Jazmín

Jazmín

© Gaspar Jaén i Urban

Dábamos este nombre a tres plantas ornamentales diferentes que identificábamos por el color de las flores: azul, amarillo o blanco. Pero solo este último, el blanco, era, propiamente, el gesminer, el arbusto delicadísimo cuyas ramas –de corteza leñosa a partir del segundo o tercer año de vida–, para mantenerlas levantadas, necesitaban alguna clase de enrejado, de sombrajo o de pórtico, de pérgola, de valla o de pared.

Hacia febrero, ya sin flor, con ramitas secas, con las hojas roídas por los gusanos de otoño, cuando ya la tarde se alargaba –con el invierno avanzado y con preludios de primavera que alentaban por el aire– había que podarlo severamente para que sacase hacia marzo nuevos tallos largos y tiernos que, buscando dónde enredarse, se enhebraban aire arriba llenos de vigor, lianas acunadas por la brisa amorosa.

Y a partir de junio, cada día, hasta que volvía el frío, estallaba una florida generosa de perfume intenso y excitante, una multitud de flores que se querían blancas, pequeñas y humildes: una corola de cuatro o cinco pétalos –en el extremo del cáliz y del tubo– de piel suave y de bordes ligeramente vinosos por el revés, que se abrían hacia la tarde y que se mustiaban al mediodía siguiente.

Era una mata enredadera de gran porte, apreciada por la vecindad, que solía tenerla –siempre en el suelo– en el corral de la casa o en la casilla de campo, la faeneta; era también bastante delicada, porque no soportaba ni el exceso de humedad, ni el suelo poco drenado, ni la salinidad del agua. Para reproducirla había que acodar cuidadosamente un tallo nuevo y dejarlo enterrado dos o tres años, hasta que hubiese arraigado; entonces se sacaba la nueva mata, formando un terrón alrededor de la raíz, y se plantaba en el lugar definitivo.

«Y a partir de junio hasta que volvía el frío, estallaba una florida generosa de perfume intenso y excitante, una multitud de flores de jazmín que se querían blancas, pequeñas y humildes»

El jazmín del huerto estaba cerca del pozo del jardín, cerca de un ribazo, entre un limonero, un laurel y el naranjo imperial; lo rodeaban hierbabuena, geranios, acantos y dompedros. Cada anochecer, ligaba una docena de capullos nuevos y hacía una borla, una pequeña madeja perfumada –así también lo vi hacer en Túnez y en Simat de la Valldigna– que estallaba al oscurecer y que la madre, con un imperdible, se prendía en el pecho. Llevábamos ramilletes a la Assumpta cuando la sacaban en procesión, acostada, dormida, el 15 de agosto. Borracho de aquel perfume escribí los sonetos de La Festa que cada agosto leía en público, rodeados por el mismo perfume del jazmín del huerto.

Cuando tuvimos que abandonar el jardín, sin nadie que lo cuidase, el agua salada de regar las palmeras se filtró por las grietas de los ribazos y secó aquel jazmín grandioso, antiguo y delicado. Era la primera planta que mataban.

© Mètode 2012 - 72. Botánica estimada - Invierno 2011/12

Escritor y poeta. Profesor del Departamento de Expresión gráfica y Cartografía de la Universidad de Alicante