Los orígenes de la normatividad

La enseñanza assessor y la aparición de las normas

https://doi.org/10.7203/metode.13.21755

Las normas rigen muchos aspectos del comportamiento humano y facilitan la coordinación en las actividades cooperativas. Con respecto al origen de la normatividad, la hipótesis más aceptada sostiene que ha sido modelada por procesos de selección cultural entre grupos humanos que poseían diferentes normas sobre cómo organizar la vida social. Falta, en nuestra opinión, una explicación evolutiva que permita rastrear los orígenes de esa normatividad incipiente que poseían los primeros humanos. En este artículo sugerimos que la dimensión normativa apareció pronto, en nuestros antepasados homininos, como una consecuencia del desarrollo de capacidades elementales para la enseñanza, entendida esta no solo como la habilidad para mostrar cómo se hace algo, sino también como la habilidad de señalar qué se puede o no hacer.

Palabras clave: aprendizaje, enseñanza assessor, cultura, cooperación, psicología normativa

La importancia de la normatividad en las sociedades humanas

Las normas rigen muchos aspectos del funcionamiento de las sociedades humanas. Podemos definir las normas como un patrón de comportamiento que se considera apropiado o correcto dentro de una sociedad. Las normas marcan lo que es apropiado, permitido, requerido o prohibido para todos o parte de los miembros de una comunidad en diferentes situaciones. Desde niños, los humanos perciben que muchas actividades están reguladas por normas. Por lo general, cuando una persona adopta una norma, esta funciona como una regla que orienta su comportamiento. Muchas normas se interiorizan de manera que los individuos no solo intentan cumplirlas, sino que se sienten motivados para hacer que los demás también las cumplan y participan en el castigo de quienes no lo hacen. Así, se logra estabilizar las pautas por las que se rigen los miembros de una comunidad.

La adopción de las normas permite una adecuada integración de los individuos en las sociedades de las que forman parte. Desde una perspectiva evolutiva, la estrategia de cumplir y hacer cumplir las normas parece adaptativa. Las normas facilitan la coordinación en las actividades cooperativas y, al tiempo, previenen contra las actitudes egoístas, al castigar a los que no las siguen. Por ello, se piensa que la mente humana ha desarrollado un conjunto de mecanismos psicológicos dedicados a desenvolverse con éxito en un mundo normativo, de manera que los individuos puedan detectar en su entorno las reglas que lo gobiernan, aplicar esas reglas a su comportamiento y exigir que también lo hagan los demás (Chudek y Henrich, 2011; Sripada y Stich, 2007). Es decir, se piensa que en nuestra especie ha evolucionado una psicología normativa.

En los últimos años, se ha realizado un esfuerzo enorme por investigar tanto cómo funcionan y se desarrollan ontogénicamente los mecanismos psicológicos responsables de la normatividad, como las causas que han propiciado su evolución. Este artículo intenta definir qué escenario evolutivo impulsó el desarrollo de la psicología normativa, con la esperanza de arrojar también luz sobre algunos aspectos de su funcionamiento. Primero, hacemos una revisión de las principales hipótesis que se han manejado para explicar la evolución de la normatividad y, a continuación, proponemos que un factor clave en el desarrollo de las actitudes normativas ha sido la aparición temprana de formas elementales de enseñanza, basadas en la aprobación y desaprobación del aprendizaje de los hijos.

La evolución de la normatividad

Cultura acumulativa y cooperación en grupos grandes se consideran dos características esenciales que han condicionado el éxito evolutivo de nuestra especie y que nos han diferenciado de nuestros parientes ​​primates más cercanos. La evolución de la psicología normativa se ha relacionado con ambas (Chudek y Henrich, 2011; Richerson y Boyd, 2005; Sripada y Stich, 2007).

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El punto crucial de partida se produjo cuando las capacidades para imitar y aprender unos de otros se volvieron lo suficientemente poderosas como para hacer posible la cultura acumulativa (Richerson y Boyd, 2005; Tomasello, 2014). La cultura se entiende como información que se transmite entre individuos y grupos a través de procesos de aprendizaje social, sobre todo, imitación y enseñanza. La cultura se considera acumulativa cuando las conductas, las tecnologías, las creencias que se transmiten culturalmente son tan complejas que ningún individuo por sí solo, en ausencia de aprendizaje social, sería capaz de desarrollarlas. La acumulación de información, en promedio adaptativa, permitió a nuestros antepasados controlar y remodelar el ambiente en el que vivían, facilitando su supervivencia. La expansión de nuestra especie y de otras que nos precedieron en la línea hominina por buena parte del planeta, enfrentándose a ambientes muy diversos, no hubiese sido posible sin ese aprendizaje cultural acumulativo.

