Un injerto de ciencia y ficción
Los trasplantes en la literatura
Mucho antes de que se realizasen con éxito trasplantes en humanos, algunos escritores los habían narrado en la ficción. En este artículo mostramos algunos ejemplos y explicamos que incluso ideas aparentemente disparatadas tenían su inspiración en experimentos auténticos. A partir de los años setenta, cuando los trasplantes ya se han normalizado, aparecen narraciones que plantean problemas reales, como la falta de donantes. Las obras comentadas muestran la importancia que puede tener la literatura para hacer aportaciones al debate ético y social sobre trasplantes y para conseguir que lleguen al máximo de sectores.
Palabras clave: trasplantes, literatura, bioética, ciencia-ficción rusa, donación de órganos.
El 17 de junio de 1950, Richard Lawler (1896–1982), cirujano en el Mary Hospital de Chicago, realizó el primer trasplante exitoso con un órgano –un riñón– de un donante muerto. La paciente tenía 49 años, la misma edad que la donante, y sobrevivió cerca de cinco años a la operación. Atrás quedaba medio siglo de pruebas con animales, pero también con humanos. En 1906 y en 1910, por ejemplo, se habían hecho trasplantes de riñón con órganos de cerdo, cabra y mono. Ninguno de los receptores había sobrevivido más de unos pocos días (Barker y Markmann, 2013).
«Mientras la ciencia de los trasplantes progresaba, la literatura de ficción incluía escasas referencias a esta práctica»
Quizá la referencia más antigua de lo que sería un trasplante la encontramos en la obra del fraile dominico y arzobispo de Génova Jacopo da Varazze o da Varagine (ca. 1230-1298), que alrededor de 1260 publicó una recopilación de vidas de santos conocida como Legenda Sanctorum o Leyenda Áurea (Voragine, 2016). Una de las leyendas describe el milagro que obraron los santos Cosme y Damián, dos hermanos médicos que fueron martirizados y decapitados durante el reinado de Diocleciano, en el siglo III d. C. Según la leyenda, en una de las iglesias que se erigieron en su memoria se encontraba un diácono que tenía una pierna gangrenada. Invocando a los santos, ambos se le presentaron de noche, le amputaron la pierna y le unieron, con un ungüento, la pierna de un moro o un etíope –según las versiones– que había muerto aquel mismo día. Hay versiones diferentes y se ha representado en varias pinturas. Por eso son considerados los patrones de los cirujanos y de los trasplantes. Como dice el neurobiólogo de la Universidad de Salamanca José Ramón Alonso, se trataría de lo que actualmente se llama trasplante de tejidos compuestos (Alonso, 2013).
Pero dejando aparte las leyendas religiosas, mientras la ciencia de los trasplantes progresaba, la literatura de ficción incluía escasas referencias a esta práctica. Expondremos varias extraídas de novelas modernas. Aunque cuando se habla de este tema a menudo se hace referencia al Frankenstein de Mary Shelley, el científico protagonista de la narración construye un ser humano a partir de partes diversas procedentes de cadáveres. Estrictamente, por tanto, no se trata de trasplantes.
Clarín y las crestas de gallo
Una de las primeras referencias la hemos encontrado en La Regenta, publicada por Leopoldo Alas, Clarín, (1852–1901) en dos volúmenes en 1884 y 1885. Uno de los personajes principales es Frígilis, mote que se da a Tomás Crespo, científico diletante y darwinista convencido, que por esta razón choca contra los sectores conservadores de la población.
En el capítulo x la protagonista, Ana Ozores, recuerda a Frígilis como:
[…] un hombre que había llegado en su orgía de disparates a injertar gallos ingleses en gallos españoles: ¡lo había visto ella! Unos pobrecitos animales con la cresta despedazada, y encima, sujeto con trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta ¡qué asco! (Alas, 1989, vol I, p. 459)
La práctica es citada por otros personajes y recibe, lógicamente, un juicio negativo. ¿Pero de dónde había sacado Clarín este aparente disparate? ¿Era simplemente producto de la imaginación del escritor?
