La herramienta para salvar el planeta

Periodismo ambiental y opinión pública

La herramienta para salvar el planeta

Desde hace unos años –no más de dos décadas– existen varios asuntos científicos que ocupan la actualidad mediática. Noticias sobre cambio climático, calentamiento global o desertización aparecen en los medios con una frecuencia casi diaria. Desde esta agenda periodística, el medio ambiente –con ministerios políticos incluidos– ha entrado también con fuerza en la agenda política y económica. Incluso en la artística, con excelentes películas como Avatar. Ello ha propiciado el auge de una especialidad periodística que en los años ochenta era anecdótica: el periodismo medioambiental.

«El primer paso de la información medioambiental fue explicarle a la opinión pública cómo funciona la naturaleza, cómo cuidarla y, sobre todo, cómo conservarla»

Aunque en muchos asuntos no se pueda delimitar qué fue primero, si el huevo o la gallina, en este de la concienciación de la opinión pública por los temas medioambientales, sí podemos rastrear los orígenes y afirmar que el periodismo ha tenido un papel fundamental. Y no ha sido fácil. Al menos en Occidente, las tres grandes religiones monoteístas –judaísmo, cristianismo e islamismo– consideran que la naturaleza existe para que sea sometida por el hombre y para que esté a su exclusivo servicio.

Incluso la alta cultura aún considera, por ejemplo, que el Acueducto de Segovia es un monumento elogiable, cuando la realidad es que llevaba agua desde zonas húmedas a las secas rompiendo gravemente el equilibro de los ecosistemas. No siempre se matiza el poder destructor de los acueductos o vías romanas. Pocas veces se explica lo bárbaros que fueron los romanos que, otro ejemplo, casi acabaron con el oso pardo en Europa, simplemente para divertirse. Aún la antigua Roma y sus gentes mantienen el calificativo de «civilizados»; frente a pueblos como los celtas o los guanches, considerados –incluso por historiadores que se presuponen solventes– como pueblos bárbaros o paganos –en el mal sentido– porque adoraban a los árboles o a los ríos en lugar de símbolos o abstracciones humanas.

Con esos mimbres (ideología judeocristiana que infravalora la naturaleza frente al hombre y tradición latina que consideraba un logro cultural someter y modificar las condiciones naturales de los entornos), el hecho de que la opinión pública occidental esté cada día más concienciada con el medio ambiente puede considerarse un cambio social tan importante y revolucionario como lo ha sido la emancipación de la mujer o la consecución de los derechos sociales de las minorías.

El papel del periodismo en ello, insisto, ha sido fundamental. El primer paso de la información medioambiental fue explicar a la opinión pública cómo funciona la naturaleza, cómo cuidarla y, sobre todo, cómo conservarla. El segundo, que apenas está en los inicios, va aún más allá: implica sustituir la visión del hombre como «especie elegida» por la de hombre como especie destructora y depredadora del planeta. Los frame de las series documentales de Richard Attenborough –o las opiniones de Richard Dawkins– van en ese sentido y ello ha desencadenado una férrea oposición por parte de los sectores sociales más reaccionarios.

Una idea que han trasladado a la sociedad es la de que el problema más importante que tiene el planeta es la degradación medioambiental, producida entre otras razones por la plaga –un imparable e insostenible crecimiento demográfico– de una especie depredadora terrible como es el hombre. Considerar al hombre como «plaga maligna» constituye un planteamiento filosófico sin precedentes en Occidente.

Los científicos afirman que la única herramienta para frenar la hecatombe que se avecina en el planeta es la concienciación ciudadana y que esta concienciación no podrá realizarse sin el periodismo. Curiosamente, el periodismo se convierte en el arma predilecta para salvar el planeta. Ello ha potenciado la especialidad de periodismo medioambiental, pero también prácticas que intentan aniquilarla.

El periodismo medioambiental como parte del periodismo científico

Uno de los aspectos más curiosos de este fenómeno, sobre todo para los que nos dedicamos a estudiarlo desde el punto de vista académico, es que se esté desligando del periodismo científico. En España, por ejemplo, coexiste una asociación de periodistas científicos con otra de periodistas medioambientales. En la Universidad Carlos III de Madrid, otro ejemplo, aparece la asignatura obligatoria (en el nuevo grado) de «Periodismo Científico y Medioambiental», que viene a sustituir a la también obligatoria de «Periodismo Científico y Tecnológico» de la antigua licenciatura.

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El cambio climático es, además, un ejemplo de cómo cuestiones ambientales pueden llegar a convertirse en ideológicas. Para hacer frente a esto, son necesarios periodistas especializados con suficientes conocimientos y capacidades para identificar a las fuentes solventes.

Este cambio en la asignatura –o el hecho de que existan dos asociaciones diferenciadas– puede argumentarse de dos formas. Una positiva se explica por la importancia extraordinaria que se le otorga al periodismo medioambiental respecto a otras áreas. No en vano representa la avanzadilla de una forma radical de ver a la especie humana en relación con la naturaleza. Desde este punto de vista es muy defendible la diferenciación.

Pero también existe un lado oscuro: al segregar el medio ambiente de lo «científico», puede dar la impresión de que no se le considera «ciencia», sino ideología. Si el medio ambiente fuera una ciencia, como otra cualquiera, ¿por qué no se encargan de él los periodistas científicos cuyo ámbito de especialización, entre otros, es la ecología, física atmosférica, física de partículas (para la energía nuclear), edafología, química agrícola o biología marina? La separación del periodismo científico es, por tanto, controvertida: si el medio ambiente es una ciencia, la especificación resulta redundante; y si no es ciencia –que es lo que a algunos de la ultraderecha ideológica les gustaría– no puede servir de argumento para tomar decisiones políticas o económicas. Es decir, la diferenciación puede servir para reforzarlo como ciencia, pero también para separarlo de ella.