«La adopción de las normas permite una adecuada integración de los individuos en las sociedades de las que forman parte»

La ventaja adaptativa que proporciona la acumulación cultural favoreció el desarrollo de cerebros mejor equipados para el aprendizaje cultural (Richerson y Boyd, 2005; Tomasello, 2014). Se propició así la evolución de habilidades imitativas de alta eficacia y de sesgos en el aprendizaje social que funcionan como estrategias que facilitan qué aprender y de quién hacerlo (Richerson y Boyd, 2005). Nos referimos a los llamados sesgos de contexto que promueven la imitación de variantes culturales en función de criterios como la conformidad, el prestigio, el éxito o la similitud. Se considera que estos dos rasgos, la imitación eficiente y la transmisión sesgada, resultado de nuestra adaptación como organismos culturales, han sido claves en la implantación de la normatividad en las sociedades humanas, ya que facilitan la homogenización, el mantenimiento y la propagación de las normas que las rigen.

Con respecto a su origen, la evolución de la normatividad se ha asociado con su contribución a la capacidad de nuestra especie para cooperar en grupos grandes formados por individuos muchos de ellos no emparentados (Richerson y Boyd, 2005; Tomasello, 2014). La cooperación a gran escala se puede entender mejor como un producto de la existencia de normas sociales que evolucionan culturalmente (Henrich, 2015). De esta manera, la información sobre las normas que rigen en una comunidad resulta crucial para participar sin problemas en esta y coordinarse con otros miembros en una amplia gama de actividades cooperativas como, por ejemplo, la obtención de recursos, el cuidado de los niños, la respuesta a las amenazas o cómo interaccionar con forasteros (Chudek y Henrich, 2011).

La importancia de las normas en el éxito de las sociedades humanas ha sido el motor que ha impulsado tanto la evolución de los rasgos psicológicos normativos como el tipo de normas predominantes. La hipótesis más aceptada sostiene que la normatividad de nuestra especie ha sido modelada por procesos de selección cultural entre grupos (Henrich, 2015). Una vez que los individuos fueron capaces de ponerse de acuerdo sobre cómo comportarse en algunas actividades cooperativas y de transmitir culturalmente esas directrices con la suficiente fidelidad, se desarrolló una competencia entre grupos que poseían diferentes normas sobre cómo organizar la cooperación. La competencia entre grupos culturales como comunidades, tribus o naciones ha contribuido a la difusión de normas cooperativas más efectivas (Henrich, 2015). Simultáneamente, el éxito de la cooperación propició una presión de selección dentro de los grupos para evitar desviaciones de la norma. Estas presiones selectivas han remodelado la psicología social humana, dando lugar a lo que se denominan instintos tribales y a una tendencia acusada hacia la normatividad (Richerson y Boyd, 2005). Surgió así una mayor capacidad para orientar el comportamiento mediante normas y el desarrollo de emociones sociales –como la culpa, cuando no actuamos correctamente, el orgullo, cuando sí lo hacemos, o la lealtad– que favorecen la vida cooperativa dentro de cada comunidad y, al tiempo, dificultan la cooperación con otras.

Las hipótesis mencionadas proporcionan explicaciones plausibles sobre la evolución de la psicología normativa y de las propias normas e instituciones sociales en nuestra especie, un proceso que se configuró en los últimos 150.000 años. Falta, sin embargo, una explicación evolutiva que permita rastrear los orígenes de esa normatividad incipiente que poseían los primeros humanos y que les distanció, en clave normativa, de la línea filogenética que condujo hacia chimpancés y bonobos. En este sentido, Birch (2021) ha sugerido recientemente que los elementos esenciales de la cognición normativa humana surgieron como una solución a los problemas que presentaba el aprendizaje social de aptitudes motoras complejas relacionadas con la fabricación de herramientas. Aquí, sugerimos que la dimensión normativa apareció pronto en nuestros antepasados homininos como una consecuencia del desarrollo de capacidades elementales para la enseñanza, entendida esta no solo como la habilidad para mostrar cómo se hace algo, sino también como la habilidad de señalar qué se puede o no hacer (Castro et al., 2019; Castro y Toro, 2004; Peregrin, 2014).

La enseñanza assessor y su impacto sobre la normatividad

Nuestra propuesta considera que el escenario evolutivo que nos ha convertido en seres normativos está relacionado con nuestra evolución como organismos culturales con capacidad de enseñar. El elemento singular de esa evolución surge con la aparición de la capacidad de orientar el aprendizaje de los hijos mediante la aprobación o la desaprobación de las conductas que aprenden (Castro y Toro, 2004). Esas formas básicas de enseñanza, de naturaleza inicial prelingüística, a las que denominamos enseñanza assessor, transformaron el aprendizaje social en un sistema de herencia cultural. El término assessor hace referencia a la singular capacidad humana de asesorar sobre qué cosas tenemos que hacer y sobre cómo hacerlas. Los chimpancés pueden evaluar el comportamiento de otros individuos como favorables o desfavorables a sus intereses, y pueden actuar en consecuencia, pero la capacidad de aprobar o desaprobar el aprendizaje de sus crías parece ausente en primates no humanos (Castro et al., 2019; Premack, 2007).