Unos años antes, el cirujano escocés John Hunter (1728–1793) había trasplantado un diente humano a una cresta de gallo (Hunter, 1835). Según el cirujano, el experimento tan solo había tenido éxito una vez tras muchos intentos. También había hecho otras pruebas, como coger el espolón de un gallo y ponérselo en la cresta. Igualmente había trasplantado los testículos de un gallo al vientre de una gallina. Por su parte, Charles-Édouard Brown-Séquard (1817–1894), asociado de Claude Bernard (1813–1878), implantaba colas de rata y de gato en crestas de gallo.
Por tanto, la bibliografía médica ya presentaba ejemplos reales que podían haber inspirado a Clarín. Además, Charles Darwin (1809–1882) había comentado el papel de las crestas en El origen del hombre (1871). En el capítulo xiii explicaba la importancia evolutiva en la selección de crestas en gallos españoles y del faisán tragopan. A diferencia de otros naturalistas, que los veían desventajosos porque podían provocar a los competidores, consideraba que representan un atractivo sexual (Darwin, 1984).
Esta puede ser una de las motivaciones de Frígilis (Pratt, 2001). El personaje de Clarín ya había hecho pruebas de selección con plantas: había creado un pensamiento monocromático y había buscado cómo adaptar el eucalipto a las condiciones ambientales de Vetusta. El objetivo era puramente ornamental. Y lo mismo se puede suponer de su intento de conseguir un gallo de carácter español con una vistosa cresta inglesa. No lo intentaba con un cruce sexual, porque podría dar lugar a un híbrido con peores características. En cambio, creía que con el injerto conseguiría un efecto más estético, armonizar las características de las dos variedades.
Los trasplantes de cabeza en la literatura rusa
Ya en el siglo XX, encontramos otra historia que parece fruto de una imaginación potente y temeraria. El ruso Aleksandr R. Beliáiev (1884–1942) publicó en 1925 La cabeza del profesor Dowell (Beliáiev, 2013). Apareció entre el 16 de junio y el 6 de julio en el diario moscovita Rabochaya Gazeta. El autor había sido jurista, músico amateur y actor, y debutaba así en la literatura. La narración tuvo un éxito inmediato. Se publicó en otra revista y el año siguiente apareció, revisada y más extensa, en libro. Diez años más tarde el autor la amplió y cuando se publicó la nueva versión se convirtió en una de las más famosas historias rusas de ciencia ficción (Krementsov, 2009).
«Muchos de los elementos ficticios que pueden parecer exageraciones están fundamentados en investigaciones científicas reales»
La historia se desarrolla en París, aunque según algunas fuentes se sitúa en los Estados Unidos. Empieza con la contratación de una chica con estudios de medicina como ayudante de un médico e investigador, con el compromiso de que guarde absoluto silencio sobre todo lo que vea. La chica, Marie Laurane, pronto ve en qué consisten los experimentos: en el laboratorio se conserva una cabeza aislada, situada en una especie de plataforma con unos tubos que, según parece, la mantienen viva. Cuando la chica se mueve, la cabeza la sigue con los ojos. En seguida se da cuenta de que pertenece o pertenecía al famoso profesor Dowell, cirujano conocido por sus experimentos en el mantenimiento con vida de órganos extraídos de cadáveres recientes.
Desobedeciendo las órdenes del profesor Kern, Marie abre una válvula que permite a la cabeza hablar y ambos establecen una relación de confianza. Dowell le explica que Kern le fuerza a revisar sus trabajos sobre mantenimiento con vida de la propia cabeza. En la novela aparecen otras cabezas y se habla del experimento de volver a unir una cabeza y un cuerpo, aunque de personas diferentes.
