¿Qué pensarían si yo fuera su compañero de trabajo y les dijera que hay un incendio en el edificio, pero me vieran continuar con mi trabajo como si nada? Probablemente, que trato de gastarles una broma (sin demasiada gracia), o que me hacen falta un par de cafés más, para acabarme de despertar. Y también estoy seguro de que, la próxima vez que yo diera alguna alerta, no se fiarían demasiado. Que no le otorgarían importancia, porque seguramente –pensarían– será alguna alerta sin fundamento, de nuevo.
Con el cambio repentino de cambio climático por emergencia climática en la terminología empleada en los medios de comunicación, pero también en muchas instituciones, se ha querido dar un paso adelante a la hora de comunicar qué supone el calentamiento global. Vestirlo con la dimensión temporal adecuada. Dada nuestra lentísima y poco ambiciosa reacción, había que probar nuevas estrategias, y las palabras importan. Por ejemplo, calentamiento global tiene más gancho emocional que cambio climático, según distintos estudios. Ahora, a pesar de que la intención era buena y nace de una reflexión crítica del mundo del periodismo y la comunicación ambiental, la incorporación de la palabra emergencia genera dos problemas complejos de resolver.
«No ha habido ningún gobierno que haya tomado medidas drásticas ante el cambio climático una vez declarada la emergencia»
El primero es puramente comunicativo. El proceso que provoca esta urgencia es y será siempre un cambio en el clima. La emergencia climática es la dimensión humana, civilizatoria, lo que se deriva de la subida rapidísima de las temperaturas. Pero no son sinónimos, y se corre el peligro, como ya pasó cuando se popularizó cambio frente a calentamiento, que ciertos sectores vean en este uso una estrategia casi de marketing, como si se tratara de ocultar las inconsistencias científicas. Hay que estimular la toma de conciencia social, pero no podemos desentendernos de la divulgación científica.
El segundo es más grave, y tiene que ver con el ejemplo que he puesto al principio. Declaramos la emergencia en países, autonomías y ciudades: de acuerdo. Perfecto. ¿Y ahora? No ha habido ningún gobierno que haya tomado medidas drásticas frente al cambio climático una vez declarada la emergencia. ¿De qué vale, pues? ¿Para que lo han hecho? La banalización de la emergencia climática comportará, como la fábula de Esopo, que nadie haga caso cuando gritemos «¡Que viene el lobo!». Esto de hacer una declaración institucional no nos sirve, y la carencia de acciones lo que transmite es que, en el fondo, esto de la emergencia climática es postureo (obras son amores y no buenas razones). Que nos importa hacernos la foto, quedar bien, subirnos a la oleada de sensibilidad por el medio ambiente, pero, ¡ay!, actuar es complicado: pide renuncias, obliga a pactar y también a enemistarse. Pero o la emergencia construye un nuevo marco que posibilite acciones disruptivas en tiempo récord o no es emergencia.
Esta disonancia entre lo que decimos y lo que hacemos se ha plasmado en la COP25 de Madrid como en ninguna parte. Allá, tras un año entero de movilizaciones por el clima, se esperaba un acuerdo ambicioso, si bien el calendario señalaba la cumbre de Glasgow, en 2020, como el momento en que se definirían las reglas del acuerdo de París. Pero… ¿de verdad podemos esperar un año entero si estamos en una emergencia? Si mes tras mes batimos récords de temperaturas, y cada informe que se publica sobre cambio climático evidencia que es un proceso presente, real y en aceleración permanente… ¿nos podemos permitir catorce días de palabrería improductiva (esponsorizada, eso sí, por las grandes empresas energéticas)? Parece evidente que no.
Tenemos apenas una década para impulsar una reducción del 50 % de las emisiones de gases de efecto invernadero, y menos de treinta años para reducirlas a cero, en términos netos. Estamos, efectivamente, en una emergencia. Que a nadie le quepa ninguna duda. Pero si hay algo que paraliza todavía más que no asumir la situación en que nos encontramos es decir que nuestra casa está en llamas y a continuación ponernos a ver, tranquilamente, la televisión.