Territorios con cultura, territorios con propósito colectivo, territorios con futuro

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© Miguel Lorenzo
Una de las consecuencias del crecimiento vivido en España en la última década ha sido la degradación del territorio. A lo largo de estos años se han generalizado modelos de dispersión residencial donde todo es urbano pero nada es ciudad.

Durante los últimos años muchos países de la Unión Europea han demostrado una clara intención de incorporar nuevas formas de gobierno del territorio y de gestión del paisaje. Desde diferentes ámbitos y desde distintas esferas de gobierno se constata una clara voluntad de transitar hacia nuevas formas de entender el territorio, de diseñar y evaluar políticas y de propiciar la participación ciudadana. Por esa razón se habla de la emergencia de una nueva cultura del territorio, de retorno al paisaje, del territorio como referente cultural e identitario, de territorios multifuncionales, de territorios inteligentes, de gestión sostenible, de consulta pública y de participación.  

El caso de España ha sido diferente. Han sido catorce años en los que se ha creado mucho empleo, aunque con escaso valor añadido, y se han despertado muchas expectativas. Una década en la que la «ilusión monetaria» y la sensación de prosperidad impregnó amplios sectores sociales. Pero con efectos negativos, tal vez no deseados o no previstos, en materia territorial y ambiental. Sobre todo, se ha producido la más intensa degradación y banalización de referentes identitarios y paisajísticos de nuestra historia más reciente. La «Urbanalización» de nuestros territorios, como diría Francesc Muñoz, la creación de «territorios sin discurso», de territorios sin propósito colectivo de futuro sustentado en valores morales. Sería una forma de resumir procesos presididos por la generalización de modelos de dispersión residencial que bien pudieran definirse como «no lugares» donde casi todo es urbano pero casi nada es ciudad. Las consecuencias sociales, culturales y políticas no han sido menores. Se han consolidado una difusa opacidad y una permisiva complicidad entre amplios sectores sociales partícipes del juego «todos ganamos».

Pasado un tiempo, la sociedad española, en general, y la valenciana, en particular, percibirán con mayor claridad las consecuencias presentes y futuras de una década y media de desmesura, de excesos y desgobierno territorial. Consecuencias económicas, sociales, ambientales y políticas. Desde las relacionadas con la excesiva dependencia de la actividad económica y el empleo en el sector de la construcción residencial, ahora evidentes, hasta la desaparición irreversible de referentes de nuestra historia y cultura colectivas, pasando por el desarrollo de episodios de «captura» de las administraciones públicas, en especial en la escala local y regional y de corrupción de la política y de las políticas. Un dilatado proceso que ha propiciado la «corrupción del urbanismo», en acertada afirmación de F. Gaja, y un no menos inquietante incremento de casos de corrupción política y administrativa donde la ética pública ha salido muy dañada y la reputación de España y del País Valenciano muy afectadas

El País Valenciano debería incorporarse al grupo de países que han decidido hacer suya una «nueva cultura» del territorio. No sólo porque otorguemos al territorio unos valores identitarios y culturales, sino porque la calidad territorial será uno de nuestros mejores activos en un contexto en el que ya no podremos competir con Alemania y tampoco podemos hacerlo con las economías emergentes. Quiero pensar que algo está empezando a cambiar en nuestro imaginario colectivo. Incluso antes de que el ciclo económico anunciara una paralización de la construcción residencial, ya existían voces que expresaban su desconcierto y su descontento con las formas y con el fondo de un proceso desbocado que no anunciaba un buen final. Y es a partir de estas expresiones desde donde pueden construirse discursos consistentes que pongan más el acento en el desarrollo y la cohesión territorial que en el crecimiento, que antepongan la cultura, la historia y criterios sostenibles a cualquier otra opción o práctica que persiga la rentabilidad electoral a corto plazo o el beneficio inmediato. Discursos positivos, propositivos y participados por una ciudadanía que ha de estar implicada y comprender que cuando un territorio o un paisaje irrepetible se pierde, desaparece una parte de su historia y de su cultura, pero también oportunidades de futuro. Hemos de persistir para que esta forma de pensar sea compartida por una amplia mayoría social. 

Nuestra mayor debilidad reside en la incapacidad para identificar, consensuar e impulsar de forma coordinada una agenda real con los mayores desafíos colectivos para desarrollar un conjunto de políticas públicas a favor de una mayor cohesión y coherencia territorial. Nuestro mayor problema ya no es de información. Sobran diagnósticos elaborados a escala local, regional, estatal y europea. Sobran planes y proyectos. Sobra retórica. Pero falta cultura y voluntad política para adentrarnos en el camino de la buena gobernanza democrática y del buen gobierno del territorio. 

