La psicología del terrorismo

Una crónica neoyorquina

terrorismo

El último lunes de mayo los norteamericanos celebran el Memorial Day, una festividad dedicada a los caídos por la patria en las guerras donde ha participado el país que capitanea el mundo desde hace un largo siglo. La tradición exige una profunda observancia del recuerdo y homenajes florales a las tumbas de los soldados, pero el hecho de caer en primavera avanzada convierte la efeméride en un weekend inmejorable para probar la entrada del buen tiempo y gozar de espléndidos paseos y barbacoas.

«¿Tiene o no tiene la psicología algo sustancial que decir por lo que respecta a las motivaciones y a los objetivos de los terroristas, y más en particular de los atacantes suicidas que sacudieron el poder imperial de EEUU?»

La comunidad de psicólogos y neurocientíficos que se reúnen bajo la convocatoria de la Association for Psychological Science (APS) acostumbra a aprovechar este puente de las postrimerías de mayo para celebrar su convención anual. Este año, el 2006, montaron el encuentro en Nueva York, encerrados en un elefancíaco hotel justo en medio de Times Square, donde llegaba el rumor festivo de una ciudad que recibía miles de emperifollados y educadísimos marineros que se sumaban al esparcimiento general mientras los diarios informaban de matanzas encubiertas donde habían participado sus compañeros del ejército de tierra en el avispero suní de Mesopotamia. Aprovechando la estancia en Nueva York, la APS había decidido dedicar una parte de la convención, a lo largo de una jornada casi entera, al tema de la «psicología del terrorismo». Era una iniciativa que todo el mundo consideraba muy valiente por el hecho de venir de un gremio exigente, bastante encapsulado en estudios sutiles y por regla general muy poco proclive a pisar ámbitos de disciplinas sociales más próximas a los derroteros de la política. El programa, sin embargo, prometía mucho porque algunos de los grandes nombres de la psicología y la neurociencia cognitiva de EEUU estaban allá para discutir a fondo sobre una modalidad agresiva que convirtió las torres de Manhattan en un emblema imborrable a raíz de los ataques del 11 de septiembre de 2001.

Aprensiones extremas

El inicio, sin embargo, no pudo ser más decepcionante, por blando y convencional. Inició la jornada Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía 2002, el primer Nobel, por cierto, que ha dado la psicología (por sus estudios sobre los sesgos en los juicios y en la toma de decisiones humanas), presentando la incursión de Paul Slovic a los desafíos para las decisiones racionales que implica la amenaza del terrorismo. Slovic, antiguo colega de Kahneman y respetadísimo experto en la percepción de riesgo, fue muy poco incisivo. Comparaciones impecables entre la percepción de riesgo ante peligros largamente conocidos (enfermedades, cataclismos, tóxicos ambientales…), respecto a peligros más nuevos e inciertos (crisis energética, residuos nucleares, cambio climático…), para acabar constatando que la aprensión generada por el terrorismo en la sociedad de EEUU se sitúa en cotas máximas. Una aversión tan extrema que no permite distinguir, por ejemplo, la alarma ante los ataques bacteriológicos tipo ántrax o ante las explosiones por autoinmolación en lugares muy concurridos. Y que tampoco acusa diferencias obvias de letalidad debido a las puntuaciones exageradas en una sociedad poco acostumbrada a los raids de castigo de los enemigos.

«El terrorismo suicida no es una conducta desesperada de un grupo de individuos, sino una opción extrema y publicitaria de una firme ambición de victoria de un grupo combativo»

Tópicos, todos ellos, bien trabajados pero de nula audacia para abordar el tema psicológico de fondo: ¿qué hay en el magín de los terroristas y cómo llegan a convencerse y a tomar decisiones tan singulares? La cosa empezaba a tener el aspecto de una de las asépticas sesiones donde los académicos se refugian en detalles tangenciales para eludir el nudo del problema: ¿tiene o no tiene la psicología algo sustancial que decir en lo que respecta a las motivaciones y a los objetivos de los terroristas, y más en particular de los atacantes suicidas que sacudieron el poder imperial de EEUU? Suerte que Arie Kruglanski (College Park, Universidad de Maryland), director de un centro de investigación de excelencia creado para estudiar precisamente eso, retomó la senda acertada.

