El orden del tiempo

Anna Moner y Sebastià Carratalà. El orden de los tiempos, 2020. Grafito sobre papel cortado y cosido con hilo de algodón, 21 × 29,5 cm.

Siempre he sentido una particular fascinación por el tiempo y su percepción como constante que mide nuestra experiencia cotidiana. Una percepción que fragmenta en intervalos la vida hasta el punto de influir en el lenguaje y la flexión verbal. Tiempo humano, digamos, que me remite a la lectura de aquel compendio de sabiduría –monótono a veces– que son las Confesiones de Agustín de Hipona. Más en concreto, busco en el libro xi el famoso párrafo donde este padre de la Iglesia se pregunta por la naturaleza de las cosas y su vínculo con la esfera temporal. Si la única certeza es el instante presente, ¿dónde mido pretérito y futuro? ¿Dónde se encuentran estas dimensiones? Vale la pena leer un fragmento de su hipótesis: «Es en mi mente donde mido el tiempo […] Cuando mido el tiempo, estoy midiendo algo en el presente de mi mente. O bien es esto, el tiempo, o no sé qué es.»

Esta última frase –si el tiempo no es lo que pienso, no sé qué es– ha marcado una parte de mis reflexiones sobre el carácter temporal de la existencia. En este sentido, es la suya una mirada subjetiva que de alguna manera se contrapone a la visión aristotélica donde la physis reemplaza al espíritu. Una subjetividad trascendental donde el tiempo se hace presente como continuum en el ser del alma. Dualidad fecunda que ya encuentra en Parménides y en Heráclito la oposición capital entre eternidad e impermanencia. Vienen a cuento unos versos de Rilke, de la primera de las Elegías de Duino: «La eterna corriente / arrastra consigo todas las edades, a través de los dos reinos, / y sobre ambos se extiende, acallándolos, el poderío de su voz.»

Y es que la poesía –y la filosofía en general– ha sido un contrapunto a la ciencia a la hora de describir la humana sensación de lo inabarcable que tiene el curso del tiempo. Una tentación, esta de la eternidad, que se encuentra en la concepción del tiempo que tiene el Dante en la Divina comedia. No en vano, es el suyo un viaje kairológico en el que busca transcender pasado y futuro para fundirse en la inmutabilidad del tiempo. Un telos –propósito– filosófico optimista que abiertamente contrasta con la experiencia pesimista de Petrarca. Una sensación de finitud que en la época concurre en paralelo a la mejora del funcionamiento del reloj. Por lo tanto, en el control del flujo del tiempo y de la organización del trabajo.

«La poesía ha sido un contrapunto a la ciencia a la hora de describir la humana sensación de lo inabarcable que tiene el curso del tiempo»

En cuanto a mí, como poeta, he intentado conciliar en mi obra lo que la experiencia me dicta. Soy deudor de la idea de que el tiempo es la medida del cambio. Pero también lo soy de la idea newtoniana de tiempo absoluto, «verdadero y matemático», como el inglés defiende en su magna Principia mathematica. Un tiempo que transcurre uniforme sin ningún nexo con nada exterior. Dos interpretaciones que encuentran su síntesis en Albert Einstein: el tiempo matemático existe. Pero, este no es independiente de las cosas. En definitiva, es una entidad física concatenada con el mundo. La atemporalidad –la ausencia de tiempo según las ecuaciones de la gravitación cuántica– nos adentra en una realidad donde colapsa el principio de causalidad, y donde la imaginación a la fuerza se tiene que desbordar.

Y aun así, nada puede negar la percepción subjetiva de Agustín de Hipona. El tiempo que la fotografía fija en una imagen y que la pintura eterniza en el lienzo de un cuadro. El instante eterno –la medida de las cosas– al que la literatura da forma a fin de enmarcar una historia en unas coordenadas preestablecidas. El orden temporal que Proust dilata en À la recherche hasta el punto de cambiar poéticamente el canon clásico de secuencia narrativa. Por el contrario, Joyce, en su Ulises, condensa el tiempo de la Odisea en un solo día, en equivalencia al tiempo cíclico de la tragedia griega donde los acontecimientos tienen lugar en el intervalo de una jornada. El pasado –la memoria– ocupa en Proust un espacio central en el conjunto de la obra. En el Ulises de Joyce, el tiempo presente es una constante de fondo que juega con dimensiones temporales –dramática y épica– que se reflejan entre sí.

Todo ello me hace pensar que el tiempo del arte es el tiempo humanizado. De hecho, la noción de tiempo humano se pierde cuando no tenemos claros los referentes para medir su curso. En una isla desierta este se nos extravía –pienso en el Próspero shakespeariano–, y de manera muy sutil el tiempo físico deviene un illo tempore mítico y simbólico. Objeto del arte y de la ciencia, es el tiempo el orden de las cosas.

© Mètode 2020 - 107. Océanos - Volumen 4 (2020)
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(Vila-real, 1967) es licenciada en Historia del Art y durante un tiempo, les artes plásticas fueron su principal medio de expresión hasta que se arriesgó también con la escritura. Irrumpió en el panorama literario valenciano con Les mans de la deixebla, ganadora del premio Enric Valor de novela de la Diputación de Alicante en el 2010. En 2015 presentó El retorn de l’hongarès, su segunda novela, ganadora del Premio Alfonso el Magnánimo de Narrativa 2014. También en 2015 presentó Gabinet de curiositats, un recopilatorio de sus «articontes» inspirados por el mundo de las artes y las ciencias, publicados en La Veu del País Valencià durante 2013 y 2015.

Artista e historiador del arte (Valenciano)

Escritor y fotógrafo (Barcelona).