Empezaré por la autobiografía, que quizá, pensándolo bien, es por donde las mujeres debemos empezar siempre, porque partimos de experiencias no elaboradas, aún, por la cultura. Yo me quedé embarazada en 1993. Hasta entonces, las vivencias más intensas que había conocido, como la adolescencia, la ambición artística o el enamoramiento, habían sido precedidas y preparadas por la lectura. La Celestina, Werther, Amor de perdiçao, The catcher in the rye, El siglo de las luces, L’éducation sentimentale, Le Rouge et le Noir, Wuthering Heights, À la recherche du temps perdu… iluminaban unas experiencias que yo vivía sabiendo como las habían vivido e interpretado otros antes que yo. Del embarazo, en cambio, nada de nada. Me recuerdo revisando los títulos de mi biblioteca, dando una ojeada a los índices de las revistas que hasta entonces había leído regularmente –Revista de Occidente, El Urogallo, Claves…–, me recuerdo estrañada e irritada de no encontrar una sola palabra sobre maternidad, me recuerdo teniéndome que refugiar en los libros y revistas que me hablaban, sí, pero de una manera que era la que menos me interesaba. Yo no quería (o no únicamente) que me informasen sobre pañales, cunas, estrías; yo quería compartir experiencias, emociones, reflexiones, ficciones y sueños. Y eso no lo encontré.
«Me recuerdo extrañada e irritada de no encontrar ni una sola palabra sobre maternidad. Yo quería compartir experiencias, emociones… Y eso no lo encontré»
Con los años, investigando, he llegado a una visión más completa. Personajes de madre, en la literatura anterior al siglo xx, los hay, pero suelen ser secundarios (con una gran excepción: la tragedia griega). O bien, si son principales, tienen una tendencia inquietante a caer en una de dos categorías: ángeles entregados en cuerpo y alma a sus hijos (como La madre de Gorki o Le livre de ma mère de Albert Cohen, por citar los primeros ejemplos que me vienen a la cabeza) o demonios (Doña Irene de El sí de las niñas, Doña Perfecta, Madame Lepic en Poil de carotte de Jules Renard, Bernarda Alba…). Habrá que esperar a Une mort très douce, de Simone de Beauvoir (1964), para ver aparecer a personajes maternos más complejos, verdaderamente humanos.
Desde entonces, en la ficción o en las memorias, proliferan las madres, con las aportaciones de Waltraud Anna Mitgutsch, Carla Cerati, Carmen Martín Gaite, Esther Tusquets, Maria Barbal, Annie Ernaux, Soledad Puértolas, Elfriede Jelinek, Joyce Carol Oates… De esta lista, creo que imparcial, es fácil sacar una conclusión evidente: son las escritoras las que han aportado a la literatura, entre muchas otras novedades que la enriquecen, el personaje de la madre.
Continúan, sin embargo, faltando muchas cosas. En todas las autoras citadas, el punto de vista es el de la hija. Madres protagonistas que hablen en primera persona de las relaciones con sus hijos o hijas aún no han aparecido, o muy poco: en la tragedia griega (Las troyanas, Medea… aunque Christa Wolf, considerando que la de Eurípides era una visión sesgada, escribió otra Medea, más comprensible) o a las extraordinarias cartas de Madame de Sévigné, en el siglo xvii, a su hija. Y falta, sobre todo, la expresión literaria de los primeros estadios de la maternidad. Textos como Quadern d’una espera de Carme Riera (1998) o Le bébé de Marie Darrieussecq son aún excepcionales. Si pensamos que el embarazo, el parto, la relación con el recién nacido… son experiencias emocionales y físicas tan intensas como el amor de pareja y el erotismo, sobre las que, en cambio, se han escrito tantísimos miles de versos y de páginas… comprenderemos que eso del patriarcado no es ninguna broma.