidad de rebrotar y la capacidad de reclutar nuevos individuos tras el incendio. En ecosistemas con incendios de superficie, las características que confieren persistencia son el grueso de la corteza de los árboles y la capacidad de retoñar del sotobosque. Actualmente, los incendios de superficie son raros en la cuenca mediterránea, en parte a causa de la política de prevención y extinción de incendios, que ha implicado importantes acumulaciones de biomasa. Estas acumulaciones de biomasa permiten que los incendios pasen fácilmente de la superficie a las copas y que generen incendios más intensos.
La capacidad de rebrotar después de que la planta haya sido completamente afectada por el fuego es una característica fundamental para la persistencia en ambientes con incendios frecuentes. Este rasgo confiere persistencia no solo a las poblaciones, sino también a los individuos, ya que una parte de la planta (típicamente la subterránea) no muere. No se trata de una característica exclusiva de los ecosistemas mediterráneos ni tampoco de los ecosistemas con incendios recurrentes, sino que se observa incluso en muchas especies que viven en comunidades que raramente se queman (por ejemplo, selvas tropicales lluviosas, ecosistemas templados fríos, zonas desérticas, etc.). La creencia tradicional de que los incendios son un factor relativamente nuevo, junto a la omnipresencia de la capacidad de rebrote, ha contribuido a considerar el rebrote no como una adaptación al fuego sino como una adaptación a otras perturbaciones frecuentes durante la historia (fuertes vientos, herbivoría, sequías). Sin embargo, el conocimiento actual de la larga historia de incendios en la Tierra sugiere que el fuego también ha contribuido a modelar el rebrote, por lo menos en algunos linajes.
«El objetivo de la gestión forestal no debería ser eliminar los incendios, ya que es prácticamente imposible, sino asumir ciertos regímenes sostenibles de incendios y aprender a convivir con ellos»
De hecho, la capacidad de retoñar es un rasgo bastante complejo, ya que hay diferentes mecanismos y cada uno de ellos puede estar relacionado con diferentes presiones de selección natural. Algunas especies retoñan a partir de yemas hundidas y fuertemente protegidas por la corteza. La selección de este rasgo está relacionada con la protección ante las elevadas temperaturas producidas por los incendios. Otras especies retoñan a partir de tubérculos basales lignificados (lignotubérculos), estructuras exclusivas de especies de ambientes sometidos a incendios recurrentes. Además, muchas plantas rebrotadoras almacenan grandes cantidades de sustancias de reserva en las raíces para poder regenerar rápidamente la biomasa aérea. Eso representa un gran coste para las plantas que parece innecesario, por lo menos en plantas leñosas, simplemente como una adaptación a la herbivoría. La capacidad de retoñar es un rasgo muy ancestral que se observa en muchas especies antiguas (por ejemplo, en helechos y coníferas primitivas), aunque en algunos casos se haya adquirido secundariamente (por ejemplo, en algunos pinos), y coincide en especies que viven en ambientes con incendios recurrentes. Actualmente se están realizando estudios para intentar valorar de manera más precisa el papel del fuego en la evolución de la capacidad de rebrote, pero no cabe duda de que ciertos tipos de rebrote de algunos linajes son producto principalmente de la historia de los fuegos.
La capacidad de reclutar nuevos individuos tras un fuego es otra característica muy común en ambientes mediterráneos, que confiere persistencia a las poblaciones en ambientes con incendios recurrentes. Esta capacidad se da en plantas que acumulan un banco de semillas (en el suelo o en la copa) resistentes al calor del fuego. De hecho, el fuego estimula el reclutamiento mediante varios procesos, según las especies: el calor rompe la dormición de las semillas (principalmente en especies con semillas duras e impermeables); el humo estimula la germinación y el crecimiento de las plántulas (principalmente en especies con semillas permeables); y el calor estimula la dispersión de las semillas (en especies con banco de semillas aéreo, es decir, especies serótinas). Mediante estos procesos, las poblaciones se restablecen rápidamente en los espacios abiertos generados por los incendios y, a menudo, aumentan el tamaño poblacional con respecto a las condiciones previas al incendio.
