Miasma

miasma ilustración

Ilustración: Anna Sanchis

Hacia el 36 a. C., el polígrafo romano Marco Terencio Varrón escribió De rerum rusticarum, el tratado de agronomía más importante de la antigüedad. Recomendaba evitar los humedales, porque «viven ciertas criaturas diminutas que no se pueden ver con los ojos, que flotan en el aire, entran en el cuerpo a través de la boca y la nariz y causan graves dolencias». Aparte de algunas referencias más o menos vagas contenidas en la Atharvaveda (siglos XII-X a. C.), esta sentencia de Varrón es la afirmación más antigua y clara sobre el origen biológico de las dolencias infecciosas. No le hizo caso nadie.

La medicina islámica y medieval se inclinó por los humores descompensados y los miasmas ambientales. Los miasmas –un nombre espantoso que escondía un desconocimiento sólido– eran los supuestos vapores portadores de partículas de «materia corrompida» que causaban las dolencias infecciosas. Lo creía todo el mundo: cuando algo no se entiende, todo el mundo acepta entusiasmado explicaciones incomprensibles. Hasta que, ya en el siglo XVI, el médico veronés Girolamo Fracastoro volvió a las ideas de Varrón. Pero tampoco nadie le hizo caso. Hubo que esperar a que, en 1835, el naturalista lombardo Agostino Bassi expusiera su teoría microbiana de las dolencias, a partir de sus trabajos contra la muscardina de los gusanos de seda. Casi simultáneamente, en 1840, el médico alemán Friedrich Gustav Jakob Henle argumentó la relación entre gérmenes y dolencias. La idea se abría paso. Aun así, la comunidad médica rechazó indignada los planteamientos que en 1847 hizo el húngaro Ignaz Philipp Semmelweis sobre las infecciones puerperales causadas por los propios obstetras porque, según la ciencia políticamente correcta, «las manos de un médico no pueden causar infecciones»… Las manos quizás no, pero los microbios pululando en una mano sin desinfectar, sí.

Desde el siglo XVII se conocían los microbios, gracias a los trabajos del polifacético holandés Antonie Philips van Leeuwenhoek, pero no se los relacionaba con las dolencias. Ahora nos parece evidente, pero entonces no. Ya lo decía aquel ministro franquista: un bicho tan pequeño no puede hacer daño a nadie… Los miasmas eran más convincentes. Pero enseguida llegó Louis Pasteur. En 1856 aplicó sus anteriores conclusiones sobre el origen biológico de las fermentaciones al estudio, nuevamente, de las dolencias de los gusanos de seda. Ya no había duda, los microorganismos también eran responsables de muchas dolencias. El epidemiólogo inglés John Snow ya se había dado cuenta un par de años antes, a raíz de un brote de cólera en el Soho londinense. Nació así la teoría germinal de las dolencias infecciosas, afianzada por los trabajos posteriores del médico y microbiólogo alemán Robert Koch, descubridor de la bacteria causante de la tuberculosis (1882) –el denominado durante mucho tiempo bacilo de Koch– y del cólera (1883).

«Hemos olvidado a los médicos y los científicos que nos sacaron de milenios de desconocimiento»

La gran revolución quirúrgica, y médica en general, llegó de la mano del cirujano inglés Joseph Lister, seguidor de Semmelweis y de Pasteur. En 1867 propuso desinfectar con fenol el instrumental quirúrgico, las manos del cirujano y las heridas abiertas: habían nacido los antisépticos y el principio de la asepsia. Después llegaron las sulfamidas, los antibióticos y los antimicrobianos en general. Los miasmas –supuestos– y las infecciones descontroladas –muy reales– pasaron a la historia. Por otra parte, la biología demostró que bacterias, virus y microorganismos en general los hay por todas partes. Más todavía: se dio cuenta de que nosotros mismos y todos los eucariontes somos el resultado de una fusión endosimbiótica de microorganismos. Es decir, de innumerables infecciones del pasado. La vida es contagiosa, en efecto…

En un siglo hemos superado milenios de desconocimiento. Pero hemos olvidado a los médicos y los científicos que nos sacaron de él. Indirectamente, los recordamos de forma inconsciente cuando pedimos leche pasteurizada o cuando nos enjuagamos con el colutorio inventado en 1879 por los norteamericanos Joseph Lawrence y Jordan Lambert: en honor a Lister, lo llamaron «Listerine».

© Mètode 2019 - 103. Formas infinitas - Volumen 4 (2019)
Doctor en Biología, socioecólogo y presidente de ERF (Barcelona). Miembro emérito del Institut d’Estudis Catalans.