Terrorista suicida mostrando los explosivos que rodean su cuerpo. El terrorismo suicida no es otra cosa que una opción estrictamente racional cuando un grupo restringido y débil encara un combate contra un poder muy fuerte.

Las motivaciones de los terroristas suicidas: ¿inmolaciones adaptativas?

Kruglanski rescató el buen camino constatando la ignorancia oceánica sobre los vectores motivacionales cruciales de los terroristas y lo importante que es la investigación para establecerlos. En las interpretaciones más habituales se acostumbra a consignar la fuente motivacional de base del terrorismo en dos ámbitos preferentes: 1) las razones ideológicas como: lucha contra la opresión, intentos de conseguir la supremacía de un credo religioso o político, resistencia ante la ocupación-humillación, encontrar salidas a la desesperación-marginación… 2) las respuestas personales de los integrantes de un grupo beligerante y fuertemente cohesionado como: fraternidad de armas, lealtad entre compañeros, ambición por alcanzar un estatuto alto, anhelo de gloria terrenal o ultraterrenal… Es probable que en la deriva hacia el terrorismo participen varios de estos elementos motivacionales combinados de manera peculiar, pero hay que tener presente que los primeros, los ideológicos, sirven sobre todo para legitimar, con una narrativa elaborada y coherente, las acciones mortíferas que se llevan a cabo. Los segundos, en cambio, nutren el bagaje acumulado por cada uno en el itinerario dentro una célula combativa. Sin embargo la jerarquía incitadora, los pesos y la secuencia de los diferentes motores en las diversas modalidades de acciones terroristas aún no se han establecido. En cualquier caso, hay que tener bien presente que la noción de «propensión terrorista» como un «síndrome» (un perfil psicológico de rasgos muy caracterizables a escala individual o grupal) no ha recibido ningún tipo de apoyo empírico hasta ahora. En cambio, la consideración del terrorismo como una «herramienta», como un «procedimiento estratégico» más, en el curso de los conflictos intergrupales, ha dado más frutos y ofrece más posibilidades practicables a la hora de pensar y diseñar medidas contraterroristas.

«Morir por una causa es un poderosísimo argumento para la movilización y la impregnación diseminadora de la narrativa predicada (“el ideal” perseguido) dentro del intragrupo de reclutamiento»

Clark McCauley (Bryn Mawr College, University of Pennsylvania) enfatizó este planteamiento del «terrorismo como medio» y lo llevó al núcleo de las estrategias combativas intergrupales. Indicó que lo que usualmente se llama «terrorismo camicace», para acentuar la rareza y la inverosimilitud de esta situación, no es sino una opción estrictamente racional cuando un grupo restringido y débil encara un combate contra un poder muy fuerte (una potencia militar, por ejemplo), con ánimo de intentar doblegarlo y ganar. No es, por lo tanto, una conducta desesperada de un grupo de individuos, sino una opción extrema y publicitaria de una firme ambición de victoria de un grupo combativo. Desde una perspectiva psicológica no importan tanto los daños infligidos en los ataques como la valía de las inmolaciones en tanto que intimidatorias para la poderosa diana que sufre el castigo, al mismo tiempo que la base de apoyo del grupo terrorista sale alentada y fortalecida. Morir por una causa es un poderosísimo argumento para la movilización y la impregnación diseminadora de la narrativa predicada («el ideal» perseguido) dentro del intragrupo de reclutamiento. ¿Cómo se puede dudar de las intenciones y el convencimiento de unos mártires así? Morir por una causa, además, pone en marcha mecanismos automáticos de comparación en el intragrupo al que pertenecen los sacrificados. ¿Cómo se puede continuar pasivo mientras hay otros que lo dan todo por la victoria común? Entre los simpatizantes más entusiastas de los combatientes, los procesos de comparación social arrastran hacia la emulación. De hecho, el impacto inspirador y atractivo del martirio no es nada nuevo: lo han cultivado líderes religiosos, políticos y militares de todo tipo de cosechas y condición, en todas las épocas, cuando las circunstancias del combate son inciertas. Recordemos, como ejemplo, la cita extraída por McCauley del discurso quizá más conocido de la historia norteamericana, el homenaje de Abraham Lincoln a los caídos a Gettysburg, en 1863, en un momento en que la guerra civil aún no estaba ganada: «Hagamos nuestro el fervor de estos caídos honorables por la causa a la que consagraron su último aliento; estamos aquí para salir convencidos de que su sacrificio no habrá sido vano». Además, la exaltación del sacrificio dispara una competición interna al alza para sobresalir en la letalidad y la frecuencia del martirio: no todos los grupos palestinos cultivaban la autoinmolación atacante, pero durante los años álgidos de la segunda Intifada se vivió una verdadera escalada de acciones suicidas cometidas por Hamás, Yihad, Mártires de Al-Aqsa, Fatah…, para no perder calado en la carrera (propagandística) de las atrocidades. Aparte de eso, estas acciones extremas buscan la respuesta demoledora, hiperexagerada del gigante que se quiere abatir, para incrementar los agravios y ampliar así la base victimaria de reclutamiento y el entusiasmo vengativo de las nuevas levas

