© Gaspar Jaén i Urban
Los ves ahora, enfermos por todas partes, arruinados, destruidos. Quién diría que, resistentes y poderosos, eran la gloria del jardín viejo del huerto: a los dos lados del pasillo central (construido sobre la acequia de riego), claros y embutidos, estallaban generosamente en grandiosas borlas de multitud de flores de cinco pétalos que podían ser de muchos colores –rojas, rosa, lila, salmón, calabaza, blancas– que duraban mucho tiempo y que había que cortar al espigarse para que no quitasen fuerza a la mata.
Los esquejes arraigaban con tanta facilidad que fue la primera planta que, muy pequeño aún, aprendí a reproducir en la antigua casa de la abuela, donde presidían el gran corro de matas del corral: para conseguir nuevas plantas metía las estaquillas de tallo carnoso en tiestos donde ya había otras plantas, para hacerlas arraigar; y así lo hacía todo el vecindario, que se los intercambiaba para tener flores de colores diferentes.
Eran apreciados por la belleza, pero también porque, cuando los niños no podían hacer de vientre, las madres cogían una hoja –grande, fresca, redonda– untaban el pedúnculo –suavemente peloso, como toda la planta– con una gotita de aceite de oliva y, así aliñado, lo introducían por el recto de la criatura, que, estimulada con aquella sólida lavativa, no tardaba en reaccionar.
«Resistentes y poderosos, los geranios eran la gloria del jardín viejo del huerto»
Los tallos largos y leñosos, sin podar, bajo los pinos antiguos, adornaban los jardincillos descuidados de los guardabarreras del ferrocarril; se apoyaban en los setos de alambre de las casas de campo; se inclinaban desmayados en los balcones de las casas del pueblo; se les veía resistir, rústicos y heroicos, la falta de agua y de cuidados en los jardines abandonados de las casillas de campo ruinosas y solitarias al borde de las carreteras. Y casi siempre conservaban algunas hojas en el extremo superior del tallo y se adornaban aún con una pequeña borla de flores.
Pero eso pasaba hace mucho tiempo, en un mundo incierto, de luz y de infancia, antes de que, con las prolongadas y repetidas sequías y con la proliferación de productos químicos y de venenos, viniese aquella miseria negra que los estropeó y condenó: un gusanillo que se adentraba por la médula de los tallos tiernos y que amarilleaba y secaba toda la planta, que la asfixiaba sin dejarla retoñar, que la encorvaba.