Los ecos teológicos de las revoluciones de la física

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Theological Impacts of Breakthroughs in Physics. Breakthroughs in physics reach far beyond the specialised scientific community alone, instead they present new ways of seeing the world that affect culture in general, and some aspects of theological thought. In this article, we briefly outline how certain breakthroughs in physics have affected theology: the birth of classical mechanics and its determinism, the cosmology of a universe in expansion, quantum indeterminism and the theory of chaos. All these have gradually modified the ways in which we imagine the connection between God and Earth.

Las grandes revoluciones de la física han tenido inmensas consecuencias culturales, tecnológicas, económicas y sociales, y han modificado conceptos básicos como el espacio, el tiempo, la materia, la causalidad y la relación entre pensamiento y realidad. Por eso no sorprende que hayan interesado tanto a la teología. En efecto, la física se sitúa entre el mundo más concreto y las construcciones matemáticas más abstractas, y habla de aspectos clave de la realidad. Para comprender la realidad, no tiene bastante con la razón: necesita contrastar continuamente sus reflexiones con la «revelación» del libro de la naturaleza, de tal manera que hay muchas teorías correctas y elegantes que, a pesar de su consistencia matemática interna, no son consistentes con los resultados experimentales. Por ello, la posición del físico en el mundo no es tan radicalmente alejada de la del teólogo como se podría pensar de antemano: ambos intentan comprender con rigor racional un «texto revelado» –escrito en la materia o en la historia–. Muy notables son, evidentemente, las diferencias, ya que el mundo que estudia el físico está constituido por fenómenos mensurables y repetibles, mientras que el del teólogo consta de acontecimientos intrínsecamente únicos, irrepetibles, singulares, y la naturaleza de la «revelación» es también muy diferente para el físico –la naturaleza, accedida a través de experimentos sofisticados– y para el teólogo –unos textos sagrados y unas experiencias humanas de plausibilidad siempre discutible.

El teólogo habla de universo, de creación, de fin del mundo, de espacio, de tiempo, de materia, de responsabilidad, de libertad. No lo hace de ninguna manera en un sentido superficial, sino que quiere ir al fondo del significado de estas palabras, que le remiten a Dios. El físico va en el mismo tren, pero baja en la estación anterior a la del teólogo: su actividad no consiste en hablar de Dios, sino en entender la naturaleza en lo que tiene de mensurable y demostrable.

El principio de inercia y el nacimiento de la mecánica

Veamos, muy brevemente, algunos de los puntos de contacto –y a veces, de fricción– entre la física y la teología. Uno de los casos más comentados y discutidos se refiere a los inicios de la mecánica moderna, con Galileo, Descartes y Newton. En el siglo XVII, el modelo ptolemaico, geocéntrico, y el copernicano, heliocéntrico, competían como explicación del Sistema Solar. La física de la época, aristotélica, apoyaba el modelo ptolemaico. Una cuestión central en contra del modelo copernicano era el problema del movimiento de la Tierra. Si la Tierra gira con una velocidad elevada, cuando saltásemos, el suelo debería deslizarse bajo nuestros pies con gran velocidad e iríamos a parar a un punto muy distante de aquél donde iniciáramos el salto. Como eso no se observa, se deduce que la Tierra no gira. No hacía falta la teología para negar el modelo ptolemaico: había suficiente con la física aristotélica y la experiencia cotidiana. Para superar este problema, Galileo propuso el principio de inercia, según el cual cuando sobre un objeto no actúa ninguna fuerza, el objeto se continúa moviendo indefinidamente con velocidad constante. Por ello, cuando saltamos conservamos el movimiento horizontal que teníamos antes del salto, y nos movemos paralelamente a la Tierra, con la misma velocidad que ella, y caemos aproximadamente en el mismo punto donde iniciamos el salto. ¿Tan evidente es el principio de inercia? La verdad es que no. Puede ser una explicación plausible de la razón por la que no nos percatamos de que la Tierra gira pero habría podido ser falso. La discusión sobre este principio fue más física que teológica, pero quien tenía el poder sobre las universidades era la Iglesia católica, que no se opuso inicialmente a las ideas de Galileo, siempre que las presentase como una posibilidad razonable y no como la realidad definitiva, pero que posteriormente endureció y cerró su posición. La loable pero problemática impaciencia de Galileo, por una parte, y la amenaza inadmisible de la Inquisición convirtieron un problema científico apasionante en una pesadilla del pensamiento.

