Los músculos respiratorios funcionan de manera automática. Menos mal. Su función está controlada por circuitos nerviosos poco flexibles, centrados en la muy noble y necesaria tarea de la ventilación pulmonar. Se trata de una norma general de los mamíferos –y otros animales– que, sin embargo, los humanos nos saltamos alegremente: en nuestro caso, podemos variar el ritmo automático de forma voluntaria, una habilidad que puede parecer poca cosa pero que refleja un cambio evolutivo de gran trascendencia. Gracias a la toma de control voluntario de esos músculos, podemos apartarlos brevemente de su misión respiratoria y utilizarlos para tocar la trompeta, emitir vocalizaciones con gran precisión o lanzar sonoras carcajadas. Curiosamente, la postura bípeda parece haber tenido un papel clave y poco conocido en esta conquista.
Con la bipedestación las manos quedaron libres, lo que resultó muy útil para lanzar piedras, transportar cosas y elaborar todo tipo de artefactos. Además, liberó los músculos que se encargan de la respiración de un yugo particular. En los cuadrúpedos existe un acoplamiento entre la locomoción y la respiración que es, por lo general, fijo: un caballo al galope expulsa el aire aprovechando el impacto de las patas delanteras contra el suelo –lo cual constriñe el tórax–, e inspira en el período de «vuelo» que sigue. Su marcha sigue un ritmo zancada/respiración de 1:1. No lo puede cambiar. La arquitectura de su cuerpo y de su sistema nervioso le impide modificar a voluntad la frecuencia respiratoria, ya que la locomoción genera importantes constricciones mecánicas en la ventilación.
«Una carcajada humana puede desencadenarse automáticamente ante algo que nos resulte gracioso, pero una vez en marcha podemos modularla y también podemos fingirla»
Sin embargo, en nuestro caso no ocurre tal cosa y el control sobre la respiración es particularmente flexible. Durante la carrera (somos buenos corredores de fondo; lo hacían nuestros ancestros del Paleolítico –para cansar a sus presas– y muchos lo siguen haciendo hoy en día por deporte) sincronizamos el ritmo respiratorio con la locomoción, de manera que damos dos pasos por cada inspiración y otros dos durante la espiración, es decir, marcamos un ritmo zancada/respiración de 2:1. Esta es la ratio más común, pero podemos cambiarla; hay corredores que utilizan un ritmo de 4:1, otros prefieren 5:2, 3:1, etcétera. La respiración va acoplada al paso pero, al contrario que los cuadrúpedos, podemos variar a voluntad el tipo de sincronización, ya que la postura bípeda liberó nuestras extremidades delanteras de las tensiones de la locomoción: los músculos respiratorios no deben preocuparse de la tracción que sufriría el tórax con el impacto de las extremidades delanteras contra el suelo.
Controlamos de manera precisa la respiración (aunque no desde el primer momento: de pequeños nos cuesta soplar las velas) debido a que el proceso evolutivo nos ha dotado de conexiones directas entre el córtex cerebral y las neuronas encargadas de las contracciones musculares, detalle que resultó muy útil para ampliar nuestro rango de vocalizaciones y facilitar la exteriorización del lenguaje. Pero, además, todo esto tiene una simpática consecuencia: podemos reír como nadie. Nuestros parientes los chimpancés, aunque no son cuadrúpedos obligados, mantienen un control respiratorio automático y sincronizado con la marcha, con un ritmo de 1:1 que no pueden cambiar a voluntad. Debido a ello, su risa –sí, los chimpancés tienen algo parecido a la risa– consiste en, por decirlo de alguna manera, respirar rápido, generando un sonoro jadeo con cada inspiración y espiración. Los humanos, sin embargo, reímos de otra manera, solo con la espiración, exhalando aire en una serie de pasos entrecortados que podemos regular con estilos de lo más creativo.
Una carcajada humana puede desencadenarse automáticamente ante algo que nos resulte gracioso, pero una vez en marcha podemos modularla y también podemos fingirla, todo ello gracias, en parte, a la bipedestación. Y los caballos… ¿pueden soltar una carcajada?