Imaginemos que, de cada cien personas, diez crean concienzudamente en la astrología, treinta estén convencidas de que la posición de los astros no tiene ningún efecto en nuestro destino y sesenta muestren algunas dudas; es decir, que no creen en los horóscopos, pero «quizá algo de cierto hay», o que son escépticos, pero tienen un amigo al que le acertaron algo muy concreto, o que simplemente no están seguros.
Los divulgadores científicos solemos dar por imposible hablar con el grupo de astrólogos o seguidores convencidos. Sabemos que para algunos es su negocio, y que muchos otros han estado tanto tiempo escuchando ciertos argumentos que difícilmente lograremos que cambien de opinión. Es también mi caso: estoy tan convencido de lo contrario que si una carta astral adivina algún secreto de mi infancia pensaré que hay truco o que es un recuerdo construido a posteriori.
Donde solemos poner nuestros esfuerzos es –y ya anticipo que lo que cuento vale para las vacunas, las conspiraciones, el independentismo y el fútbol– en el grupo de indecisos, cuya opinión es más influenciable. Todos habremos vivido situaciones como la de sentarnos al lado de alguien en un autobús, que salga la astrología a la conversación, y ver que alguien con dudas termina asumiendo explicaciones sobre fuerzas y distancias en el universo y volviéndose más escéptico. Y quizá unas filas más atrás ocurre lo contrario, con un astrólogo que da ejemplos a un indeciso y consigue un nuevo fan de la astrología. En el uno a uno es muy fácil convencer a alguien que no tiene una opinión formada. ¿Qué ocurre si la discusión aparece en la terraza de un bar con un grupo de siete u ocho personas? Pues que, si alguien defiende una posición concreta, lo más normal es que enseguida otra persona le lleve la contraria. Puede ser porque el otro le caiga mal y visceralmente quiera contradecirlo, o porque le fastidie que esté acaparando la atención del resto de la mesa, o porque se empiece a sentir ignorante en público y sienta que debe demostrar su inteligencia. El hecho es que, por motivos más emocionales de lo que pensamos, se empezarán a formar dos grupos, y cuanto más se caldee la discusión, más rabia y furia aparecerán, y provocarán más rechazo a las ideas del otro y por ende más dogmatismo en las propias. En el caso extremo de que todos estén en una posición menos un individuo que se quede solo, es posible que esa persona se enfurezca con la intransigencia o soberbia del grupo, y tras despedirse busque a otros que le entiendan mejor y forme una nueva tribu.
«A medida que el debate sobre las vacunas crezca, la gente con dudas irá disipándolas y se posicionará a favor o en contra»
Pero el hecho que quiero destacar es que muchas de las personas que inicialmente tenían dudas, con la discusión se habrán posicionado a un lado u otro. La duda tiende a desaparecer cuanto más se habla de un tema y de manera más vehemente. Y esto los divulgadores científicos debemos tenerlo muy en cuenta, porque si hacemos una campaña contra la astrología, debemos ser conscientes de que de ese 60 % de personas con dudas, quizá lograremos convencer a un tercio de ellas, pero la confrontación y las réplicas de los astrólogos harán que otro tercio (o más) se mueva hacia su lado. Porque, además, en redes sociales, donde no existe la empatía de la conversación en persona, se ha perdido cualquier respeto por la autoridad intelectual: todo el mundo se cree muy listo y al mismo tiempo se rebela contra los que se creen muy listos. Se atiende más a gritos que a argumentos y se crea una polarización mucho mayor que en realidad beneficia a los grupos minoritarios, porque los ataques les hacen ganar seguidores.
El tema de las vacunas contra la COVID-19 es un caso paradigmático. Yo argumento que dentro de unos meses habrá más provacunas y más antivacunas. ¿Una paradoja? No, simplemente a medida que el debate sobre las vacunas crezca, la gente con dudas irá disipándolas y se posicionará a favor o en contra. Imaginemos que ahora hay un 5 % de antivacunas radicales, un 55 % que les tienen plena confianza, y un 40 % que vacuna a sus hijos, y se vacunarían ellos, pero algo de duda tienen porque «han escuchado cosas». A medida que haya más información disponible, lo que bajará serán los indecisos; de ese 40 %, muchos verán claro que la vacuna es la solución a la COVID‑19, y otros se irán al grupo de antivacunas. ¿Cuántos? Depende de cómo se gestione la información.
En el terreno político un ejemplo clarísimo es el independentismo catalán. Yo he vivido gran parte de mi vida en Cataluña y recuerdo que siempre ha habido personas que se sentían independentistas y hubieran votado un sí convencido en un referéndum. Pero quizá eran un 10 o un 15 % de la población catalana. No más. Habría otro porcentaje de ciudadanos que no querían de ninguna manera la independencia de Cataluña, y otro que aventuro bastante alto de personas que podíamos estar en una situación de duda porque no nos importaba lo suficiente el tema. Pero cuando empezaron a oírse gritos por todos lados, quienes perdieron no fueron los defensores ni los atacantes del independentismo, sino los indecisos y los moderados. La situación te forzaba a posicionarte. Y lo hacías por datos, por creencias y por sentimientos, tanto de ilusión como de rechazo. Claramente había personas no independentistas que, frente a ciertas declaraciones o tuits de la derecha y parte de la izquierda española, se inclinaban hacia el otro lado, y por eso se dice que ciertas acciones agresivas contra el independentismo eran contraproducentes y malintencionadas, porque lograban atraer votos a sabiendas que también se enviaban votos hacia los independentistas. Es exactamente lo mismo que cuando un divulgador científico escribe un tuit muy agresivo o burlón contra los antivacunas: él conseguirá más retuits y más seguidores, pero también indignará a más dubitativos que se moverán hacia el lado contrario. Depende de qué te interese más, si tu cuenta de Twitter o el pensamiento de la población, habrás hecho mal o bien tu trabajo.
«La duda tiende a desaparecer cuanto más se habla de un tema y de manera más vehemente»
Pero permitidme terminar con un ejemplo más intrascendente: yo me mudé a Buenos Aires hace un año, y desde que llegué voy preguntando a la gente si debería ser del River Plate o del Boca Juniors. Allí, si te defines como alguien a quien le gusta el fútbol, decir que te da igual uno que otro es ser un extraterrestre. Tanto los seguidores del Boca como los del River entienden mejor que seas del equipo contrario que un indiferente. Pero el hecho es que todavía nadie me ha convencido. Puedo sentir cierta preferencia por el Boca, pero mi posición actual es totalmente flexible. ¿Qué ocurrirá? Que, si me quedo más tiempo, algo moverá mis emociones hacia un equipo, y allí se quedarán. Quizá el año que viene el River tenga un equipazo que haga un fútbol precioso, o que un partido entre Barça y Boca termine en pelea, o lo que sea; pero «algo» inclinará mis preferencias y a partir de ahí los sesgos cognitivos harán que vaya afianzando esa preferencia hasta convertirme en un forofo irracional como cualquier otro. Viviéndose en Argentina el fútbol de manera tan intensa, es muy difícil quedarse neutro. De momento, a mis amigos del Boca y del River ya les he dicho lo mismo: el primero que me invite a un derbi (es muy difícil conseguir entradas) me hago de su equipo. Esta parte ni emocional ni racional, sino interesada, es otra manera muy práctica de mover ideologías.