Parece una conspiración cósmica. Desde que se inventara el telescopio no ha habido ninguna explosión de supernova en nuestra galaxia visible desde la Tierra. Sí que las ha habido en otras galaxias cercanas y por supuesto en muchísimas galaxias lejanas, pero la última supernova que explotó en la Vía Láctea se observó hace más de 400 años. Eran los tiempos de Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642). Ellos y sus coetáneos pudieron disfrutar de un espectáculo que no se ha vuelto a repetir: ver a simple vista una nueva estrella en nuestra galaxia. Muy pocos años antes, en 1572, el astrónomo valenciano Jerónimo Muñoz (1520-1591) pudo observar otra. Importantes astrónomos de la época, como el danés Tycho Brahe (1546-1601), la estudiaron con detalle. Según explica Víctor Navarro, catedrático de Historia de la Ciencia de la Universitat de València, Muñoz fue informado por unos pastores y calcineros de Torrent. Éstos, acostumbrados a trabajar de noche y observar la bóveda celeste e identificar, con ojos ejercitados, el patrón de W que forma la constelación de Casiopea, se sorprendieron al observar un intruso celeste en esa conocida región del cielo. Convencidos de que esa estrella no había estado allí con anterioridad, alertaron de su presencia al catedrático de hebreo, matemáticas y astronomía del Estudio General Jerónimo Muñoz. Tal fue la conmoción que el propio rey Felipe II encargó a Muñoz un estudio sobre la nueva estrella. Muñoz llevó a cabo observaciones sistemáticas y escribió, en pocos meses, un tratado que tituló: Libro del Nuevo Cometa. Brahe, en cambio, la consideró una nueva estrella, pero alabó las observaciones de Muñoz. Cuando una estrella explota como supernova en nuestra galaxia, se puede llegar a ver incluso a la luz del día y domina el cielo nocturno por algunas semanas o meses.
Las estrellas se mantienen estables porque se da un equilibrio entre la tendencia gravitatoria a hacer que el astro colapse y la presión térmica y de radiación debida al proceso de fusión nuclear que tiene lugar en su interior y que tiende a expulsar las envolturas hacia afuera. Mientras existe combustible nuclear para alimentar estas reacciones el balance perdura, pero llega un momento en que este se acaba. Las reacciones de fusión que mantienen estable la estrella van produciendo elementos químicos cada vez más pesados, el hidrógeno se transforma en helio y progresivamente en otros elementos como carbono, nitrógeno, oxígeno, silicio y hierro. Más allá del hierro la fusión consume energía en vez de liberarla y por tanto cesan la reacciones termonucleares que mantienen la estrella. Esta entra en crisis y colapsa. El rebote de las capas externas con el núcleo interno produce una onda de choque que se propaga hacia afuera y proyecta al espacio interestelar las envolturas de la estrella en forma de supernova. Parte de este material expulsado se puede observar incluso miles de años después de la explosión como un remanente difuso.
Uno de los remanentes más grandes de supernova que se observan en el cielo se encuentra en la constelación del Cisne. Se trata de la nebulosa del Velo, que reproducimos en estas páginas. La explosión de la estrella que la ocasionó tuvo lugar entre el año 6000 y el 3000 aC, de modo que las civilizaciones antiguas del neolítico pudieron observarla. Brillaría como la Luna en fase creciente. La onda de choque se movía inicialmente a centenares de miles de kilómetros por hora, horadando y calentando el gas circundante a millones de grados. El medio interestelar fue frenando paulatinamente la expansión, formando nebulosidades de formas retorcidas que nos recuerdan tenues cirros en el cielo o el humo de una hoguera al mezclarse con el aire. Diminutos filamentos que todavía brillan al enfriarse el gas que los constituye y cuya emisión revela la presencia de oxígeno, azufre e hidrógeno. La nebulosa se encuentra a 1500 años luz de la Tierra y cubre un área del cielo de 3 grados en diámetro, es decir aproximadamente seis veces el diámetro de la Luna llena.
a nebulosa fue descubierta en 1784 por el astrónomo de origen alemán pero afincado en Inglaterra William Herschel (1738-1822), descubridor también del planeta Urano junto a su hermana Caroline (1750-1848). Una de las regiones que forman la nebulosa del Velo recibe el nombre de triángulo de Pickering, pero no fue Edward Charles Pickering (1846-1919), director del Harvard College Observatory, su descubridor sino que fue Williamina Fleming (1857-1911), que trabajaba para él en el Observatorio. Williamina, de origen escocés, había emigrado a Boston junto a su marido, que la abandonó estando ella embarazada. Se puso a trabajar como empleada de hogar en la casa de Pickering, que finalmente la contrató para el Observatorio junto con otras mujeres. Este grupo de mujeres –las computadoras de Harvard– realizó un trabajo excepcional analizando miles de placas fotográficas e infinidad de espectros estelares. El sistema de clasificación estelar iniciado por Fleming y completado por otras mujeres del grupo, como Antonia Maury (1866-1952) y fundamentalmente Annie Jump Cannon (1863-1941), se utiliza todavía hoy en día: divide las estrellas en siete clases espectrales en función de su color (relacionado con su temperatura superficial) y su composición química. Fleming además descubrió una nebulosa oscura, la de la Cabeza de Caballo, en una fotografía que había realizado el hermano de Edward Pickering, William Henry (1858-1938).
El trabajo de otra de las mujeres del grupo, Henrietta Swan Leavitt (1868-1921), estableciendo la relación período-luminosidad para las estrellas variables cefeidas, fue decisivo para entender las distancias en astrofísica y cosmología. Este estudio se publicó en marzo de 1912 firmado exclusivamente por Edward Pickering, como era el uso en la época. Afortunadamente la primera frase del artículo deja clara la autoría: «The following statement… has been prepared by Miss Leavitt.» El propio Edwin Hubble (1889-1953), que utilizó el método de Leavitt para determinar las distancias a otras galaxias, reconoció que la astrónoma era merecedora del premio Nobel, al que curiosamente fue nominada en 1924 por Gösta Mittag-Leffler (1846-1927) de la Academia Sueca de las Ciencias, quien no sabía que la astrónoma americana había fallecido tres años antes. Mittag-Leffler, cuyo papel había sido fundamental para que la matemática Sofia Kovalévskaya (1850-1891) obtuviera una cátedra en la Universidad de Estocolmo (la primera mujer en alcanzar este rango), le envió la propuesta al sucesor de Pickering en la dirección del Observatorio, Harlow Shapley (1885-1972), quien, además de comunicar la muerte de Leavitt al científico sueco, tuvo la poco noble osadía de sugerir que debería ser él el merecedor del premio por la interpretación de los resultados de Leavitt.
Al quitar los velos que cubren los trabajos o los descubrimientos de algunos astrónomos, aparecen muchas veces sus verdaderas autoras, brillantes astrónomas que en la mayoría de los casos no recibieron el merecido reconocimiento en vida.