¿Qué ha sido de la naturaleza humana?

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El ser humano es un ser vivo de extraordinaria complejidad. Es evidente que tenemos una naturaleza como la tiene toda especie animal, pero es bastante discutible que tal determinación de nuestra naturaleza nos baste. Hay algo en el ser humano que nos motiva a encontrar una especificidad no homologable con las que, en un plano horizontal, marcan a todas y cada una de las especies vivas a nuestro alrededor, y en ello el lenguaje representa un papel crucial.

En el mito platónico, los habitantes de la caverna no solo perciben exclusivamente imágenes insustanciales, sino que además perciben de manera absolutamente parcial, puesto que solo dos sentidos (vista y oído) parecen activados. Platón no hubiera podido siquiera suponer que los simulacros de percepción sensible irían más allá de las imágenes acústica y visual. Y de hecho la parafernalia creadora de ilusión se atuvo durante mucho tiempo a estas. Ha podido incluso conjeturarse que la reducción del abanico de los sentidos a vista y oído constituye uno de los elementos fundamentales de la errancia perceptiva y cognoscitiva de los prisioneros de Platón. ¿Sería, pues, la caverna menos cavernaria si, además de las imágenes asténicas que son sombras y ecos, se dieran equivalentes de sensaciones olfativas, táctiles y gustativas? Señálese que una percepción meramente vehiculada por dígitos sería propia de un ente maquinal, un sofisticado robot por ejemplo, lo cual hace que la generalización de tal tipo de percepción a los cinco sentidos sirva a algunos para establecer analogías entre la naturaleza humana y las entidades artificiales.

Todos los modelos que establecen analogía entre funcionamiento humano y funcionamiento maquinal chocan de entrada contra el sentido común, que tiende a revelarse espontáneamente contra tal reducción (como se revela contra la reducción del espíritu humano a la mera condición animada). Pero chocan hoy en día en primer lugar contra un hecho científico indiscutible, a saber: que nosotros somos animales y que la especificidad de cada animal está determinada por esa cristalización de la complejidad de la vida que es el genoma, carente de analogía cuando se trata de complejos maquinales. Esta singularidad de la vida hace que no sea aceptable modelo alguno de la condición humana en el que la referencia vital no esté presente. Y me veo obligado a aludir a una cuestión de actualidad, pues cuando esto escribo J. Craig Venter acaba de publicar en Science su artículo sobre una bacteria dotada de un genoma artificial. Como es bien sabido, algunos titulares periodísticos pregonaron que se había alcanzado la creación de vida. Por suerte el mismo Venter no dio en ningún momento base a esta interpretación, pues se limitó a decir que había obtenido una célula sintética.

Y algunos no tardaron en señalar que lo sintético era el genoma y ni siquiera la célula (lo sintetizado se introdujo en una bacteria de otra especie cuya actividad reproductiva efectivamente controló, sustituyendo el material genético originario). Si se añade que sintetizar el genoma de un ser unicelular como una bacteria no es lo mismo que sintetizar el genoma de organismos multicelulares y sobre todo que dicho genoma era copia del de una bacteria diferente que se había descifrado previamente… crear vida artificial no es desde luego lo que en este extraordinario avance se ha logrado.

Pues bien: el ser humano es no solo un ser vivo sino un ser de extraordinaria complejidad. Quiero con ello indicar que todo discurso sobre el ser humano que enfatice en exceso analogías con seres artificiales (en razón por ejemplo de la pretendida inteligencia de estos) haciendo abstracción de la variable «vida», ha de ser considerado con reticencia. Sin que ello signifique hacer reverencia a las tesis reduccionistas, que confieren a la especie humana tan solo una diferenciación específica «horizontal», es decir, homologable a la que permite no confundir al chimpancé con el gorila o el orangután.

Desde luego nosotros tenemos una naturaleza como la tiene toda especie animal, es decir, toda comunidad cuyos individuos sean susceptibles de intercambio genético con reproducción viable (asumiendo que tal no es el caso cuando el intercambio se hace con individuos de otra especie). Parece, sin embargo, bastante indiscutible que tal determinación de nuestra naturaleza no nos basta. Hay algo en nosotros que nos motiva a encontrar una especificidad no homologable con las que, en un plano horizontal, marcan a todas y cada una de las especies vivas a nuestro alrededor.