 

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Pedro Berruguete, Auto de fe presidido por Santo Domingo de Guzmán, 1495 (aprox.). Técnica mixta sobre tabla, 92 x 154 cm.

«El mundo que estudia el físico está constituido por fenómenos mensurables y repetibles, mientras que el del teólogo consta de acontecimientos intrínsecamente únicos, irrepetibles y singulares»

 

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Uno de los casos más comentados y discutidos de los puntos de contacto entre física y teología se refiere a los inicios de la mecánica moderna, con Galileo, Descartes y Newton.
  «La loable pero problemática impaciencia de Galileo y la amenaza inadmisible de la inquisición convirtieron un problema científico apasionante en una pesadilla del pensamiento»

El principio de inercia tuvo consecuencias relevantes en teología. En la escolástica de Santo Tomás de Aquino, de raíz aristotélica, el movimiento de las cosas era la primera vía de demostración de la existencia de Dios. Efectivamente, si los planetas y las estrellas se mueven y si, según Aristóteles, es necesario que una fuerza actúe continuamente para mantener el movimiento, Dios –primer motor– debería actuar continuamente sobre el mundo para mantenerlo en movimiento. Ahora bien, cuando la física llega a la conclusión de que el movimiento del universo se conserva, la imagen de las relaciones entre Dios y el mundo cambia. Ya no hace falta un Dios que actúe continuamente sobre el mundo. Basta con un Dios que, tal como un relojero, construya el mecanismo del mundo y lo ponga en marcha. Después, puede retirarse. El mundo continuará funcionando solo. Pese a ello, su funcionamiento será determinista, prefijado, sin libertad humana ni divina, a no ser que Dios quiera romper de vez en cuando las leyes con milagros –libertad y milagros, otros dos grandes temas de discusión.

La óptica también tuvo algunos contactos con la teología. Para la tradición teológica, la luz era una metáfora de Dios, ya que suponía intangibilidad, sutileza y conocimiento. Como metáfora de Dios se suponía que la luz blanca era pura, sin mezcla. Por ello, la interpretación usual de las coloraciones de la luz al pasar por un prisma era que la materia –impura– teñía de colores la luz blanca –pura–. Hizo falta la intuición sagaz de Newton para pensar que la luz blanca era una mezcla de luz de todos los colores y que el vidrio del prisma no teñía la luz sino tan sólo separaba los colores. Finalmente, la teoría electromagnética de Maxwell puso de relieve que la luz es un caso particular de onda electromagnética. Así, la visión, piedra de toque, hasta entonces, de la certificación sensible de la realidad, pasó a ser una pequeña ventana sobre la realidad. Y la realidad resultó estar llena de radiaciones invisibles, que hemos tardado bastante en saber observar y controlar, y cuya utilización –radio, televisión, telefonía celular– forma parte esencial de la sociedad actual.

Cosmología: el dinamismo del universo

Otra revolución física con poderosas interpelaciones teológicas es la cosmología. Gracias a sus técnicas de observación y al utillaje conceptual necesario para explorar las consecuencias, la física del siglo XX ha descubierto que el universo está en expansión, ha puesto de manifiesto un principio y ha encontrado la manera de medir la edad. El dinamismo del universo resultó difícil de aceptar a aquellos que, como Einstein, buscaban en las leyes físicas más profundas la expresión de una racionalidad absoluta y eterna, casi divina –en un sentido de divinidad tirando a panteísta, como en la filosofía de Spinoza– que chocaba con la idea de un universo cambiante. La física ha sabido preguntar a la noche la edad del cielo y la historia de la materia, y ha constatado la delicada armonía que debe haber entre los valores de las constantes físicas para que pueda existir vida en algunos lugares del universo, cuestión que tiene que ser un punto de reflexión y discusión muy vivas, en torno a las diversas formas del llamado «principio antrópico».