Hay, por tanto, un conjunto de procesos bien acotados por la psicología que permiten acercarse a la descripción empírica de las semillas del terrorismo suicida, partiendo de la base de que se trata de una estrategia grupal adaptativa y plenamente racional en circunstancias de combate altamente desigual. McCauley ha empezado a hacer estudios, en muestras de jóvenes norteamericanos y ucranianos, de los procesos de activismo y de radicalización que pueden llevar al umbral del sacrificio progrupal exigente a partir de medidas de actitudes basadas en aquellos conceptos.

Entre los simpatizantes más entusiastas de los combatientes, los procesos de comparación social arrastran hacia la emulación. / © EFE

Simpatizantes de los combatientes suicidas: neuroendocrinología «on site» en Gaza

En último término, sin embargo, no es lo mismo ser un simpatizante de las células beligerantes suicidas que ser un integrante activo o culminar las pasos finales del compromiso inmolatorio. Como las dos últimas condiciones son difíciles de estudiar (por falta presumible de candidatos), el neurólogo Jeff Victoroff (Universidad de California del Sur), se propuso obtener datos de los primeros, de los simpatizantes. Reclutó un equipo de trabajo para investigar adolescentes de la franja de Gaza contando con la ayuda de Robert Sapolsky, el investigador más conocido en el ámbito del impacto de las luchas sociales sobre las hormonas de estrés, a partir de estudios en tropas de monos papiones africanos en libertad. Victoroff presentó datos procedentes de 52 muchachos palestinos con una edad media de catorce años, 22 de los cuales podían explicar historias de parientes directos encarcelados, heridos o muertos por las tropas israelíes. Aparte de pasarles cuestionarios convencionales de malestar psicológico (ansiedad, depresión, preocupaciones, autoestima etc.), construyó una escala específica para medir sentimientos de opresión politicosocial (distinguiendo entre opresión percibida y atribuida) y administró, asimismo, medidas de religiosidad, de interés por la política y de simpatía por las actividades terroristas. Debió prescindir de algunas preguntas (por ejemplo: «¿piensas que la disposición al martirio es un mandamiento obligatorio del islam?»), porque toda la muestra le contestó que sí y no sirvió para discernir nada. Tomó muestras de saliva, una vez por semana a lo largo de 4 semanas, para hacer determinaciones de cortisona y testosterona en una réplica de los estudios de Sapolsky con papiones, en un ambiente traumático de confrontación entre tropas humanas (hay que tener presente, que estudios anteriores palestinos habían establecido que el 86% de los muchachos de esta edad de Gaza han intervenido en hostilidades –lanzamiento de piedras o artefactos incendiarios– contra las patrullas israelíes).