La crítica contemporánea de la concepción del ser humano como «tabula rasa»

Supongamos que la mente fuera, como solemos decir, papel blanco vacío de caracteres, sin idea alguna. ¿Qué sucede para que llegue a tenerlos? ¿Cómo llega a constituir el vasto almacén que la febril e ilimitada actividad del hombre ha inscrito en ella con una variedad casi infinita? ¿De dónde proceden los materiales que constituyen la razón y el conocimiento? A esto respondo con una sola palabra: de la experiencia.
John Locke (1690), An essay concerning human understanding

Este texto de John Locke sirve al lingüista y psicólogo americano Steven Pinker de trampolín para lanzar una triple cruzada contra las teorías que él designa con la expresión the blank slate, algo así como tabula rasa, y que se caracterizan por una denegación (denial) de la naturaleza humana. Lo esencial de tales teorías consistiría en afirmar que el ser humano carece de estructura previa a la que en su espíritu forjaría la cultura. Y al respecto, Pinker cita la afirmación de Ortega y Gasset según la cual el hombre no tiene naturaleza sino historia.

La humanidad responde a una naturaleza que se diversifica en conformidad a circunstancias y que, a través de lo que los genetistas llaman polimorfismo, explica la irreductibilidad del comportamiento de un individuo al de otro individuo. La realización del programa genetista de Steven Pinker y otros pensadores actuales pasa, entre otras cosas, por ampliar el mapa de genes que (como FOXP2) se hallarían vinculados a la aparición del lenguaje. Mas esta ambición precisamente es lo que evita que Pinker pueda ser considerado un pensador reduccionista. El profesor de Harvard es muy consciente de que el lenguaje tiene leyes que transcienden las exigencias de aquello de lo que surge, leyes que hacen de él una suerte de excepción en la economía de la vida.

¿Es el lenguaje humano un mero instrumento para vehicular información (lo cual equipararía al hombre a múltiples especies de animales que disponen de códigos de señales)? Sabido es que esto es negado con radicalidad por Noam Chomsky, que, desde 1966, viene reivindicando, con creciente acuidad científica, la cartesiana tesis de las ideas innatas (las cuales constituirían el soporte semántico del lenguaje y la marca de la irreductibilidad humana a la condición natural).1 Pero el asunto se remonta a un pensamiento que está en la base tanto de lo que llamamos ciencia como de lo que llamamos filosofía, y me estoy refiriendo a Aristóteles

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© J. Monfort

De «sapiens» a «loquens»: bases para un humanismo contemporáneo

Solo las formas en las que se concreta la singular relación del ser humano con su entorno, es decir, las nociones de género, especie o de individuo, permiten salir de ese ámbito de continuidad con la naturaleza que caracteriza a la vida animal. El animal atribuye propiedades a individuos, distinguiendo así entre estos; el animal tiene, pues, conocimiento empírico (adecuación a las diferencias individuales). El animal percibe, pero no percibe hombre, casa o perro, si por tales entendemos el concepto, lo universal, que se fragua en una mente marcada por el don de hacer corresponder a un signo, una idea (capacidad de eidenai, capacidad de especificar). Posiblemente esta tesis enunciada por el animalista Aristóteles desde el arranque de su Metafísica es lo más difícil de asumir, e incluso de entender. Pues, ¿cómo imaginar que un ente «distingue» aun no teniendo «idea»? En tal situación se hallan los animales y ni siquiera la alcanzan las máquinas, pretendidamente inteligentes. Distingue el animal individuos que le afectan positiva o negativamente. Afección que, sin mediación por un universo de significados, forja esa «conciencia primaria» ajena a elementos constitutivos como son el pensamiento (entendido como reflexión sobre representaciones) o el lenguaje. Por el contrario, en el humano (mente con semántica) las realidades lingüísticas empapan por entero su percepción, hasta el punto de que en sus Tópicos, Aristóteles pudo escribir esta sentencia abismal: «Pues (el humano) que percibe, de una forma o de otra está ya efectuando un juicio.»

Un ser humano es un ser de juicio a todos los efectos y en toda circunstancia. Ello significa que, hasta en las motivaciones que mayormente comparte con la generalidad de los animales, hasta en su exigencia de conservación individual y específica, se han infiltrado aspectos que las perturban y que dependen de la razón. Todo animal siente hambre por instinto de conservación, pero quizás en ningún humano el hambre es solo la expresión de tal instinto. Pues del mismo modo que distinguimos entre vinculación puramente sintáctica y vinculación semántica, hemos de distinguir entre afecto estrictamente biológico y este mismo afecto cuando está cargado de significación, cuando está mediatizado por el semantema.

La máquina carece de sentimiento y, como su «mente» se limita a computar, no tiene propiamente pensamiento. El animal carece de conceptos y, aunque tiene sentimiento, no da sentido a los mismos, no los interpreta, no los enjuicia (nosotros lo hacemos por él).