Obviamente el medio ambiente es una ciencia pura; multidisciplinar, si se quiere, pero tan ciencia como la física de partículas, la ecología, la edafología o la química orgánica. El gran peligro, repito, de la segregación del medio ambiente de la palabra ciencia es que al convertirse en autónomo no sea reconocido por la opinión pública como ciencia –y, por tanto, sus resultados estén sujetos a juicios de valor como lo está la crítica literaria o cinematográfica– y, no menos importante, que los periodistas medioambientales no se formen bajo los estrictos fundamentos que apuntalan el periodismo científico de calidad.

Y es que, desde el punto de vista profesional, el periodista medioambiental debe ser, por encima de todo, un periodista científico puro; lo que implica un excelente conocimiento de física, química, biología y geología al menos a nivel universitario. Es más, debido a la especial idiosincrasia de la información medioambiental –en la que, por ejemplo, existe una gran cantidad de fuentes con intereses manipuladores– el periodista medioambiental debe poseer unos conocimientos científicos muy superiores a, por ejemplo, el periodista especializado en astronomía, campo donde la información está muy elaborada en los gabinetes de prensa. La información periodística sobre astronomía, por ejemplo, no tiene un interés manipulador manifiesto. Es lo que denominamos ciencia blanca. En un resultado sobre la existencia de un agujero negro en una galaxia concreta no existe politización posible. Pero en uno sobre cambio climático, sí, y el periodista debe tener el suficiente conocimiento como para poder discutir el resultado y, lo más importante, identificar a la fuente solvente.

En periodismo científico, por ejemplo, llevamos años estableciendo criterios para seleccionar a las fuentes. En primer lugar sólo publicamos aquellos resultados que hayan sido refrendados por prestigiosas revistas que, a su vez, tengan un sistema de revisión por pares ciegos e, incluso, un mecanismo de reproducción de los experimentos. Preferimos un resultado de la revista Nature o Science sobre otro de una oscura revista desconocida.

Por otra parte, hemos aceptado una máxima importante: existe libertad de expresión; pero no libertad de opinión. Sobre la posibilidad de vida en otros planetas, por ejemplo, jamás opinará un geógrafo, un economista o un sociólogo. Solo geólogos, químicos, físicos o biólogos. Esto nos ha permitido separar –aunque no siempre es posible– la ciencia de la pseudociencia.

«El periodismo medioambiental se está alejando peligrosamente de la senda de la ciencia. Suelen aparecer muchos agentes ideológicos: como ecologistas, políticos, lobbies, agentes económicos, etc.»

Pero el periodismo medioambiental se está alejando peligrosamente de la senda de la ciencia. Todas las investigaciones que tenemos, respecto a fuentes usadas en periodismo medioambiental, confirman que suelen aparecer muchos agentes ideológicos: como ecologistas –que no son científicos, aunque a algunos periodistas poco especializados se lo parezcan–, políticos, lobbies, agentes económicos, etc. Y, en último lugar, aparece algo muy raro a lo que los malos periodistas están llamando con el extraño nombre de «experto». Resulta curioso que ese sustantivo, que puede ser adjetivo, apenas se use en periodismo científico porque enmascara el currículo de la fuente. ¿Qué es un experto?

En el periodismo medioambiental este oscuro término de «experto» se utiliza para justificar algo tan perjudicial para el periodismo como es la neutralidad, jamás usada en periodismo científico. Así, por ejemplo, se le da voz a los llamados «escépticos» del cambio climático, lo cual es un escándalo tan grande como si se la dieran a los escépticos de que el hombre estuvo en la Luna o a los escépticos sobre la teoría de la evolución.

Los «expertos» se amparan en pomposos títulos como «director del instituto X» para ocultar su falta de sabiduría científica; y el periodista jamás especifica cuántos artículos tiene publicados en Nature o si tiene un doctorado en oceanografía. Ello está convirtiendo el periodismo medioambiental en pseudoperiodismo o, en el mejor de los casos, en algo diferente al periodismo científico. Si se continúa por esta senda, el periodismo medioambiental se transformará en un caballo de Troya de los que quieren destruir el planeta y no en una herramienta para salvarlo como ha sido hasta ahora.

Por ejemplo, en un análisis de contenido sobre las fuentes que suelen aparecer como escépticos del cambio climático en los medios españoles se obtiene que todos son de letras puras (es decir, auténticos analfabetos científicos): desde Antón Uriarte (profesor de Geografía de la Universidad del País Vasco, universidad donde hasta hace nada la geografía se estudiaba con la historia y un poco antes pertenecía a filosofía y letras); hasta periodistas (también de letras) como Jorge Alcalde; economistas –¿dónde estudian botánica o ecología los economistas españoles?– como Gabriel Calzada o hacen caso a politólogos –como si la carrera de ciencias políticas tuviera el más mínimo resquicio de ciencia natural– como Bjon Lomborg. Estas fuentes jamás hubiesen sido usadas por un periodista científico serio, que recurriría sólo a licenciados en Ciencias del Mar, Física, Química, Biología y otras ciencias naturales. Y esto diferencia al buen periodismo de la información basura. Espero que en un futuro no diferencie el periodismo científico del medioambiental.

© Mètode 2010 - 66. Onda verde - Número 66. Verano 2010

Profesor titular de Periodismo Científico. Universidad Carlos III de Madrid.