La historia también tiene una base real. El 18 de septiembre de 1925, Serguéi Briujonenko (1890–1960), un joven médico, enseñaba en el segundo congreso de patólogos rusos en Moscú un aparato que él llamaba «autoyector» y que servía para mantener con vida cabezas de animales de laboratorio separadas del cuerpo. Dos bombas eléctricas movían la sangre por unos tubos de caucho. La sangre era oxigenada en un recipiente especial y se calentaba entre 37 y 40 grados. El investigador explicó que la cabeza de un perro vivió 1 hora y 40 minutos y que exhibía reflejos.
La prensa general no prestó atención, pero en mayo de 1926, en el segundo congreso de fisiólogos soviéticos celebrado en Leningrado, Briujonenko presentó nuevas investigaciones junto a un colega del Instituto Químico-Farmacéutico. En noviembre de 1926 apareció un artículo sobre el tema en el diario popular Vechernyaya Moskva. A partir de aquí, la prensa empieza a seguir el tema y, en algún caso, el autor del artículo recuerda la novela de Beliáiev. La investigación avanzaba y, en mayo de 1928, Briujonenko presentó cinco informes en el congreso de fisiólogos soviéticos. Entre otras cosas exponía la coagulación y estabilización de la sangre. La prensa se entusiasmó y la comunidad científica también. La noticia traspasó la frontera e incluso cruzó el océano. En el extranjero tuvo acogidas diferentes, con algunas críticas referidas a la perversidad del trato al animal.
Esta investigación no era nueva del todo. En 1858, Brown-Séquard había encontrado reflejos en una cabeza de perro aislada en la que inyectaba sangre. Y el fisiólogo alemán Carl Ludwig también investigó el mantenimiento de órganos con soluciones salinas. A finales de siglo era un campo de cierta importancia. En Rusia, y concretamente en San Petersburgo, Alekséi Kuliabkpo (1866–1930) hizo experimentos estudiando la fisiología y la farmacología en cuerpos e intestinos aislados de gallos y conejos. En 1902 informó de que había devuelto a la vida el corazón de un conejo 48 horas después de que hubiese dejado de latir. Incluso la máquina de Briujonenko no era única, y él mismo citaba no menos de diecinueve predecesores con nombre y apellidos.
«A partir de mediados de los sesenta, con la mejora de las técnicas y los primeros métodos para evitar el rechazo, el trasplante de órganos se consolida»
Todo eso se enmarcaba en los intentos de recuperar órganos para poder hacer trasplantes. En Rusia aquello tenía un significado especial. Entre 1914 y 1923 –entre la Primera Guerra Mundial y la Revolución y posrevolución bolcheviques–, murieron entre dos y tres millones de soldados. Además, tras la guerra se produjo un grave episodio de hambre, en parte debido a la sequía, que mató a millones de civiles. Se calcula que en una sola década murieron entre quince y veinte millones de personas de los ciento cuarenta millones de habitantes totales. Y muchos más quedaron impedidos físicamente o mentalmente. Por tanto, el tema de trasplantar órganos, entre otras investigaciones médicas, no se puede aislar de la situación trágica que vivía el país.
En el caso de la cabeza mantenida viva, ni el escritor debió inspirar al médico ni al contrario. Ambos bebían de un ambiente común donde estos proyectos podían inducir tanto a la experimentación científica como a la creación literaria (Krementsov, 2009).
Por ello, la muerte y la posible inversión, de la mano de la ciencia, de este proceso fatal tenían un interés especial. Pero no estaba totalmente ausente el debate ético. ¿Qué iría después de un perro? ¿Una persona? ¿El objetivo de salvar vidas humanas justificaba todo tipo de investigación?
Sin dejar Rusia ni la época, encontramos una novela de Mijaíl Bulgákov (1891–1940), un médico que a partir de 1920 se dedicaría exclusivamente a la literatura y que sufriría no solo la censura, sino también registros e interrogatorios de la policía estalinista. El 7 de mayo de 1926 se llevaron de su casa la novela Corazón de perro, que él había leído públicamente en 1921, y tres libretas de diarios.