El 86% de los adolescentes de Gaza han intervenido en hostilidades contra las patrullas israelíes. / © EFE

Los resultados mostraron, en primer término, que los muchachos de Gaza tenían unas puntuaciones de ansiedad y depresión elevadas, rozando la raya de la psicopatología. En cambio, no mostraban una agresividad destacable: las cifras se movían en el rango de la normalidad para poblaciones occidentales. Eso constituye un buen ejemplo de las limitaciones y ventajas de este tipo de medidas psicométricas: unas condiciones de vida particularmente precarias, con preocupaciones cotidianas intensas y pocas perspectivas de futuro en un campo de refugiados, en una situación de conflicto armado crónico, se reflejan en una disforia ansioso/depresiva que las medidas captan, mientras que las escalas de agresividad no consiguen reflejar una actividad combativa que ejercen regularmente la mayoría de los muchachos. Las puntuaciones de depresión eran predictivas de la simpatía por el terrorismo suicida, de manera que a más desmoralización/desesperanza consignada, más apoyo a aquella forma de lucha. Las medidas de agresividad, por su parte, eran predictivas de la opresión percibida, de manera que, a más agresividad, más sentimientos de opresión. Los niveles de cortisona, sin embargo, no se asociaban con la depresión (en un resultado paradójico, que contradice cientos de estudios previos muy bien establecidos), mientras que sí que predecían positivamente el nivel de ansiedad y negativamente la agresividad, tal como corresponde. Eso hace dudar de la bondad de las medidas de «depresión» o de la caracterización de aquella disforia/malestar/irritación/desesperanza como «depresión». Los resultados con las cifras de testosterona pueden aclararlo: no se asociaban en absoluto con la agresividad, ni con las simpatías por el terrorismo, ni con la opresión percibida para el conjunto de la muestra, pero cuando se separaban los ocho muchachos con cifras más altas de testosterona respecto de los ocho con cifras más bajas, los resultados eran entonces muy diferentes. Se obtenían máximas expresiones de simpatía por el terrorismo suicida antiisraelí y máxima opresión percibida en los chicos con más hormona masculina circulando. Conclusión: tal como cabía esperar, hay una intervención de la lucha por la dominancia y el estatuto combativo en los grupos de adolescentes simpatizantes de los movimientos terroristas palestinos, de manera que los que tienen una activación de hormonas masculinas más acusada se muestran como los más beligerantes, independientemente de las condiciones de vida. Por lo tanto, la desesperanza social cuenta en las actitudes de los adolescentes simpatizantes del terrorismo, pero también lo hace la combatividad hormonal de partida Todo eso, reiterémoslo, vale sólo para una muestra (preciosa, pero restringida) de simpatizantes en un lugar particular. No nos dice nada (o poco) sobre los vectores que llevan a la implicación directa en la ejecución de las autoinmolaciones atacantes. Porque conviene insistir en que ser simpatizante y colaborar con grupos que practican el terrorismo suicida es una cosa, y prestarse a ser el ariete-bomba es otra.

«La desesperanza social cuenta en las actitudes de los adolescentes simpatizantes del terrorismo, pero también lo hace la combatividad hormonal de partida»

En cualquier caso, disponer de este tipo de datos es muy valioso. Victoroff explicó que una busca bibliográfica de la literatura científica dedicada al terrorismo en los últimos quince años dio 1.808 entradas; de todas ellas, solo 48 llevaban datos empíricos (la mayoría económicos y socioepidemiológicos), y tan sólo 10 se referían a información directa procedente de individuos que habían tenido implicación en células suicidas. Por tanto, la necesidad de obtener datos es imperiosa y el camino iniciado en la convención APS en Nueva York servirá para abrir algunas rendijas. En la sesión de pósters asociada al simposio hubo una cosecha prometedora de datos vinculados, en más de un caso, a un consorcio de grupos de investigación de EEUU que se ha creado para los estudios empíricos de la psicología del terrorismo y del contraterrorismo. La mayoría, sin embargo, hacían referencia a cuestiones de percepción social o de sesgos en las actitudes raciales conectados con el impacto terrorista. La persistencia de las memorias traumáticas era también protagonista preferente, pero en este punto los trabajos de la doctora Elisabeth Phelps merecen un relieve especial.