Nuestro principal problema sigue siendo cultural y político, que desborda ampliamente expresiones políticas y límites administrativos. Y no se perciben signos esperanzadores de cambio en un futuro inmediato. Esta es una responsabilidad política compartida que hunde sus raíces en contextos culturales y que alcanza al conjunto de la sociedad. Por tanto, todos somos responsables y cada uno desde su ámbito de responsabilidad y en la medida de sus posibilidades debiera contribuir al cambio. Desde los distintos poderes del Estado, hasta el último responsable de cualquier gobierno local, pasando por el trabajo de profesionales, de académicos, de ciudadanos activamente comprometidos que forman parte de plataformas o movimientos o de personas solidarias con las generaciones que aún no han nacido, todos y todas hemos de ser capaces de anteponer la defensa del interés general y una forma más respetuosa de relacionarnos con el medio por encima de cualquier otra consideración. Sabiendo que, como decía el maestro Vidal de La Blache «ningún territorio civilizado ha sido el artesano exclusivo de su propia civilización», pero sabiendo también que una sola generación puede ocasionar daños irreparables a un territorio.

  «Han sido catorce años en los que se ha creado mucho empleo y se han despertado muchas expectativas. Pero con efectos negativos, tal vez no deseados o no previstos, en materia territorial y ambiental»
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© Miguel Lorenzo
La excesiva dependencia de la construcción no solo ha tenido consecuencias económicas, sino también sociales y ambientales al perderse una parte irrecuperable de nuestra historia y cultura colectiva.
 

«Cuando un territorio irrepetible se pierde, desaparece una parte de su historia y de su cultura, pero también oportunidades de futuro. Hemos de persistir para que esta forma de pensar sea compartida por una amplia mayoría social»

Es mediante el trabajo que haga posible que los contextos culturales cambien desde donde que será posible conseguir cambiar la percepción social mayoritaria en relación con la utilización de sus recursos o de su paisaje como cultura, bien público y legado. Y será entonces cuando las medidas políticas, más coordinadas, con mayor voluntad de cooperación y más claras, ganarán en eficacia.  

Las cosas se pueden hacer de otra manera. Incluso se pueden hacer razonablemente bien. Solo se requiere voluntad política para promover un desarrollo territorial más sostenible. Las estrategias territoriales han de servir para inspirar y orientar realmente la política. El territorio es mucho más que un recurso o un soporte físico para asentar actividades. El territorio es cultura, es referente identitario, es patrimonio, es bien público, es espacio de solidaridad y es legado. Y no tenemos derecho a sobreexplotarlo, a esquilmarlo o a devastarlo, porque comprometemos el bienestar colectivo e hipotecamos el futuro. Las actuales dinámicas territoriales comprometen el bienestar colectivo y condicionan el de futuras generaciones. Por eso el gobierno del territorio tiene que situarse en el centro del debate como objetivo político estratégico. Entendiendo por político, ciudadano. Es decir, una cuestión que compete a todos y no solamente a políticos o a expertos. Hay que exigir más información, mayor participación en la toma de decisiones y más respeto colectivo y generacional. Más democracia en definitiva. De ahí que el debate ciudadano en torno a estas cuestiones sea tan necesario como inaplazable.

 Mientras tanto, mientras en la escala regional no se disponga de un modelo territorial consensuado, como ya ocurre en decenas de regiones europeas que hace tiempo apostaron por la gestión prudente e inteligente de sus recursos, mientras no se disponga de planes territoriales a escala subregional del estilo de los que aconsejan hace tiempo las autoridades europeas y el sentido común, mientras no se resuelva de otra manera la financiación de los ayuntamientos (y probablemente de los partidos), hay que hacer posible que avance el debate ciudadano, haciendo de ésta una cuestión política y exigiendo en cada nivel, en especial en la escala local, más prudencia, más responsabilidad, otras prácticas y otra forma de gobernar cuando del territorio se trata. Hasta que seamos capaces de situar este problema como un problema de la mayoría. Hasta que seamos capaces de consolidar otra cultura del territorio. 

Por eso es muy importante insistir en la necesidad de alentar un debate público sobre nuestro modelo territorial. Sobre qué queremos vender, además de territorio, en el futuro inmediato. Sobre cómo queremos ser dentro de veinte años y qué tenemos que hacer para conseguirlo. 
 
Joan Romero. Catedrático de Geografía, Universitat de València.
© Mètode 68. Invierno 2010/11.

   
© Mètode 2011 - 68. Después de la crisis - Número 68. Invierno 2010/11

Catedrático de Geografía, Universitat de València.