Los humanos, en toda circunstancia, nos relacionamos con el entorno mediante estructuras semánticas y gramaticales que tienen su origen en nuestra singularidad biológica y que cabe, por consiguiente, considerar innatas. Innatas en el sentido trivial e indiscutible de que nacer supone haberlas recibido del código genético; y solo nosotros las recibimos. Esto tiene sus implicaciones a la hora de considerar qué ha de hacerse con un ser humano recién nacido en lo que se refiere a la paideia o proceso de educación.

Los educadores se ven sorprendidos por el hecho de que un niño pueda rápidamente alcanzar a generar un ilimitado número de enunciados, semánticamente correctos, que no ha oído anteriormente y que, por consiguiente, nadie le ha inculcado. Ello constituiría un auténtico misterio si no se diera en el lenguaje la diferencia radical entre lo que Chomsky designa como estructura profunda, común a todas las lenguas, y la estructura superficial, particular a cada lengua.

Cuando pasamos de la estructura superficial a la estructura profunda, todas las lenguas ganan en similitud. Las lenguas mantienen entre sí diferencias, pero estas no van nunca al infinito, puesto que, por definición, lengua es lo que participa de la estructura profunda, es decir, de aquello que es común a todos los humanos como seres diferentes de los parientes que constituyen los demás primates. Hay en las lenguas un aspecto universal, fruto ciertamente del orden biológico pero irreductible a la estructura de la vida, como esta es irreductible a las meras leyes de la física.

Evolución concordante con exigencias lingüísticas

Compartimos con otros animales ciertos órganos que tienen una función biológica bien definida, así los dientes o la garganta, que han sido modelados en conformidad a exigencias biofisiológicas y han evolucionado de manera acentuada en nuestra capacidad adaptativa.

En ocasiones, sin embargo, la configuración y ubicación de algunos órganos no pueden ser explicadas refiriéndose meramente a la adaptación biológica. Esto ha sido señalado reiteradamente por Eric Lenneberg (1985): en ciertos casos los órganos evolucionan no para facilitar funciones como la respiración o la ingestión de alimentos, sino para facilitar la articulación lingüística. Tales cambios de objetivo pueden acarrear (y de hecho acarrean) transformaciones radicales, que hacen de ciertos órganos humanos algo muy diferente de lo que puede apreciarse entre animales muy cercanos, como por ejemplo los chimpancés: la laringe ha sido considerada el ejemplo paradigmático de esta evolución por así decir no estándar. La laringe se ubica en el cuello entre el hueso hioides por arriba y la tráquea por abajo. La laringe es un órgano de fonación, pero, además, forma parte del sistema de conducción aérea del aparato respiratorio.

Sabido es que, en el acto de deglución, al llegar el alimento a la base de la lengua y a la pared posterior de la faringe, diversos mecanismos evitan que se introduzca en la nariz o en la laringe. Uno de estos mecanismos lo constituye el hecho de que, de manera refleja, la laringe se cierra entonces por la epiglotis. De no funcionar tales mecanismos, restos de alimento podrían alcanzar la tráquea y los pulmones en lugar de, como conviene, progresar por el esófago hasta las cardias. La laringe y las cuerdas vocales en ella ubicadas funcionan así como una especie de trampilla de emergencia, que ayuda a mantener despejadas las vías respiratorias.

Ahora bien, para cumplir adecuadamente su función, en los demás animales (chimpancés y gorilas comprendidos) la laringe se halla ubicada en la parte superior de la garganta, tras la lengua. Esta posición ayuda a evitar, como decíamos, que fragmentos de alimento se introduzcan en la tráquea, pues en cuanto traspasan la boca son inmediatamente atrapados. Sin embargo, en los humanos la laringe se halla ubicada más abajo, con lo cual no puede detener los eventuales restos que se desprenden de la boca. ¿Consecuencia de esta desviación? Que el ser humano es entre los animales el que corre mayor riesgo de atascarse, e incluso de ahogarse, al ingerir alimentos.

La interrogación surge de inmediato: ¿por qué la naturaleza ha permitido en nuestro caso una evolución que conlleva amenazas potenciales? La respuesta es que esta ubicación de las cuerdas vocales favorece la articulación de sonidos lingüísticos. En los otros animales la posición elevada de la laringe virtualmente excluye la existencia de un conducto (común a los aparatos respiratorio y digestivo) faríngeo que conecte el fondo de la boca con la apertura de las cuerdas vocales. Ahora bien, tal conducto sirve en varios modos a la producción de sonidos.

