Ningún animal es sedentario. Todos los animales son migradores, en eso consiste la animalidad. Los animales se mueven porque en el desplazamiento se basa su estrategia existencial. Al moverse –es decir, al migrar–, esquivan las condiciones adversas. El movimiento permite perseguir alimentos y huir de los peligros. También encontrar pareja. Qué más se puede pedir…
La frontera entre migración y sedentarismo es un artefacto perceptivo. Únicamente calificamos de migradores a los animales que recorren muchos kilómetros, como si desplazarse solo unos cientos de metros no fuera también una migración. Lo es, por supuesto que sí. Pero la mente humana se decanta por la cantidad y por los fenómenos discretos: de aquí hacia más allá, migradores; más acá, sedentarios. La exaltación de la cantidad se percibe como cualidad. En el fondo, todo movimiento es una migración.
Manuales y guías aseguran que los carboneros son pájaros sedentarios. De aquella manera. En la era de mi casa, una masía de El Pla de l’Estany, acuden cada día durante el invierno, pero desaparecen en verano. Lógico: con el calor, se retiran a las montañas de la inmediata Garrotxa; cuando hace frío, vuelven al llano, en busca de una temperatura conveniente (y de los comederos bien provistos que encuentran en casa). Así que son sedentarios a gran escala, pero migradores de grano fino. Las golondrinas, que también vienen a mi era, en busca de insectos voladores, tienen un régimen temporal inverso y de gran escala: me acompañan en verano y en invierno se van a África, por eso decimos que migran.
Animales sedentarios absolutos también los hay. Los corales, por ejemplo. Es un sedentarismo engañoso: ellos no se mueven, pero el agua sí. No necesitan ir a buscar alimentos, el oleaje se los trae hasta la boca. Viene a ser lo mismo. También se ocupa de diseminar las células reproductoras. No es tan divertido como aportarlas personalmente, pero se alcanzan los mismos resultados. Al final es como decir que si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.
Sin embargo, hay que admitir que los grandes migradores protagonizan gestas remarcables. Por ejemplo, que un pajarillo recorra miles de kilómetros dos veces al año y sin perderse. Y no únicamente pájaros. Basta pensar en las anguilas, que nacen en el mar y viven río arriba; o en los salmones, que hacen al revés. En el Caribe, en la época de los huracanes, las langostas migran en fila india, paso a paso por el fondo marino, kilómetros y kilómetros. Por no hablar de las langostas o saltamontes y de sus migraciones multitudinarias, una de las diez plagas bíblicas…
Llegados a este punto, sorprenderse por las migraciones humanas –o, peor aún, escandalizarse por ellas– es una autentica animalada. Si acaso, nos tendríamos que escandalizar de las razones que desencadenan determinados movimientos migratorios, como el de las pateras de subsaharianos o el de los refugiados sirios. Nuestra especie no ha parado nunca de migrar, de otro modo aún viviríamos todos en el África oriental. Migrando, migrando, hemos llegado a todos los confines de la Tierra. Al principio, despacio. Después, con la invención de los barcos, bastante deprisa. Hoy, gracias a los vehículos motorizados, a gran velocidad. Somos la especie más migradora de la historia.
«Migrando, migrando, hemos llegado a todos los confines de la Tierra. Somos la especie más migradora de la historia»
Pero también nos aplicamos la misma convención migratoria cualitativa. Solo hablamos de migración para referirnos a grandes distancias y por tiempos muy largos. Las migraciones de europeos a América, por ejemplo. O de andaluces y murcianos a Cataluña o a las Baleares. El crecimiento vegetativo de Barcelona es negativo desde el siglo XVIII, pero la ciudad no ha parado de crecer gracias a un incesante flujo de inmigrantes. Primero vinieron del interior de Cataluña, después de las Españas y ahora de todas partes. Cambia la escala, no el fenómeno, pero consideramos inmigrantes a los latinoamericanos y no a los pallareses. Como con los carboneros, todo es relativo…