Es sabido que el químico, ingeniero y empresario Alfred Nobel inventó la dinamita. Con sus inventos y su explotación comercial amasó una importante fortuna. Según su testamento, fechado el 27 de noviembre de 1895, los intereses de ese capital debían ser anualmente distribuidos en forma de premios entre aquellos que hubieren proporcionado el mayor beneficio a la humanidad.
Exactamente 72 años y un día después de que Nobel firmara su testamento, la joven doctoranda de la Universidad de Cambridge Jocelyn Bell observó el primer púlsar. Llevó a cabo el descubrimiento con un radiotelescopio que ella misma había ayudado a construir, junto con un grupo de estudiantes y técnicos, trabajando bajo la dirección del profesor Anthony Hewish, del Mullard Radio Astronomy Observatory, su director de tesis.
El radiotelescopio estaba constituido por una serie de antenas formadas por alambres entrelazados, enganchados a estacas clavadas en el suelo y situadas adecuadamente en una extensión de unas dos hectáreas. El receptor grababa las señales en papel continuo, imprimiendo 30 metros por día de observación. Jocelyn Bell debía analizar estos datos concienzudamente. El objetivo del radiotelescopio era estudiar los quásares, fuentes de radio muy compactas recientemente descubiertas. Las antenas eran sensibles al centelleo de la radiación procedente de los quásares provocado por partículas cargadas del medio interplanetario. Bell detectó durante el verano de 1967 una extraña señal que se repetía ocasionalmente y que ella llamó «a bit of scruff». Esta palabra inglesa, scruff, se utiliza coloquialmente para referirse a una persona desaliñada. La señal resultaba muy extraña.
«Exactamente 72 años y un día después de que Nobel firmara su testamento, Jocelyn Bell observó el primer púlsar»
Decidió mejorar la sensibilidad de los registros del radiotelescopio. A finales de noviembre comprobó que la señal estaba constituida por una serie de pulsos separados exactamente 1,3 segundos cada uno del siguiente. Procedían siempre del mismo lugar del cielo y, además, cada día la señal aparecía cuatro minutos antes que el día anterior; es decir, lo hacía siguiendo el tiempo de las estrellas, lo que los astrónomos llaman tiempo sideral, y no siguiendo el tiempo solar que miden nuestros relojes. Este hecho confirmaba que no se trataba de una señal periódica producida por una actividad humana regular, sino que procedía del cosmos.
Hewish y Bell llamaron a esa señal LGM1, iniciales de little green man (“hombrecillo verde”), ya que llegaron a pensar que podían estar detectando señales de alguna civilización extraterrestre. Conforme aparecieron otras señales procedentes de otras regiones del cielo, entendieron que estaban ante un fenómeno astrofísico desconocido hasta la fecha. En 1968, Hewish, Bell y tres coautores más enviaron un artículo a la revista Nature relatando el descubrimiento de los púlsares. Hewish y su colega de Cambridge Martin Ryle compartieron el Premio Nobel de Física. Jocelyn Bell se quedó fuera. Ella nunca se quejó.
Jocelyn Bell Burnell ha recibido muchos otros premios y honores a lo largo de su dilatada carrera científica. En 2017 fue investida doctora honoris causa por la Universitat de València y a principio de septiembre de 2018 se le ha concedido el Premio Breakthrough Especial en Física Fundamental, dotado con tres millones de dólares, cantidad casi tres veces superior a la del Nobel. La concesión se debe a la detección de señales de radio de estrellas de neutrones súper densas y de giro rápido, y a una trayectoria de liderazgo científico inspirador. Bell Burnell ha decidido donar el premio para dotar becas que permitan estudiar física a personas de grupos insuficientemente representados, ya que está convencida de que incrementar la diversidad en este ámbito proporcionará grandes beneficios en el futuro.
Quizá sea ahora el momento de que el comité Nobel corrija el error cometido hace 44 años y conceda a Jocelyn Bell Burnell el merecido premio. La comunidad científica lo celebraría.