Imagine que tiene que describir, con un texto escrito y de manera pormenorizada, los movimientos que realiza con sus manos al atarse los cordones de los zapatos. Pruebe siquiera a imaginarlo, pero sin mover físicamente las manos. Es algo que ha hecho, el acto real, cientos, miles de veces. ¿Qué dedos participan?, ¿en qué orden se produce esa danza, esa secuencia de contracciones musculares que origina los movimientos, rápidos y con soltura, de sus manos? No es sencillo hacer el relato. Para muchas personas, puede que imposible. La memoria de los movimientos aprendidos y, con el tiempo, automatizados, no está diseñada –por el ciego y nada teleológico proceso de la evolución– para interferir con la mente consciente.
«La memoria de los movimientos aprendidos y, con el tiempo, automatizados, no está diseñada para interferir con la mente consciente»
Los recuerdos de nuestra vida y los nombres de las cosas forman parte de la memoria declarativa –o explícita–, armazón esencial del «yo» que, como todas las cosas, debe poseerse en su justa medida; una memoria declarativa absoluta, que todo lo recordara, como le ocurría a Ireneo Funes, el personaje de Borges, conduciría a una mente «incapaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, generalizar, abstraer». Junto a este tipo de memoria, nuestro encéfalo se dedica también a almacenar secuencias motoras de aquello que repetimos una y otra vez, como las contracciones posturales para mantener el equilibrio sobre una bicicleta o los movimientos rápidos y precisos de los diez dedos sobre un teclado, ya sea de piano o de ordenador. Esta es la memoria procedimental, a la que accedemos con facilidad de forma inconsciente, pero de la que apenas podemos hablar –es no declarativa–. Al comienzo, sin embargo, durante el aprendizaje de esas tareas, los movimientos son plenamente conscientes. Por eso son torpes: dedicar el esfuerzo de la actividad consciente a mover una serie concreta de músculos exige un cierto gasto cognitivo, que realizamos principalmente con el córtex cerebral. Pero esas neuronas corticales no pueden estar todo el tiempo pendientes de los músculos, así que al aprender una tarea motora el trabajo se traslada a otras regiones, principalmente al cerebelo y a los ganglios basales. De hecho, se ha observado que muchas de las tareas motoras que tenemos automatizadas se realizan peor cuando pensamos conscientemente en ellas; es mejor no interferir con nuestra mente en los engranajes de esa maquinaria.
De los aproximadamente 86.000 millones de neuronas que cada uno de nosotros transporta en el encéfalo, unos 70.000 millones están en el cerebelo. Esta región encefálica gestiona con exquisita precisión muchos aspectos del procesamiento y refinado de los movimientos y, según parece, es fundamental para el almacén de esas secuencias de contracciones musculares que aprendemos a lo largo de la vida y que realizamos sin pensar. Por su parte, la otra memoria, la explícita, la de nuestra autobiografía, está de alguna manera sostenida por los otros 16.000 millones de neuronas del resto del encéfalo –sobre todo de la corteza cerebral–. En la segunda mitad del siglo pasado se observó que las personas con daños neurológicos o enfermedades neurodegenerativas que afectaban a la memoria autobiográfica –como la enfermedad de Alzheimer– conservaban intacta su memoria procedimental. Un ser humano puede, de manera trágica, quedar poco a poco despojado de su «yo», de su identidad y, sin embargo, seguir tocando el piano con el brío y la soltura de siempre. Son memorias distintas, gestionadas por redes neuronales diferentes.
Aprendemos a andar en bicicleta en el momento en que olvidamos cómo se hacen de manera consciente esas contracciones musculares, en el momento en que el control pasa del cerebro consciente al cerebelo inconsciente. Y por esa misma razón, la mejor manera de atarse los zapatos consiste en, mientras agarramos los cordones, dejar que la mente divague en cualquier otra cosa que no sea atarse los zapatos