«Memorias flash» del 11 de septiembre entre los neoyorquinos

Liz Phelps lidera un grupo muy activo en la Universidad de Nueva York que ya había hecho estudios de neuroimagen con fMRI (resonancia magnética funcional) sobre el desvanecimiento de las trazas de los recuerdos traumáticos. El «Phelps Lab» está al lado de Washington Square, en Greenwich Village, no muy lejos del distrito financiero de Manhattan, y les tocó vivir la tragedia del 11 de septiembre como vecinos próximos. Una semana después pusieron en marcha un ambicioso estudio sobre la memoria de aquellos acontecimientos, aprovechando el impulso de un amplio consorcio de investigación creado a propósito (9-11 Memory Consortium Research Program). El 17 de septiembre de 2001 empezaron las entrevistas a una muestra de 546 residentes en Nueva York y a ciudadanos de muchos otros lugares de EEUU hasta completar un total de 1.495 sujetos. Un año después, en agosto de 2002 repitieron el interrogatorio y tres años más tarde, en agosto de 2004, lo volvieron a hacer. El 11 de septiembre ofrecía una oportunidad óptima por analizar la evolución de las «memorias flash» (recuerdos de acontecimientos públicos trastornadores), porque el impacto fue de tal magnitud que se ha convertido en un hito para definir una época de la vida de todos cuantos lo vivieron en directo o de los que lo experimentamos de segunda mano (ha relevado, de hecho, en el imaginario de los norteamericanos, a la pregunta-marca «¿dónde estabas y qué hacías el día que asesinaron al presidente Kennedy?»).

Imágenes de Nueva York hechas durante el fin de semana del Memorial Day de 2006. Según los trabajos de Liz Phelps, tres años después de la tragedia del 11-S la gente que la vivió de cerca aún conservaba recuerdos de los hechos con gran minuciosidad y viveza, con fuerte resistencia al olvido. / © Foto: Isabel Arimany and Anna Tobeña

Al comparar los resultados de los neoyorquinos respecto a otros de EEUU, no aparecieron diferencias globales en la consistencia del recuerdo, ni a la semana, ni al año, ni tres años más tarde. Hubo una fiabilidad similar a la hora de detallar cómo vivieron la tragedia, qué hacían y dónde estaban, quién los acompañaba, cómo reaccionaron, dónde fueron, qué sentimientos tuvieron, etc. En algunos detalles, sin embargo, había diferencias sustanciales a favor de los neoyorquinos en la precisión del recuerdo: podían afinar con más exactitud las especificidades de los ataques (número de aviones participantes, horas y secuencia temporal de los ataques, lapso y orden en que se derrumbaron las torres, dónde estaba y qué hizo el presidente Bush mientras tanto, etc.). Vivir como ciudadano aquellos raids cataclísmicos incrementaba, por tanto, la minuciosidad del recuerdo y sobre todo, la seguridad y la viveza de las memorias. Como la muestra de neoyorquinos contenía gente que vivió de cerca, como testigos directos, el desmoronamiento de las Torres Gemelas, mientras que otros lo vivieron desde lugares alejados de Manhattan, montaron dos grupos diferentes para comparar los recuerdos respectivos y pedirles que rememorasen secuencias particulares dentro de un equipo fMRI, mientras les hacían escaneados cerebrales durante la rememoración de la vivencia traumática. El grupo de testigos directos debía haber vivido la tragedia en el Downtown, con el Campus NYU como punto máximo de alejamiento (a 2 millas del World Trade Center), mientras que para el segundo grupo exigieron haberla vivido como mínimo más allá del Midtown (4,5 millas del World Trade Centro). Aparecieron diferencias claras con un incremento en la intensidad, la viveza, la sensación de amenaza y las experiencias sensoriales peculiares (cualidades del olor del aire, por ejemplo) para el grupo de testigos próximos. Los neoyorquinos alejados del punto catastrófico a menudo decían, de hecho, que no habían visto nada en directo; que al saber la noticia la habían seguido por Internet o televisión. En los testigos próximos a la zona atacada que eran capaces, incluso, de describir sutilezas olfativas de la jornada, aparecieron relaciones entre la viveza/amenaza del recuerdo y la activación de la amígdala cerebral izquierda así como de algunas regiones hipocampales. Por tanto, la calidad de las «memorias-flash» varía en función de la proximidad al acontecimiento trastornador. Sólo los testigos próximos mantienen criterios de minuciosidad y viveza de la memoria, con fuerte resistencia al olvido. El resto de ciudadanos que vivieron el golpe, utilizan el acontecimiento como señal de su trayectoria vital y retienen elementos marcadores, pero el cuidado y la viveza del recuerdo es inferior y con poco impacto cerebral cuando se recuerda la vivencia. Son datos que confirman varios estudios que ya habían encontrado grietas en la supuesta fortaleza de las «memorias flash».