Como las poblaciones que se queman se ven favorecidas (dejan más descendencia), muchas especies han adquirido características que les confieren elevada inflamabilidad. De hecho, hay una correlación evolutiva entre la inflamabilidad y la capacidad de reclutar después de los incendios. Esta capacidad de incorporar rápida y prolíficamente nuevos individuos después de un incendio es prácticamente exclusiva de los ecosistemas mediterráneos, y no cabe duda de que se ha adquirido gracias a la presión de selección generada por fuegos recurrentes. Además, el hecho de que los individuos mueran y rápidamente produzcan descendencia les confiere una gran capacidad para adquirir nuevos rasgos y, por tanto, de diversificarse, lo que explica que muchos de los puntos calientes de biodiversidad del mundo sean zonas con incendios frecuentes. En la cuenca mediterránea, la diversificación de muchos linajes puede estar ciertamente ligada a los fuegos recurrentes, como podría ser el caso de las cistáceas y de algunos linajes de leguminosas y labiadas, entre otros. Esta relación entre diversidad e incendios es aún más evidente en otras zonas de clima mediterráneo, como en los matorrales de Suráfrica o de Australia.
En los ecosistemas mediterráneos con incendios de copa, las plantas pueden tener uno de estos dos mecanismos de regeneración tras un fuego (especies rebrotadoras y especies germinadoras o reclutadoras) o ambos simultáneamente (especies facultativas). Hay también especies que no tienen ninguno de estos dos mecanismos de regeneración y las poblaciones desaparecen después del fuego. Algunas de ellas recolonizan rápidamente (especies con elevada producción de semillas y mecanismo de dispersión eficiente) y otras lo hacen muy despacio. En la cuenca mediterránea, la capacidad de retoñar y de reclutar presenta una correlación evolutiva negativa, es decir, hay linajes dominados por especies rebrotadoras (Fagaceae o Rhamnaceae) y linajes dominados por especies que reclutan tras un incendio (Cistaceae), pero son más raros los linajes que tienen tanto especies rebrotadoras como especies germinadoras (algunas Ericaceae y Fabaceae). De hecho, en la cuenca mediterránea, la capacidad de reclutar tras un incendio es un rasgo que se adquirió evolutivamente más tarde que la capacidad de retoñar (que es muy ancestral) y principalmente se adquirió en linajes que no tenían capacidad de retoñar.
En ecosistemas donde los incendios son de superficie, dominan especies de árboles con una corteza gruesa que protege los tejidos vitales del calor de los incendios. Pequeñas diferencias en el grueso de la corteza, especialmente en la parte basal del tronco, pueden condicionar la supervivencia del árbol frente a un incendio de superficie, y por tanto se seleccionan individuos con cortezas gruesas. Así, se observa que las especies de pinos que viven en zonas con incendios de superficie tienen cortezas mucho más gruesas que las especies de pinos que viven en zonas de incendios de copa, donde esta característica no proporcionaría ninguna ventaja. Incluso dentro de la misma especie, poblaciones que viven en zonas con incendios de superficie tienden a tener cortezas más gruesas que las poblaciones con incendios de copa. Un caso especial de corteza gruesa y aislante es el de los alcornoques (Quercus suber). Es difícil pensar en un escenario donde se seleccione un material tan aislante para la corteza de un árbol si no es por la presencia de incendios recurrentes durante la historia de la especie. Hay otras especies, en linajes muy distantes entre ellos, que tienen cortezas gruesas y fuertemente suberificadas de manera semejante al alcornoque. Todas ellas viven en ambientes con fuegos frecuentes en varias partes del mundo (un caso claro de convergencia evolutiva).
