El Sol baja por la sierra de Les Agulles buscando el reposo nocturno. Durante todo el día ha hecho calor y el cielo ha estado pintado de un azul intenso. Ahora, el color del cielo va mutando de manera imperceptible, el azul va aclarándose y toda una gama de rojos empieza a llenar el corto camino que le falta por recorrer al astro rey. Es la hora de los fotógrafos vespertinos que llenan la Gola del Pujol, en la Albufera, cada puesta de sol, para captar estos momentos mágicos que ofrece la naturaleza.
La física, tan prosaica e inquisitiva, nos explica este curioso fenómeno del cambio de color del cielo. La radiación visible solar se dispersa de forma muy diferente dependiendo de la longitud de onda de sus componentes. La dispersión de la luz azul es mucho más efectiva que la roja y, como resultado, la bóveda celeste diurna es inundada de azul.
Ahora, sin embargo, se pone el sol y los colores se vuelven más cálidos, rojos suaves o intensos. En este momento la radiación solar atraviesa más grosor de aire en la atmósfera, todos los colores se han dispersado y, a nuestros ojos, solo llegan los maravillosos colores cálidos que tan bien supieron reflejar en sus obras Monet, Van Gogh o Turner.
«Uno de los espectáculos más grandiosos que un astrónomo de trinchera puede disfrutar es el baile cósmico que algunos planetas realizan al hacerse de noche»
Con el Sol bajo el horizonte, todavía habrá que esperar toda una hora para alcanzar la noche completa y empezar a disfrutar de su belleza. Las estrellas, soles lejanos, inundan el firmamento, agrupadas en constelaciones, crónicas de la mitología clásica para educar a un pueblo iletrado. Los planetas, sin embargo, son los reyes de la noche. Muy brillantes algunos, como por ejemplo Venus y Júpiter, más débiles otros, como Mercurio, Marte y Saturno, su presencia es notable por la luz constante que muestran, muy diferente de la luz vacilante de las antiguamente llamadas estrellas fijas. Y es que las estrellas errantes o planetas se mueven de día en día de forma lenta pero visible a través de las constelaciones mientras siguen sus órbitas alrededor del Sol, tal como hace la Tierra.
Uno de los espectáculos más grandiosos que un astrónomo de trinchera –un curioso del cielo nocturno a simple vista– puede disfrutar es el baile cósmico que algunos planetas ejecutan al hacerse de noche. El planeta Venus es el actor principal de estos juegos de luces. En Roma fue conocido como Vesper, y de aquí deriva el adjetivo vespertino. Además, unos pocos días al mes, la Luna, como una tajada fina de melón, va situándose junto a cada uno de los planetas, como si señalara la posición de estos a los observadores ocasionales.
Y, hablando de Venus, el planeta presenta fases como la Luna y estas varían a medida que se acerca o se aleja del Sol. Galileo Galilei lo descubrió en 1610 y fue una prueba contundente del modelo heliocéntrico que defendía: Venus gira alrededor del Sol, y también lo hace la Tierra. Pero a menudo se olvida que la órbita del planeta es interior a la órbita terrestre y, por lo tanto, desde la Tierra siempre lo veremos muy cerca de la posición del Sol. Es decir, cerca del horizonte al atardecer. Y solo durante unas pocas horas, ya que la Tierra, al girar, nos lo esconde antes de la medianoche. Cualidades venusianas, estas, que no siempre se han comprendido bien. Así, Leo Tolstoi, en Anna Karenina, escribe:
Oscurecía. Venus, clara, como de plata, brillaba muy baja, con suave luz, en el cielo de poniente […].
[…] Pero Levin resolvió esperar hasta que Venus, visible para él bajo una rama seca, brillase encima de ella y hasta que se divisasen en el cielo todas las estrellas del Carro. […]
Venus remontó la rama, fulgía ya en el cielo azul toda la constelación de la Osa, con su carro y su lanza, y Levin continuaba esperando.
Levin presenció un hecho imposible: en la puesta de sol, Venus desciende detrás de este. Tolstoi no era ciertamente un curioso de la contemplación del cielo nocturno.