Abu Ghraib: la «banalidad» de la tortura y el «efecto lucifer»

Philip Zimbardo abarrotó la sala donde tenía que disertar sobre «el efecto Lucifer». Fue recibido con «bravos» y aclamaciones entusiastas por una parroquia formada mayoritariamente por postgraduados jóvenes. Zimbardo es una leyenda de la psicología norteamericana: un muchacho del Bronx criado en Manhattan, donde había ganado los primeros duros como chico de los caramelos en las funciones de Broadway, escaló hasta liderar un potente Departamento de Psicología Social en California y consiguió que sus manuales fuesen los más usados en EEUU y también en muchos lugares de Europa (sus series Psicología y vida en vídeo/DVD han llegado a miles de hogares catalanes, valencianos y baleares, con una introducción del televisivo Dr. Joan Corbella. A Zimbardo le rezuman los recursos de gran actor por todos los poros. Como catedrático emérito de Stanford y presidente (retirado) del APS, aún encuentra gusto en impartir cursos multitudinarios, continúa impulsando investigación y se dedica a un apasionado activismo antiBush que con toda seguridad le rejuvenece y le da notoriedad (sólo hay que acudir a su impactante web, <www.zimbardo.com>, para tener un ejemplo de sus múltiples y publicitadas iniciativas).

«Los humanos ordinarios, sin ningún tipo de desviación o psicopatología, cuando se integran en una estructura de autoridad respetada ponen en marcha mecanismos de obediencia que pueden llevar a la tortura física de personas inocentes»

Zimbardo ha adquirido un relieve especial, en los últimos años, como personaje popular, porque se significó en la defensa de uno de los soldados condenados por las torturas y vejaciones cometidas en la prisión de Abu Ghraib sobre prisioneros iraquíes. En concreto, del sargento Ivan «Chip» Frederick, un ejemplo característico, según todos los datos, del chaval americano normalísimo, equilibrado, buen chico y buen cristiano, apreciado en su comunidad, casado, leal y padre adoptivo atento, pero que en Abu Ghraib era el que acercaba los perros a las caras de los prisioneros (en fotografías que dieron la vuelta al mundo) y participaba activamente en la simulación de torturas eléctricas y en las vejaciones sexuales inmortalizadas en imágenes que tomaban los mismos soldados. Ante aquel comportamiento infamante y después de la correspondiente investigación disciplinaria, el ejército y la administración de EEUU se apuntaron a la explicación de las «manzanas podridas» dentro de una cesta mayoritariamente ejemplar. De hecho, los soldados participantes fueron degradados y excluidos del ejército, y la responsabilidad se extendió también a altos oficiales de la prisión con degradaciones que llegaron al rango de general. Zimbardo, por contra, mantiene que las conductas observadas y filmadas en Abu Ghraib son plenamente esperables en unas condiciones como las que se daban allí y que no se puede responsabilizar a los muchachos y muchachas porque no es para nada un problema de unas pocas manzanas podridas, sino de una cesta putrefacta. En sus palabras «no se puede ser un pepinillo dulce en un bote de vinagre».

Imágenes de Nueva York hechas durante el fin de semana del Memorial Day de 2006. Según los trabajos de Liz Phelps, tres años después de la tragedia del 11-S la gente que la vivió de cerca aún conservaba recuerdos de los hechos con gran minuciosidad y viveza, con fuerte resistencia al olvido. / © Fotografías: Isabel Arimany and Anna Tobeña