«Los niños perciben las emociones sociales derivadas de la práctica de un comportamiento, como si fueran señales objetivas de su valor intrínseco»

La enseñanza assessor permite a los padres transmitir a sus hijos la experiencia acumulada, tanto sobre los comportamientos que deben imitar como sobre los que deben evitar. Hemos llamado psicología suadens (del latín suadeo: valorar, aprobar o aconsejar) al conjunto de características cognitivas que han hecho posible la enseñanza assessor (Castro et al., 2019). Esta arquitectura cognitiva suadens surgió entre nuestros antepasados homininos probablemente con la consolidación de la cultura lítica achelense hace cerca de un millón y medio de años. Esto es consistente con la hipótesis de que la transición desde la cultura lítica olduvayense a la achelense requirió mecanismos de aprendizaje social de alta fidelidad replicativa, incluyendo formas elementales de enseñanza (Shipton y Nielsen, 2018).

La capacidad de orientar el aprendizaje de los descendientes fue adaptativa, porque permitió mejorar la transmisión cultural de varias formas (Castro et al., 2019). Por una parte, hace posible la transmisión de información sobre lo que el individuo no debe hacer, información que no es posible adquirir por simple imitación. Esto se traduce en dos ventajas concretas: a) permite adquirir una evaluación negativa sobre un comportamiento específico, sin necesidad de sufrir las consecuencias negativas de su aprendizaje por ensayo y error; b) evita los posibles efectos negativos de la imitación en individuos jóvenes, prohibiendo la imitación de conductas inapropiadas para los aprendices. Por otra, incrementa la eficiencia en el proceso de aprendizaje cultural de manera que: c) aumenta la precisión de la replicación de las conductas imitadas, precisión que resulta esencial para la acumulación cultural y el desarrollo de tecnologías complejas, y d) favorece la adopción de comportamientos sin una evaluación positiva inmediata, evitando los costes de abandonar un comportamiento aprendido cuya evaluación como favorable solo es perceptible en el largo plazo.

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Tres son las características psicológicas principales que tuvieron que evolucionar para hacer posible esta transmisión de información evaluativa entre padres e hijos. En primer lugar, los progenitores deben ser capaces de categorizar su propia conducta y la de otros en términos evaluativos (adecuada/inadecuada, correcta/incorrecta). Para ello, una persona que observa una conducta tiene que ser capaz de comparar esa conducta con lo que ha aprendido acerca de cómo comportarse en una situación similar. La comparación genera una sensación de placer o disgusto por lo que está observando, y sirve de base para caracterizarlo como adecuado o inadecuado, correcto o incorrecto, imitable o desechable. Cada individuo percibe, a partir de su propia experiencia personal, la categorización que realiza como información verdadera y objetiva sobre el valor del comportamiento en cuestión (Castro et al., 2021).

En segundo lugar, el resultado de la evaluación parental debe poder transmitirse a los hijos, utilizando en el caso más sencillo señales de aprobación o desaprobación. La aprobación/reprobación tiene un carácter prescriptivo que revela si el comportamiento observado puede o no llevarse a cabo y, en su caso, si se está ejecutando correctamente o no. En tercer lugar, los signos evaluativos deben ser interpretados por el niño aprendiz. El aprendizaje por ensayo y error utiliza las emociones de placer y disgusto que surgen al poner en práctica una conducta para incorporarla o no al repertorio conductual de los individuos. La novedad en el aprendizaje cultural assessor es que una parte de esas emociones se originan en la aprobación o rechazo parental que provoca el comportamiento aprendido.

Como resultado, el individuo tiene ahora dos formas de evaluar el comportamiento, una que proviene de las emociones directas de placer o disgusto que surgen al llevar a cabo el comportamiento y la otra, de origen social, a partir de las emociones de placer o disgusto producidas por los signos de aprobación/reprobación parental o, en su caso, de su entorno social más íntimo. Los niños utilizarán esta orientación para categorizar la conducta como adecuada o inadecuada. De este modo, ellos perciben las emociones sociales derivadas de la práctica de un comportamiento, como si fueran señales objetivas del valor intrínseco de los comportamientos. La consecuencia de este proceso se puede resumir de la siguiente manera: si se aprueba un comportamiento, entonces es bueno, si es desaprobado, entonces es malo (Castro et al., 2021).