En esta historia (Bulgákov, 1993) un perro famélico que resulta herido mientras busca comida es recogido por un hombre que se lo lleva a casa. Resulta ser un médico que en su consulta hace operaciones para rejuvenecer y devolver la energía sexual a hombres y mujeres. Un día, el ayudante del profesor, también médico, lleva algo en una maleta. Se adivina que proviene de algún cadáver. Entre los dos duermen al perro, le extraen los genitales e injertan los de la maleta. Le extraen también la hipófisis y se la cambian por la que ha llevado el médico. Una vez recuperado de la operación, el perro es capaz de hablar y de leer y va tomando apariencia humana. La hipófisis y los genitales eran de un hombre de 28 años, que había muerto 4 horas y 4 minutos antes de la intervención. Los médicos querían comprobar la aceptación de una nueva hipófisis por un organismo y observar si representaba algún papel en el rejuvenecimiento.
Lo que obtienen finalmente es un hombre de apariencia extraña, malhablado y malcarado, que no para de decir y hacer groserías, y que acaba queriendo afiliarse al Partido Comunista, lo que a la censura le hizo muy poca gracia. Eso podía representar una metáfora del hombre nuevo que promulgaba el comunismo. Para acabarlo de arreglar y dar más argumentos a la censura, durante la narración, el doctor suelta opiniones sobre la necesidad de no imponer ni actuar con violencia, sino de convencer y persuadir.
Soluciones ficticias a la falta de órganos
A partir de mediados de los sesenta, con la mejora de las técnicas y los primeros métodos para evitar el rechazo –que era el problema principal–, el trasplante de órganos se consolida (Barker y Markmann, 2013). Este hecho tan positivo, que salvará miles de vidas, tiene una deriva preocupante: empiezan a faltar donantes de órganos.
En 1972, cuando se empiezan a dejar sentir los efectos de esta demanda de donantes, el norteamericano Robert Silverberg (1935) publica el cuento Trasplante obligatorio (Silverberg, 1986). En el relato se describe una sociedad donde, ante la falta de órganos, se establece que los individuos considerados útiles deben donar los suyos, siempre que tengan dos –como en el caso del riñón– y la extracción no signifique la muerte. Hay varios niveles de elegibilidad para recibir el órgano. El padre del narrador tiene 45 años y está en el nivel 5-G, muy cerca del inicio de la lista. Si necesitase un corazón o un riñón, probablemente lo tendría en seguida. El narrador piensa oponerse a ser donante cuando lo llamen. Pero finalmente acepta donar un riñón, lo que le permite pasar a un estatus de receptor más elevado. La narración también habla del grave problema del rechazo.
Relacionado con la falta de donantes y con las donaciones obligatorias encontramos una distopía más reciente: Nunca me abandones (2005), del escritor británico de origen japonés y Premio Nobel de Literatura 2017, Kazuo Ishiguro (1954). La obra presenta a un grupo de jóvenes, alumnos del enigmático internado de Hailsham. Se trata de un colegio de élite con personajes y condiciones peculiares. Los internos son chicos y chicas que nunca son visitados ni contactados por ningún familiar. Tal como se revela, simplemente son donantes de órganos. En los dos últimos capítulos conocemos varias claves de la historia. Y es entonces cuando uno de los personajes explica a los jóvenes que la sociedad los quería «detrás de la cortina», sin que les preocupase si era justo que hubiese seres así predestinados. Ante los beneficios, la sociedad cerró los ojos para no conocer el origen de los órganos (Ishiguro, 2006).
