La buena práctica médica está ligada a la evidencia científica. En sintonía con este axioma, la administración pública sanitaria, como responsable y garante del derecho a la salud, está obligada a combatir las prácticas que vulneren este principio irrenunciable. En ese marco garantista es obvio, y así lo demuestra la experiencia, que las pseudociencias no tienen cabida. No solo por su ineficacia, sino también –lo que es más grave– por ser un factor de riesgo. Así lo expresa de manera nítida un reciente y demoledor informe sobre la homeopatía de la Real Academia Nacional de Farmacia en el que se alerta de este peligro. «Puede –dice literalmente el texto académico– crear falsas expectativas, sustituir los tratamientos con eficacia demostrada, retrasar la consulta médica […] con serias consecuencias para el paciente y un impacto negativo desde el punto de vista social y económico para el sistema público de salud.»
Es por ello que el gobierno de la Comunitat Valenciana se erigió, el pasado mes de julio, el primero en pedir al Gobierno central que se retire la condición de medicamento a los productos homeopáticos. Además de ello, y dentro de sus competencias, cursó una instrucción a los centros sanitarios públicos para que las pseudoterapias queden fuera de ellos. Ello implica que no se autoriza la publicidad, promoción, presencia o desarrollo de cualquier actividad que no esté reconocida como asistencial. No es tiempo de declaraciones de intenciones sino de decisiones tan firmes y valientes como las que exige preservar la salud de las personas al amparo de la ciencia. Es decir, recurrir sin excepciones a la metodología clásica que se sustenta en la experimentación, en la comprobación, la reproducibilidad de los resultados, la refutabilidad y la formulación de hipótesis.
En fechas recientes, un estudio de la Universidad de Yale tradujo a números y porcentajes los resultados del uso de medicamentos «alternativos». El oncólogo Skyler Johnson, junto a su equipo, comparó casos de 281 pacientes de cáncer que optaron por pseudotratamientos con 560 que recurrieron a quimioterapia, radioterapia o cirugía. El resultado es tan elocuente que apenas merece comentario. Por ejemplo, las mujeres con cáncer de mama tratadas con pseudociencias aumentaron el riesgo de muerte un 470 %. Un 360 % en el caso de tumores colorrectales y un 150 % en los de pulmón. Datos tan abrumadores como para extirpar de manera urgente estas terapias del sistema sanitario.
«Cuando es la salud lo que está en juego, no hay lugar para la tibieza»
El filósofo argentino Mario Bunge, uno de los pensadores más beligerante contra estas prácticas, advierte en uno de sus ensayos que «la pseudociencia y la anticiencia no son basura que pueda ser reciclada con el fin de transformarla en algo útil: se trata de virus intelectuales que pueden atacar a cualquiera (lego o científico) hasta el extremo de hacer enfermar toda una cultura y volverla contra la investigación científica». En previsión de ello –y pese a que su descrédito va en aumento, como evidencia, por ejemplo, la suspensión de másteres sobre homeopatía en las universidades de Valencia y Barcelona– es necesario que la implicación de los gobiernos sea máxima y constante.
Es necesaria, sobre todo y como decía al principio, una actitud valiente. Un estado moderno, laico y en el que debe imperar la racionalidad debe ser incompatible con prácticas que se nutren de la desesperanza de los seres humanos o de sus supersticiones. Cuando es la salud lo que está en juego, no hay lugar para la tibieza. En la Comunitat Valenciana así se ha entendido. Solo cabe esperar que cunda el ejemplo.