Difícilmente el teólogo podrá menospreciar estos hallazgos; difícilmente podrá resultar convincente al público de hoy si ignora completamente esta visión del universo –tan llena de enigmas, aún, como la naturaleza de la materia oscura o de la energía oscura–. Pero esta racionalidad cósmica, más allá de sus detalles concretos y especializados, ¡resulta tan atractiva desde el punto de vista teológico! Ahora bien, cuando la física trata de llegar a la exploración de los orígenes, pone en duda la causalidad. La incorporación de aspectos de física cuántica en la cosmología puede hacer pensar que no haya un solo universo, sino muchos universos que vayan surgiendo como fluctuaciones aleatorias de un vacío cuántico primordial, sin causa ni finalidad. Aquí, Dios y el azar parecen disputarse el origen del mundo.

  «El dinamismo del universo resultó difícil de aceptar a aquellos que, como Einstein, buscaban en las leyes físicas más profundas la expresión de una racionalidad absoluta y eterna, casi divina»
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Fue Newton quien intuyó que la luz blanca era una mezcla de todos los colores y que lo que provocaba el vidrio era su descomposición y no la coloración, como se pensaba.
  «Como metáfora de Dios se suponía que la luz blanca era pura, sin mezcla. La interpretación de las coloraciones de la luz al pasar por un prisma era que la materia teñía de colores la luz blanca»

La materia, la relatividad y la física cuántica

La física ha explorado la materia: ¡qué lejos estamos del materialismo de las postrimerías del siglo XIX, con su materia hecha de canicas minúsculas concretas inmutables y eternas y sometidas a leyes estrictamente deterministas! Hoy la materia no es una puerta que cierra toda metafísica, sino que se ha convertido en una invitación a la metafísica: en las sutilezas cuánticas de la materia, en su carácter complementariamente corpuscular y ondulatorio y en los aspectos indeterministas de las leyes que rigen su comportamiento. La materia está impregnada de historia –formada gradualmente en las estrellas–, las puertas entre radiación y materia están abiertas, materia y antimateria pueden aniquilarse en radiación y ser producidas a partir de radiación pura, la nanotecnología permite que la tecnología dependa cada vez menos de las cantidades de materia prima y cada vez más de estructuras diseñadas casi átomo a átomo, y es posible conseguir –por procesos nucleares de pocos átomos– grandes cantidades de energía; como si la materia se fuera acercando al espíritu: matematizando, estructuralizando, energetizando, informatizando.

La relatividad ha invitado a rehuir el relativismo: ha subrayado el carácter absoluto de la velocidad de la luz y del intervalo espaciotemporal, y ha invitado a abandonar el absoluto de nuestras certezas milenarias sobre el espacio y el tiempo, el sentido común de la experiencia cotidiana, y aceptar –en acuerdo fructífero con la experimentación– cosas tan poco intuitivas, tan sorprendentes, como la variación de la longitud, del tiempo y de la masa con la velocidad del espectador, y a recordar que, a pesar de eso, el diálogo entre espectadores diferentes continúa siendo posible si saben transformar adecuadamente las informaciones que tiene cada uno en términos de la situación en que se encuentra el otro.

La física ha pasado del determinismo newtoniano y laplaciano al indeterminismo cuántico y a la impredictibilidad de la teoría del caos: en este último, perturbaciones mínimas de los sistemas quedan rápidamente amplificadas, en lo que se ha popularizado en la metáfora del «efecto mariposa»: un aleteo de una mariposa en la selva amazónica puede hacer que aparezca un huracán en las costas de México. Así, podríamos actuar –nosotros, Dios o el azar– sobre el décimo decimal de la posición de una partícula, imperceptible a cualquier medida, y sus efectos, al cabo de poco rato, ya serían manifiestos en las observaciones. Por lo tanto, para hacer un «milagro» no haría falta un acontecimiento espectacular, sino que bastaría con manipular sutilmente decimales imperceptibles.