La posición de Zimbardo deriva no solamente del análisis objetivo de la situación en Abu Ghraib (miedo, revancha por pérdida reciente de compañeros, sobresaturación de prisioneros, sobrecarga de trabajo, indicaciones de la autoridad de presionar a los interrogados etc.), que las investigaciones oficiales ya han reconocido. Deriva sobre todo de décadas de sólida investigación en psicología social que muestran que la «mayoría» de los humanos traspasan las rayas de contención y se apuntan a la humillación, la vejación y la tortura de víctimas cuando las «condiciones contextuales» lo favorecen. Los experimentos que fundamentan esta afirmación están en todos los libros de texto de psicología y muestran que los humanos ordinarios, hombres y mujeres perfectamente normativos, sin ningún tipo de desviación o psicopatología, cuando se integran en una estructura de autoridad respetada ponen en marcha mecanismos de obediencia que pueden llevar a la tortura física de personas inocentes (experimentos «Millgram», en los años cincuenta, replicados en miles de sujetos y en condiciones muy variadas); y que cuando deben vigilar prisioneros o detenidos en condiciones favorables a la deshumanización y desindividuación como la identificación numérica, los uniformes disminuidores, las esposas, los grilletes, las bolsas en la cabeza, etc. (experimento «La prisión de Stanford», 1971, liderado por el mismo Zimbardo), aparecen todas las conductas que fueron registradas en Abu Ghraib (incluidas las vejaciones sexuales y las «fotografías trofeo» para tener constancia de la «banalidad festiva» de los acontecimientos). Zimbardo bordó la presentación: mostró vídeos de los hechos de Abu Ghraib que nunca han pasado enteros las televisiones, rememoró la gestación de aquellos experimentos clásicos ilustrando la potencia de las repeticiones y los afinamientos que se han hecho posteriormente; y acabó mostrando interioridades de la vida normalísima del sargento «Chip» Frederick del que se ha hecho amigo desde que participó en su defensa jurídica. Toda la charla iba, de hecho, dedicada a publicitar su próximo libro, El efecto Lucifer: cómo convertir la buena gente en demonios, que, según dijo, había entregado a su editorial el día anterior aprovechando la visita a Nueva York. La fogosidad lo llevó a reclamar mucho más rato que la hora de conferencia asignada por el Congreso y el auditorio, entusiasmado, le permitió media hora adicional de discurso dedicado, en los tramos finales, a vituperar a la administración Bush («la más incompetente de la historia de EEUU, que se ha dedicado a montar “cestas putrefactas” en su guerra desenfocada contra el terror, ­malogrando, de paso, el prestigio del pueblo norteamericano en el mundo»).

«Tiene que haber análisis psicológico fino para jerarquizar las responsabilidades individuales en las conductas delictivas cometidas en el marco de una presión grupal»

El problema principal con estas aproximaciones «contextuales/situacionales» tan apreciadas por la psicología social es que puede llevar a no condenar a nadie (fuera del «Bush/Lucifer» de turno, por supuesto). Zimbardo destacó el papel de los «héroes» que en los experimentos mencionados y en la vida real (hubo denuncias internas en Abu Ghraib de soldados norteamericanos) se rebelan contra la presión contextual por más fuerte que sea y se niegan a discriminar, vejar o torturar víctimas. Pero a mí me parece que no es suficiente destacar el papel de los héroes-excepción, casi siempre presentes, en mayor o menor proporción, para resolver el problema de la gradación de implicaciones y de culpas. Tiene que haber, me parece, análisis psicológico fino para jerarquizar las responsabilidades individuales en las conductas delictivas cometidas en el marco de una presión grupal. Así lo entendió el juez del caso Frederik, negligiendo las argumentaciones de Zimbardo, cuando condenó severamente a aquel soldado porque entendió que casi siempre hay margen de libertad en las acciones de cada uno, y de este principio se deriva la necesaria asunción de responsabilidades. Al fin y al cabo, no todos los que trabajaban en la prisión de Abu Ghraib actuaron de la misma manera. Entre los mismos participantes de aquel macabro episodio torturador también hubo diferentes grados de implicación. Esta regla tan sencilla y sabia, que los juristas prudentes procuran aplicar desde hace milenios, los científicos sociales de nuestra época (con la fuerza de algunos experimentos y datos detrás, plenamente pertinentes pero parciales) a menudo acostumbran a olvidarla.

Prisión de Abu Ghraib

Fotografías de algunas de las torturas cometidas en la prisión de Abu Ghraib. Las fotografías las tomaron los propios torturadores.

Fotografías de algunas de las torturas cometidas en la prisión de Abu Ghraib. Las fotografías las tomaron los propios torturadores.

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© Mètode 2006 - 50. Una historia de violencia - Disponible solo en versión digital. Verano 2006
Departamento de Psiquiatria. Instituto de Neurociencias UAB, Bellaterra (Barcelona).