Cuando apareció la bioética en las últimas décadas del siglo xx tenía una intención clara: superar la tradición de las dos culturas. La compleja relación que hoy mantienen los profesionales de la investigación científica y los profesionales de la comunicación social es más antigua de lo que nos imaginamos y afecta de lleno a la tradicional disputa entre la «cultura de las ciencias» y la «cultura de las letras». El artículo en el que Van R. Potter propuso el término bioética tenía como subtítulo «un puente hacia el futuro»; con él quería tender un puente entre el acelerado mundo de la investigación biomédica y el pausado mundo de la deliberación social.
La bioética surgía para alertar de los desafíos que planteaba una nueva forma de entender la vida que ya no estuviera únicamente vinculada con los avances de la biología o la medicina sino que estuviera en conexión con la ecología, la sociología o la economía. Los problemas científicos o sociales relacionados con el principio (eugenesia) y final de la vida (eutanasia) tenían que ser planteados desde una ética global y cosmopolita.
El imperativo de la responsabilidad no afectó únicamente a la comunidad científica o biomédica sino que afectó también a la forma de entender y practicar la ciudadanía. Si los científicos debían transitar el puente hacia la orilla de sociedades mejor conectadas informacionalmente, los ciudadanos también debían transitar el puente hacia una comunidad científica más responsable. Para que unos y otros se entendieran fue necesario tejer los mimbres de una cultura de la responsabilidad y la solidaridad que debería contar con la complicidad de la deliberación pública.
Se equivocan quienes consideran que esta cultura se construye únicamente en una dirección, como si estuviéramos ante el problema de una explicación divulgativa del incomprensible conocimiento científico. Si así fuera, todo se resolvería incrementando el número de medios o recursos con los que traducir o descodificar el lenguaje de la ciencia al lenguaje de los medios de comunicación de masas. En ese caso, la divulgación científica solo tendría una finalidad instrumental y práctica, incluso podría tener una finalidad cultural o pedagógica para hacer accesible lo incomprensible. Sin embargo, estaríamos reduciendo y simplificando el desafío porque pediríamos que solo se esforzaran los científicos e investigadores, sin caer en la cuenta de que afecta a todos y cada uno de los ciudadanos.
No se trata solo de aceptar resignadamente la información que nos proporcionan los medios habituales de divulgación científica. Se trata de tomar la iniciativa como ciudadano, no solo como individuo que debe gestionar su propia salud sino como parte de una sociedad preocupada por el bienestar general de todos y, sobre todo, como componente de una naturaleza de la que todos formamos parte. En el puente de la bioética no solo informan o divulgan los científicos sino que preguntan, se interesan, se inquietan y buscan los propios ciudadanos. En este lugar de encuentro se generan narrativas propias, mediadoras, llenas de interés y valor para todos.
Agustín Domingo Moratalla. Director de la UIMP-Valencia, acreditado para catedrático, profesor de Filosofía Moral y Política en la Universitat de València. Miembro de la Comisión Valenciana de Reproducción Humana Asistida y vicepresidente del Comité de Ética Asistencial del Hospital Clínico Universitario de Valencia.
© Mètode 88, Invierno 2015/16.