Toda enfermedad infecciosa es consecuencia de una pérdida del equilibrio entre el individuo y su entorno. Debemos recordar que la identidad biológica no solo se encuentra en el patrimonio genético sino también en el microbioma, que es una parte esencial del sistema inmunitario. Por eso, toda epidemia significa una crisis ecológica. Con una mentalidad malthusiana, tradicionalmente los historiadores de la población han considerado que el hambre, las guerras y las epidemias han sido los correctores «naturales» del crecimiento demográfico descontrolado.
«Toda epidemia significa una crisis ecológica»
Cada periodo histórico ha tenido su verdugo epidémico, y casi siempre han sido los cambios ecológicos entre las comunidades humanas y el entorno los que han provocado cambios en la patogenicidad y en las enfermedades epidémicas. El caso más dantesco fue la pandemia de peste negra de 1348, que acabó con un tercio de la población europea y alteró la estructura de la sociedad medieval hasta el extremo de ser uno de los principales factores de cambio social y transición a la modernidad. Transformó el modelo económico y el crecimiento urbano. Pero recordemos también que la viruela causó más de ocho millones de muertos en México después de la llegada de los españoles, y que el cocoliztl o venganza de Moctezuma (hoy conocida como salmonelosis) superó los quince millones de muertes en varias oleadas epidémicas durante el siglo XVI. En esta misma época, el treponema mutó su poder patógeno y extendió la sífilis por todo el mundo.
La vía de transmisión de las epidemias a veces es el agua, otras los alimentos, las gotitas de saliva, el aire, el contacto físico o sexual. La mayoría de las grandes catástrofes sanitarias se dieron en tiempos de cambio ecológico y estrecho contacto entre comunidades humanas que habían evolucionado aisladas. En el siglo XVIII el gran verdugo fue la viruela, como el cólera y la fiebre amarilla en el XIX, que al alterar profundamente el comercio internacional originaron las primeras cuarentenas y lazaretos en los puertos.
«Hay que pensar globalmente la salud, reorientar el sistema y reforzar la capacidad de atender situaciones de extrema urgencia»
El referente contemporáneo más dramático surgió en momentos de profunda crisis social, hambre, migraciones y guerra. Fue la llamada gripe española de 1918, que causó entre cuarenta y cincuenta millones de muertos en todo el mundo, el equivalente al 2,5 % de la población mundial. La segunda gran pandemia vírica del siglo XX coincidió con el inicio de la globalización: la pandemia del sida, iniciada en los ochenta. Después estalló el ébola, el zika, y otras epidemias víricas. Mirado con perspectiva malthusiana, efectivamente, las epidemias han sido un drástico corrector del crecimiento demográfico. Las grandes epidemias (peste, viruela, cólera, sífilis, gripe, sida, ébola, COVID-19) aparecen en el imaginario colectivo como una lucha «contra un enemigo mortal e invisible», título del famoso ensayo sobre la peste del historiador italiano Carlo Cipolla (1993).
Vivimos momentos de incertidumbre científica, impotencia sanitaria y perplejidad política. Pero bien es verdad que los coronavirus han causado brotes epidémicos graves desde 2003. Los virólogos dicen que eran conocidos ya en el siglo pasado, con baja patogenicidad e infecciones respiratorias leves. Pero a comienzos de siglo XXI, su poder patógeno se ha incrementado. Fue una cepa de coronavirus la que provocó la gran epidemia de SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome), que el 2003 se inició en China, y afecto a unas 8.000 personas y provocó cerca de 800 muertos en 32 países (10 % mortalidad). Menos conocida, a pesar de su enorme patogenicidad, fue la epidemia de MERS (Middle East Respiratory Syndrome) en 2012, provocada también por otro coronavirus en el Oriente Medio, que afectó a 2.500 enfermos y provocó 850 muertos en 27 países (35 % mortalidad). Parece que el reservorio natural del coronavirus es el murciélago, desde donde llega a los humanos a través de un mamífero intermedio.
La inesperada emergencia de estas enfermedades víricas y su gran impacto mundial sobre los sistemas sanitarios, el orden social y la economía obligan a una reflexión multidimensional del problema que ayude a comprender la amenaza. Por un lado, conviene recordar que los sistemas nacionales de salud son fruto de las políticas de bienestar social iniciadas después de la Segunda Guerra Mundial. Es evidente que la globalización, en su dimensión económica, mercantil y humana, con movimiento de objetos y personas, favorece la expansión y eso afecta al equilibrio entre las sociedades humanas y el medio ambiente. Nuestros sistemas sanitarios se crearon como instrumentos de políticas nacionales. La crisis de 2008 sometió a muchos países –entre los cuales, el nuestro– a políticas de austeridad que deterioraron la calidad del sistema: reducción de recursos, deterioro de instalaciones, recortes de plantilla, que sirvieron de argumento para la privatización. Una estrategia equivocada que ha hecho el sistema público de salud más vulnerable a situaciones de gran estrés como la actual.
«Los sistemas europeos de salud no están pensados para hacer frente a emergencias sanitarias y menos todavía a grandes pandemias infecciosas, que parecían hechos del pasado»
Los sistemas europeos de salud no están pensados para hacer frente a emergencias sanitarias y menos todavía a grandes pandemias infecciosas, que parecían hechos del pasado o propias de los países pobres. Hay que pensar globalmente la salud, reorientar el sistema y reforzar la capacidad de atender situaciones de extrema urgencia. La transformación de la estructura demográfica, el envejecimiento de la población, las catástrofes sanitarias internacionales… tienen que reforzar servicios e infraestructuras que permitan hacer frente a la catástrofe inesperada. Después de la crisis tendrán que venir la reflexión y el cambio. El esfuerzo sobrehumano y generoso de nuestros sanitarios merece el mayor homenaje y reconocimiento, pero el mejor homenaje que les podemos hacer es reforzar el sistema sanitario público como factor de salud, crecimiento económico y estabilidad social.
NOTA: Este artículo es una versión revisada de «COVID-19: reflexiones desde la historia», publicado el 23 de marzo de 2020 en Eldiario.es.