En primer lugar incrementa la resonancia, que se hallaría de lo contrario limitada a lo que procuran las cavidades oral y nasal. En segundo lugar facilita la emergencia de sonidos marcadamente guturales. Siguiendo una analogía musical del lingüista A. Scovel, cabría decir que el barítono viene a enriquecer las voces de soprano y tenor. Ventaja suplementaria de la desplazada posición de la laringe humana es facilitar sutiles diferencias entre sonidos vocálicos (el caso de los vocablos ingleses look and luke por ejemplo). En resumen, si la evolución parecía, en el caso de la ubicación de la laringe humana, seguir un camino erróneo, ello se debe simplemente a que intervenía una variable que tenía para nuestra especie mayor peso que el que supone el correcto funcionamiento fisiológico.

En la medida en que el lenguaje es elemento nuclear de la condición humana, su esencial equivocidad, maleabilidad y potencia de deslizamiento (expresada en las herramientas posibilitadoras del discurso literario) hacen del hombre un ser en gran parte inadecuado para la mera economía del orden natural. Mas por ello mismo está capacitado para la instauración de un orden en el que la naturaleza en su inmediatez (animalidad incluida) es instrumento y no fin, ese orden que designamos mediante la expresión «vida del espíritu», que tiene su meollo en lo que Steven Pinker llama «instinto de lenguaje» y que sería la pulsión medular del ser humano, un ser tan intrínsecamente equívoco como improgramable.

Perfecto, inequívoco, programado, o aun reducido a programa, es un computer, eventualmente robótico. En ocasiones tal programación muestra agujeros y ello es signo de naufragio. Nada tiene que ver tal deficiencia con la porosidad de la que el lenguaje como filtro de la inteligencia humana da testimonio. Pues sin tal imperfección, el lenguaje pura y simplemente carecería de los recursos (metonímias, sinécdoques, etc.) que posibilitan la emergencia de discursos como el poético, sin valor para cosa alguna salvo el lenguaje mismo.

NOTA:
1. Conviene recordar que en el mismo año 1966 en que aparece la Lingüística cartesiana de Noam Chomsky, el lingüista francés Emile Benveniste retomaba un artículo suyo de 1952 que comenzaban con las siguientes afirmaciones: «Aplicada al mundo animal, la noción de lenguaje sólo se usa por un abuso terminológico. Es sabido que ha sido imposible hasta la fecha establecer que los animales disponen, ya sea de forma rudimentaria, de un modo de expresión que tenga las características y las funciones de lenguaje humano […]. Las condiciones fundamentales de una comunicación cabalmente lingüística se revelan ausentes incluso en el mundo de los animales superiores.» (Benveniste, 1966).  (Volver al texto)

BIBLIOGRAFÍA
Benveniste, E., 1966. «Communication animale et langage humain». In: Benveniste, E. Problèmes de linguistique générale. Gallimard. París.
Lenneberg, E., 1985. Fundamentos biológicos del lenguaje. Alianza. Madrid.

Víctor Gómez Pin. Catedrático de universidad. Departamento de Filosofía. Universitat Autònoma de Barcelona.
© Mètode 67, Otoño 2010.

 

© A. Ponce & I. Rovira
En los humanos, la laringe está situada más abajo que en el resto de animales. Esto nos hace proclives a atragantarnos e incluso a ahogarnos mientras comemos. Sin embargo, esto, que podría parecer un error evolutivo, facilita que podamos emitir sonidos articulados y que hayamos podido desarrollar uno de nuestros rasgos más distintivos: el lenguaje.En los humanos, la laringe está situada más abajo que en el resto de animales. Esto nos hace proclives a atragantarnos e incluso a ahogarnos mientras comemos. Sin embargo, esto, que podría parecer un error evolutivo, facilita que podamos emitir sonidos articulados y que hayamos podido desarrollar uno de nuestros rasgos más distintivos: el lenguaje.

«Tenemos una naturaleza como la tiene toda especie animal, es decir, toda comunidad cuyos individuos sean susceptibles de intercambio genético con reproducción viable»

 

 

 

«Lengua es lo que participa de la estructura profunda, es decir,  de aquello que es común a todos los humanos como seres diferentes de los parientes que constituyen los demás primates»

 

 

 

«Hay algo en nosotros que nos motiva  a encontrar una especificidad no homologable con el resto de las especies»

 

 

 

 

 

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Un ser humano es un ser de juicio a todos los efectos. Esto significa que, hasta en las motivaciones que mayormente compartimos con la generalidad de los animales, hasta en nuestra exigencia de conservación individual y específica, se han infiltrado aspectos que las perturban y dependen de la razón.

 

 

 

© Mètode 2011 - 67. Naturaleza humana - Número 67. Otoño 2010

Catedrático de universidad. Departamento de Filosofía. Universitat Autònoma de Barcelona.