Los humanos en un mundo inflamable
El origen de los humanos está fuertemente ligado al fuego. Homo erectus fue la primera especie que controló el fuego, y la evolución a Homo sapiens fue precisamente favorecida por el fuego. La ingestión de alimentos cocinados aumentó la cantidad de proteínas y carbohidratos de la dieta y la diversidad de alimentos y, por tanto, les confirió ventaja con respecto al resto de homínidos que no utilizaban el fuego. Además, cocinar forzó el desarrollo de habilidades sociales típicas de los humanos. Por ejemplo, se pasó de la recogida para el consumo individual e inmediato a la recolección y posterior cocinado y consumo colectivo. Eso llevó al reparto de tareas como recoger y almacenar comida, vigilar (y robar) la comida almacenada, cocinar, así como el acto social de comer y conversar alrededor del fuego. Todo eso repercutió en la evolución de características tanto físicas (dientes y mandíbulas menores) como sociales. El hecho de cocinar permitió alargar la esperanza de vida, no solo por la mayor aportación de alimentos, sino por el hecho de ingerir comida blanda, que permitió alargar la vida más allá de la época en que la dentadura era dura y resistente. Además, prolongar la esperanza de vida más allá de la vida reproductiva de las mujeres permitió cuidar y reducir la mortalidad de los nietos (el llamado «efecto abuela»), aumentando aún más la eficacia biológica de los humanos gracias al uso del fuego. El fuego también fue de extrema importancia como arma de defensa contra depredadores y enemigos, y permitió colonizar ambientes fríos cuando salieron de África. Los homínidos más primitivos no sabían hacer fuego, así que lo conservaban (y luchaban por él) como un tesoro muy preciado. El momento en que aprendieron a hacer fuego aún está en discusión, pero hay ciertas evidencias de restos de hogueras al este de África de hace un millón y medio de años, y evidencias más claras en el Oriente Medio de 800.000 años de antigüedad.
Una vez adquirido el control del fuego, los humanos empezaron a utilizarlo para muchas actividades. Así, a menudo quemaban la vegetación para conseguir brotes tiernos, cazar, generar pastos, luchar entre poblados, etc. El desarrollo de la agricultura también se vio favorecido por el uso del fuego. De hecho, se cree que uno de los motivos por los que la agricultura surgió y se expandió rápidamente por el Mediterráneo fue la facilidad de quemar (desforestar) estos ambientes. Las quemas practicadas por los humanos y la fragmentación del paisaje (y del combustible) a causa de la expansión de la agricultura y viviendas hicieron que el régimen de incendios fuera cambiando durante la historia, disminuyendo la frecuencia en algunos lugares, y aumentando en otros. Estos incrementos de población y cambios de uso del suelo se dieron durante el Holoceno, en paralelo al incremento de la sequía característica de este período. Es incierto en qué medida los cambios en el régimen de incendios son directamente debidos a la actividad humana o a los cambios climáticos. Seguramente ambos factores intervinieron en el modelado del régimen de fuegos de este período. Cómo serían nuestros paisajes y los incendios sin los humanos es difícil de saber, si no imposible, porque los incendios y los humanos han coexistido durante un período largo y han estado sometidos a cambios climáticos.
Con la industrialización y la modernización de la sociedad, en la cuenca mediterránea se dio un cambio drástico en el paisaje y en el régimen de incendios, sometido hasta entonces a una gran presión agrícola y ganadera, y un uso intensivo de la montaña. El abandono de la agricultura y la ganadería durante el final del siglo xx llevó a un incremento del combustible y de la continuidad espacial de este. La proliferación de plantaciones de árboles, especialmente coníferas, y las políticas de prevención y extinción de incendios contribuyeron al incremento de combustible inflamable. Este cambio drástico, similar quizá a extinciones pasadas de grandes herbívoros, junto al incremento de igniciones inherente al aumento de la densidad de población, y a la subida de la temperatura (a causa del efecto invernadero), ha generado durante los últimos cuarenta años un aumento de la extensión y la frecuencia de incendios en muchos de nuestros paisajes. Este incremento se ha producido a pesar del incremento paralelo de los esfuerzos de control y extinción de fuegos. En algunas zonas, este incremento tiene consecuencias para la biodiversidad. Por ejemplo, el pino blanco es una especie serótina bien adaptada a incendios cuando estos se producen con intervalos suficientes para que los pinos acumulen un buen banco de semillas. Frecuencias demasiado elevadas (por ejemplo, intervalos menores de veinte años) impiden la persistencia de esta especie. Un ejemplo claro de que las especies no están adaptadas al fuego en general, sino a ciertos regímenes de fuego.