Nuestra tesis es que los homínidos equipados con la capacidad para la enseñanza assessor estaban preparados para convertirse en criaturas normativas, favoreciendo el desarrollo de la cooperación en nuestra especie. Brandom (1994) denomina actitudes normativas a la tendencia para aprobar o desaprobar el comportamiento de los demás. Sugerimos que, en la etapa ontogenética, la comunicación evaluativa entre padres e hijos fue complementada durante la ontogenia por otra, también evaluativa, entre individuos de la misma generación (Castro et al., 2010). De esta manera, el modelo de enseñanza assessor se extiende para abarcar un contexto más general en el que la aprobación o reprobación de la conducta puede proceder de individuos que no necesariamente están relacionados entre sí. La evolución de una tendencia a brindar y aceptar recomendaciones de aquellas personas con las que cada individuo está más vinculado, esto es, su grupo de referencia, pudo haber sido adaptativa como un instrumento que permite compartir información sobre cómo actuar, fomentando la coordinación de las conductas cooperativas y el ostracismo o castigo de los tramposos (Castro et al., 2010).

Evidencia empírica disponible: la normatividad en los niños

El problema con las hipótesis evolutivas es la dificultad de contrastarlas empíricamente. Normalmente, solo de forma indirecta podemos encontrar, o no, apoyo a las propuestas. Con respecto al tema que nos ocupa, destacan un buen número de trabajos recientes sobre la ontogenia de la normatividad en niños pequeños. Estos estudios han mostrado de manera convincente que los niños son extraordinariamente sensibles a la presencia de normas en su entorno social y tienden a interpretar sus hallazgos sobre cómo se hacen las cosas en términos prescriptivos, es decir, en términos de cómo se deben hacer las cosas.

Un ejemplo paradigmático de lo dicho está recogido en el experimento de Schmidt et al. (2016). Estos autores muestran que los niños de tres años se comportan como normativistas promiscuos, en el sentido de que infieren la existencia de una norma sin que nada en la conducta del adulto observado haga indicar que lo sea. En el experimento, los niños observan a un adulto manejar un objeto, después tienen tiempo para aprender a usarlo tal como lo han visto hacer. A continuación, observan a una marioneta manipular el objeto de una forma diferente y, al menos una parte de ellos, intentan corregirla expresando rechazo a su modo de actuar. Estos resultados sugieren, según los autores, que los niños poseen una tendencia natural y proactiva a pasar del «es» al «deber ser». Es decir, los más pequeños consideran que las acciones observadas tienen carácter prescriptivo, percibiéndolas como reglas normativas objetivas que se aplican a todos por igual.

En nuestra opinión, ese comportamiento se entiende mejor como un reflejo de nuestra psicología suadens, evolucionada como un instrumento para orientar el aprendizaje. Tal como nosotros lo interpretamos, el niño compara su modo de proceder con el objeto con el de la marioneta y concluye que esta actúa de manera errónea, obteniendo un resultado carente de interés. La desaprobación que algunos manifiestan ante el proceder de la marioneta es un intento de corregirla. Un proceso que se parece más a la reprobación que los padres transmiten a sus hijos cuando no reproducen bien una conducta que a la aplicación de una norma. Si estamos en lo cierto, esta tendencia a transmitir información sobre cómo actuar, característica de la enseñanza assessor, constituye la raíz evolutiva de la normatividad. 

Referencias

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Schmidt, M. F., Butler, L. P., Heinz, J., & Tomasello, M. (2016). Young children see a single action and infer a social norm: Promiscuous normativity in 3-year-olds. Psychological Science, 27(10), 1360–1370. https://doi.org/10.1177/0956797616661182 

Sripada, C. S., & Stich, S. (2007). A framework for the psychology of norms. En P. Carruthers, S. Laurence, & S. Stich (Eds.), The innate mind, Volume 2: Culture and cognition. Oxford University Press. 

Tomasello, M. (2014). A natural history of human thinking. Harvard University Pre

© Mètode 2022 - 113. Vida social - Volumen 2

Profesor-tutor de Biología de la UNED (Centro Asociado de Madrid, España) y catedrático de Bachillerato. Doctor en Ciencias Biológicas, ha publicado un centenar de artículos científicos y de divulgación sobre varios aspectos de biología teórica relacionados con la evolución del altruismo, la moralidad,  la cooperación y la cultura

Catedrático emérito de Producción Animal de la Universidad Politécnica de Madrid (España). Ha publicado trabajos de investigación en genética de poblaciones, genética cuantitativa y mejora genética aplicada a especies domésticas, así como en temas relacionados con el altruismo, la cooperación y la evolución cultural. Es Premio Nacional de Genética 2010, concedido por la Sociedad Española de Genética, y Leroy Award 2011, concedido por la EAAP (Federación Europea de Ciencia Animal).