Trasplantes en la literatura catalana
Dentro de la narrativa catalana podemos destacar Pel camí de l’arbre de la vida, publicado en 1985 por la farmacéutica y escritora Rosa Fabregat (1933). Era la continuación de la novela Embrió humà ultracongelat núm. F-77 (1984), con la que se publicó conjuntamente en un solo volumen: La dama de glaç (1997). Al protagonista se le ha muerto la mujer e intenta saber a través del banco de órganos quién se ha beneficiado de la donación: de momento, corazón, hígado y córneas. Pero también se pregunta qué pasa si, una vez muerto, el cuerpo se trocea y algunas partes son trasplantadas a otra persona… ¿Qué pasará? ¿El yo se puede trocear? (Fabregat, 1997, pp. 222–223).
«Debates científicos y sociales muy importantes pueden llegar mediante la literatura de ficción a personas que raramente leerían un ensayo»
Dejando la ficción y entrando en la literatura memorialística hay que citar a Jeroni Alsina (1937) y su obra Ombres de foc (Alsina, 2014), que ha sido traducida al castellano y al inglés. Alsina es un médico jubilado que vivió y trabajó en Francia en los años sesenta. Allá tuvo la oportunidad de presenciar los primeros trasplantes de riñón. De vuelta a Cataluña, puso en marcha, junto a Josep Maria Gil Vernet y Antoni Caralps, la Unidad de Trasplante Renal en el Hospital Clínico de Barcelona. En uno de los capítulos narra cómo se preparó y llevó a cabo el primer trasplante de riñón practicado en Cataluña.
Finalmente, el cuento titulado El cor, de Jordi de Manuel (De Manuel, 2001), explica el afán de una persona que ha recibido un corazón por conocer las características del donante. La sorpresa final hace referencia a uno de los campos más prometedores de la investigación en trasplantes.
Aportaciones recientes: entre el corazón y el cerebro
La ficción más reciente que conocemos es de la francesa Maylis de Kerangal (1967): se titula Reparar los vivos (publicada en 2014). La novela narra la muerte de un joven en un accidente de coche al noroeste de Francia. La autora va colocando con habilidad y delicadeza, con un lenguaje cuidado y a menudo poético, no solo emociones sino también datos científicos. De Kerangal explica que la parada del corazón ya no es el signo de la muerte, sino que lo es la suspensión de las funciones cerebrales, tal como propusieron en 1959 en el XXIII Congreso Internacional de Neurología Maurice Goulon y Pierre Mollaret (Mollaret y Goulon, 1959). Eso fue un paso esencial para disponer de órganos, aunque la creación y evolución del concepto no tenía este objetivo, sino la atención a enfermos en situación extrema (Machado et al., 2007).
De Kerangal explica detalladamente todo lo que rodea un trasplante: cómo reciben la noticia los padres del chico, cómo escuchan al médico que les pide los órganos, cómo dudan, se niegan y, finalmente, aceptan. Y describe todo lo que significa la vida humana cuando tan solo quedan elementos físicos que se pueden aprovechar antes de que se descompongan y se pierdan para siempre. Ciertas descripciones muestran que algunos de estos elementos van mucho más allá de su función física: «Porque los ojos de Simon no eran solo su retina nerviosa, su iris de tafetán, su pupila de un negro puro ante del cristalino, sus ojos eran su mirada» (De Kerangal, 2015, p. 117).
Gracias a la autora conocemos todos los grupos humanos implicados, desde la receptora a los equipos médicos que tienen que extraer y preparar los diferentes órganos y la operación para instaurar el corazón. Cuando acabamos de leer pensamos que si a la mujer mayor le han dado un nuevo corazón para que continúe viviendo, al corazón del joven le han dado un cuerpo para que continúe latiendo.
Finalmente, comentaremos una novela breve publicada la década pasada, que se puede relacionar con un proyecto científico polémico y en curso. En 2002, el escritor inglés de origen pakistaní Hanif Kureishi publicó El cuerpo. En la narración se explica que hombres y mujeres ricos y de edad pagan para que sus cerebros sean trasplantados al cuerpo de jóvenes muertos. La narración no plantea el tema del rechazo –el protagonista se recupera en poco tiempo–. Ni tan solo debate si el cerebro también envejece y que, por tanto, aunque se hagan sucesivos trasplantes, las capacidades cognitivas de la persona tienen que ir menguando. A Kureishi le interesa sobre todo plantear el impacto que la decisión tiene en el personaje principal.