En la física cuántica, la realidad no es objetiva. Si nadie la observa, una partícula no tiene ni posición ni velocidad: está en una superposición de todas las posiciones y todas las velocidades, es decir, en una situación mucho más difuminada, sutil, compleja, que el corpúsculo con posición y velocidades bien definidas que acostumbraba a pensar la tradición occidental. Sólo en el momento en que es observada la partícula adquiere una posición o una velocidad concreta. Estas afirmaciones sorprendentes han sido corroboradas por experimentos sutiles. Este carácter velado, enigmático, indeterminista, no local, no fragmentable y no objetivo de la realidad parece próximo a la tradición oriental. No conozco lo suficiente esta tradición como para aventurarme a conjeturar el interés que estas constataciones puedan tener para el pensamiento religioso en el mundo oriental.

Por lo que respecta a la teología cristiana, la física cuántica representaría salir del mundo estrictamente determinista de la física clásica. No resolvería el problema de la libertad –la compatibilidad de lo que con el determinismo clásico era un problema de envergadura– ya que el indeterminismo cuántico es irreduciblemente aleatorio, pero le abriría posibilidades. También abriría la posibilidad de una acción de Dios escondida tras el indeterminismo del colapso de la función de onda: como sólo podemos tener un conocimiento estadístico, pero no de cada acontecimiento concreto, no sabemos si el resultado concreto es puro azar o si ha intervenido algún proyecto divino, no considerado, evidentemente, por la física, pero sí indagado por la teología. Por otro lado, la física cuántica ofrece la posibilidad de una realidad que no es una sola historia, sino una suma de historias, una superposición de todas las trayectorias posibles, de las que, al final, sólo una es realizada. Por lo tanto, la historia no estaría hecha de antemano: todas las historias serían posibles, inicialmente, y la libertad del individuo realizaría una y desestimaría la otra, pero no como en la visión clásica, en que la decisión sólo tendría consecuencias para los instantes posteriores, sino de una manera más global, que afectaría a toda la historia, es decir, a todos los instantes anteriores. Cuanto menos, eso es lo que pasa, según la cuántica y los experimentos ideados para ponerla a prueba, con un fotón que pueda ir por dos caminos entre dos puntos. El fotón recorre ambos caminos al mismo tiempo y, sólo cuando realizamos un experimento para encontrar por qué camino va, todo un camino es confirmado y todo el otro refutado, no porque el fotón hubiese tomado inicialmente uno de los dos caminos y no el otro, sino porque, estando en ambos al mismo tiempo, toda una historia se borra y toda la otra pasa a ser realidad.

A pesar de los alicientes que pueda tener el diálogo entre ellos, el físico y el teólogo se recordarán el uno al otro que la ciencia es provisional y que la teología no habla de ciencia, que revoluciones conceptuales del futuro pueden hacer interpretar de manera muy diferente a la de hoy las cosas que ahora interpretamos de una cierta manera a la luz de la ciencia actual. Por ello, basar alguna teología en la ciencia es improcedente y peligroso, porque no nos puede hablar de lo definitivo; pero construir una teología que ignore la ciencia de su tiempo es hacer una teología menos verosímil, en algunos aspectos, de lo que podría serlo si compartiese con la cultura de su tiempo el saber y las inquietudes por el mundo que la ciencia le ofrece.

BIBLIOGRAFÍA
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, M., 2004. Ciencia, razón y fe. EUNSA (Ediciones de la Universidad de Navarra). Navarra.
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, R. J. et al., 1997. Physics, philosophy and theology. A common quest for understanding. Vatican Observatory Foundation.

David Jou. Catedrático de Física, Área de la Materia Condensada, Universitat Autònoma de Barcelona.
© Mètode, Anuario 2008.

  «Construir una teología que ignore la ciencia de su tiempo es hacer una teología menos verosímil de lo que podría ser si compartiese el saber y las inquietudes que la ciencia le ofrece»
© Mètode 2011 - 54. La especie mística - Contenido disponible solo en versión digital. Verano 2007
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Departamento de Física, Universidad Autónoma de Barcelona.