«No cabe duda de que ciertos tipos de rebrote de algunos linajes son producto principalmente de la historia de los incendios»
No hi ha cap dubte que hi ha certs règims d’incendis naturals i característics de certs ecosistemes, i que part de la diversitat dels nostres ecosistemes s’explica per l’existència reiterada i predictible d’incendis. No obstant això, també és cert que hi ha zones que estan patint règims d’incendis fora del rang natural i amb greus conseqüències ecològiques. L’objectiu de la gestió forestal no hauria de ser eliminar els incendis, ja que és pràcticament impossible, a més de poc natural, sinó assumir certs règims sostenibles d’incendis i aprendre a conviure-hi. El repte de la nostra societat és saber gestionar el paisatge i els ecosistemes per reduir els perills que produeixen els incendis en vides i infraestructures, però generant règims ecològicament sostenibles.
Conceptos básicosIncendio forestal: Fuego no controlado en zonas naturales en que el combustible es la vegetación (bosque, matorral, etc.). Ecología del fuego: Es una rama de la ecología (y por tanto una ciencia) que estudia la relación del fuego con los organismos y el ambiente, en las diferentes escalas espaciales y temporales. Específicamente, la ecología del fuego pretende entender el papel del fuego en la evolución de las especies y en la estructura de las poblaciones, las comunidades, los ecosistemas y los biomas. Se basa en los conceptos de la ecología y la evolución de las especies. Se utilizan tanto incendios naturales (por ejemplo, estudios de regeneración) como incendios experimentales. Régimen de incendios: Conjunto de características de los incendios en un área o ecosistema determinado, especialmente en referencia a la frecuencia (o intervalo entre incendios), intensidad, estacionalidad y tipo. De hecho, las especies no están adaptadas al fuego en sí, sino a un particular régimen de incendios (es decir, a una combinación determinada de frecuencia, estacionalidad, intensidad y tipo). Hay tres tipos principales de incendios que determinan diferentes regímenes de fuego: incendios de copa, incendios de superficie e incendios de subsuelo. En algunos casos hay intermedios (regímenes mixtos). Incendios de copa (o de reemplazo): El fuego afecta prácticamente a toda la parte aérea de las plantas. También se llaman de reemplazo porque la regeneración reemplaza la vegetación (aunque a menudo las especies son las mismas). Es el régimen típico de los matorrales mediterráneos (maleza, garrigas, maquias) y de los bosques relativamente densos (encinares, pinares de pino blanco, etc.). En los bosques boreales, los incendios también son de copa, pero con frecuencias más bajas e intensidades más elevadas que en los ecosistemas mediterráneos. En los ecosistemas con incendios de copa y frecuencia relativamente alta (matorrales mediterráneos), dominan especies rebrotadoras y especies con gran capacidad de reclutar después del fuego. Incendios de superficie (o de sotobosque): El fuego prácticamente solo afecta al sotobosque. Típicamente son incendios poco intensos pero muy frecuentes. Se dan en bosques relativamente abiertos, como en las sabanas y en algunos bosques de coníferas de la montaña mediterránea (bosques de pinocha, Pinus nigra). En estos sistemas dominan árboles con corteza gruesa y sotobosque de herbáceas rebrotadoras. Incendios de subsuelo: No generan llamas en la superficie, sino que queman el subsuelo, se dan típicamente en turberas. Se observan principalmente en zonas boreales, y son raros en condiciones mediterráneas. Serotinia: Capacidad de retener las semillas en la copa durante algunos años y de liberarlas tras el fuego para aprovechar las condiciones postincendio (elevados recursos, baja competencia). El típico ejemplo de especie serótina de la cuenca mediterránea es el pino blanco (Pinus halepensis), que retiene piñas cerradas (piñas serótinas) durante varios años, que se abren al calor de los incendios, de manera que tras un incendio hay dispersión de muchas simientes y un elevado reclutamiento de individuos. Por tanto, el pino blanco es una especie adaptada al fuego, por lo menos a regímenes de fuegos con intervalos entre fuegos de al menos la edad de maduración de los pinos (frecuencias más elevadas impiden la producción de semillas y por tanto la regeneración del pino). |
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