El protagonista se llama Adam. Es un escritor que supera los sesenta años y que encuentra cada vez más separados sus deseos y las posibilidades que le ofrece su cuerpo. Cuando su cerebro habita un nuevo organismo, joven y potente, adquiere nuevas fuerzas, pero también se le presentan sentimientos contradictorios. Las reflexiones no dejan de lado la posibilidad de que la demanda de cuerpos lleve a exigir que se eliminen individuos jóvenes para obtenerlos. También se comenta el papel de los pocos médicos que, según se explica, son capaces de llevar a cabo la operación: solo tres o cuatro en todo el mundo, de los que dice que son como los hombres que hicieron la bomba atómica, odiados, admirados y temidos, ya que han cambiado la naturaleza de la vida humana (Kureishi, 2004, p. 107).
Varios años después de la novela de Kureishi, el médico italiano Sergio Canavero expuso por primera vez la posibilidad de trasplantes de cabeza, que se podría aplicar a personas que sufren enfermedades degenerativas. A pesar de hablar de trasplante de cabeza, en realidad se trata de un trasplante de cuerpo, porque los pensamientos y los conocimientos serán del propietario del cerebro.
Todo eso no es del todo nuevo. En 1970 un equipo dirigido por Robert White, de la Escuela de Medicina de Cleveland, trasplantó la cabeza de un mono al cuerpo de otro, sin unir la médula espinal. El animal sobrevivió ocho días. Canavero señala que la ciencia ha evolucionado mucho y ha descrito su técnica tanto para preservar las dos partes durante la intervención como para volver a conectar la médula (Canavero, 2013).
El proyecto sugiere muchas reflexiones. ¿Reside la personalidad del individuo solo en la corteza cerebral? ¿Qué impacto psicológico puede tener? ¿Cómo aprenderá la cabeza a dirigir su nuevo y desconocido cuerpo? ¿Puede dar lugar a operaciones puramente cosméticas como las de la novela de Kureishi? Aquí hay material para que algún escritor con talento y rigor plantee una ficción que ayude a reflexionar, para que ciencia y literatura se realimenten y, juntas, ayuden a hacer que el debate llegue al máximo de sectores de la sociedad.
Conclusiones
Las diversas obras comentadas ponen de manifiesto, en primer lugar, que muchos de los elementos ficticios que pueden parecer exageraciones de algunos autores están fundamentados en investigaciones científicas reales. Otras referencias se deben a un conocimiento directo o a una profunda investigación.
Pero un punto muy destacable es cómo obras de diferentes épocas plantean problemas éticos y sociales. La falta de órganos, la identidad del donante o la puesta en marcha de experimentos sin la seguridad de que se pueden llevar adelante sin muchos riesgos son algunos de los temas tratados.
Y eso ayuda a demostrar una vez más que la literatura de ficción, aparte de acercar al lector general los sentimientos que pueden rodear a la familia del posible donante o las sensaciones del receptor, es una buena herramienta tanto para divulgar conocimientos científicos como para extender la reflexión bioética. En definitiva, recuerda una vez más que debates científicos y sociales muy importantes pueden llegar así a personas que raramente leerían un ensayo, pero que a través de la ficción pueden adquirir conocimientos y criterios para actuar como ciudadanos informados y concienciados.
REFERENCIAS
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Xavier Duran. Licenciado en Química y doctor en Ciencias de la Comunicación. Periodista científico de TV3, ensayista y divulgador. Ha publicado varios libros, entre los que se encuentra La ciencia en la literatura (Universidad de Barcelona, 2018). Su obra L’imperi de les dades. El big data, oportunitats i amenaces (Bromera, 2018) ha ganado el XXIII Premio Europeo de Divulgación Científica Estudi General.