Hace unos meses, asistí, atónito y maravillado, a la representación de una charla científica que llevaba por título Embolismo por soleá. La verdad es que no era una charla como tal (aunque iba precedida de dos mesas redondas de formato, digamos, «estándar», en una de las cuales participé), pero yo pensaba que sí. Siempre me gusta dejarme sorprender en los actos, jornadas y eventos, y trato de leer relativamente poco sobre lo que escucharé o veré. En aquella ocasión, el encuentro, organizado por Oxfam Intermón en Barcelona, tenía lugar en una sala grande y negra, donde los asistentes, cerca de sesenta personas, estaban colocados en semicírculo.
De repente, mientras un científico del CREAF explicaba qué es esto del embolismo vegetal (el taponamiento de los conductos del xilema), se montó en la sala un tablao flamenco. Palmas y tacones para acompañar el ritmo de la obstrucción del xilema, que sonaba como una caja de ritmos. Una guitarra para insuflarle una melodía a base de golpes, y una voz que excavaba hasta el fondo del alma para cantar la vida y la muerte de una planta. De forma intermitente, en los silencios que había cuando paraba la música y el sonido del tronco, el investigador iba explicando por qué aquello era importante. ¿Qué nos contaba de la sequía, del cambio climático, de la adaptación de las especies y ecosistemas? Y, de repente, de nuevo, la guitarra, las palmas, las palabras a veces ininteligibles. Todo ello, además, con la presencia de un relator gráfico que nos obsequió con un buen número de viñetas capaces de sintetizar lo que no habría dicho mejor ninguna nota de prensa.
Si les hablo de esta jornada y del Embolismo por soleá, creado por la ambientóloga y artista Paula Bruna, es porque se me ha quedado grabada a fuego. Aprendí qué era un embolismo vegetal (¡no tenía ni idea!), me emocioné, me entretuvo y me hizo hablar sobre ello con varios asistentes. La diferencia fundamental, no ya con quienes precedimos la performance, sino con la inmensa mayoría de las charlas a las que he asistido o en las que he participado, era la presencia del arte. El arte como un hilo que tejía el discurso, capaz de golpear el esternón y llegar a los pulmones, al corazón, a las entrañas, que son lo que de verdad nos mueve.
La ciencia necesita aliarse con el arte, y el arte debe sentirse partícipe de la solución, del flujo comunicativo. El lenguaje artístico, caleidoscópico e infinito, es capaz de llegar allí donde nunca lo hará una gráfica del IPCC, una lectura de un satélite de la NASA, un informe técnico del CSIC.
Necesitamos, ciertamente, que la cultura incorpore la realidad ambiental, y encontrarnos con libros, películas, cómics, esculturas o canciones donde se perciba la crisis climática, la pérdida de biodiversidad, o la contaminación de las grandes urbes. Pero, más allá de esto, es urgentísimo también que la comunicación científica aprenda del arte, se entrelace con él para ser capaz de llegar hasta la médula de cada uno de nosotros. Para tocar las emociones y no solo el bolsillo y la razón. Tanto que se habla de la política de las emociones (¿cuánta gente no vota lo que le convendría a su economía doméstica, o lo que –racionalmente– beneficiaría a su bienestar?) y parece que el mundo de la ciencia sigue siendo ajeno a ella, si obviamos algunas excepciones.
Si creemos que esto nos cambiará el futuro (¡lo hará!) no podemos transmitirlo solo a base de diapositivas de PowerPoint o de clases magistrales. Habrá que explorar nuevos caminos, buscar nuevas voces, apuntar a un lugar distinto del cerebro y del cuerpo. Siempre con rigor y con los datos científicos al lado, pero también con humanidad, con rabia, con dolor, con alegría. Para conseguir pequeños milagros como que, al cabo de una hora, estemos a punto de llorar porque a un árbol que no conoceremos nunca se le han obturado los canales del xilema y se acerca, así, a la muerte.