En Italia, en treinta años bajo los Borgia, tuvieron guerras, terror y matanzas, pero produjeron a Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal, quinientos años de democracia y paz, ¿y qué produjo eso?… El reloj de cuco». Esta frase que suelta Harry Lime, el malo de la película El tercer hombre encarnado por Orson Welles, no es del todo cierta, pero es eficaz porque resalta la idea de que el ingenio se aviva cuando reina la incertidumbre.
La ciencia procura anular esa incertidumbre: uno de los productos más valiosos del conocimiento científico es la capacidad de predicción. La cosa funciona una vez que uno descubre que el universo se comporta en gran medida como un reloj, con sus engranajes y relaciones de causalidad. Descubrir que hay orden bajo el aparente caos es reconfortante, pero no siempre ha sido evidente. Hace 200.000 años las pistas no eran nada claras. En aquella época vivíamos, la mayoría de Homo sapiens, en latitudes próximas al ecuador. El tiempo, por esos lares, tiene una dimensión esencialmente lineal: no existe una separación marcada entre estaciones y, por tanto, es difícil predecir qué es lo que viene a continuación. Sin embargo, el panorama cambia al llegar a latitudes medias: los cambios a lo largo del tiempo adquieren una dimensión circular, marcada por las cuatro estaciones, y entonces surge la noción de un mundo ordenado, mecánico, que es posible predecir.
Pero una cosa es ser consciente del ciclo astronómico anual y otra descubrir los mecanismos de la vida. No sabemos con certeza qué, pero algo pasó en lo que ahora es Europa hace unos 40.000 años: con el frío, a nuestros ancestros les dio por tallar pequeñas figurillas, muchas de ellas representando mujeres de rasgos voluptuosos; y en lo más hondo y oscuro de algunas grutas, las paredes se cubrieron de símbolos y de representaciones de animales (este tipo de arte rupestre paleolítico se ha descubierto también en el sureste asiático). El arrebato duró nada menos que 30.000 años. Esa peculiar explosión de creatividad, tal como vino, se fue. Luego llegó el Neolítico, la agricultura, la ganadería… y los relojes.
«Descubrir que hay orden bajo el aparente caos es reconfortante, pero no siempre ha sido evidente»
Los ancestros paleolíticos de Leonardo y Miguel Ángel tuvieron que recurrir a la magia, el totemismo o el chamanismo (estas son tres de las hipótesis que se manejan para explicar la explosión creativa de pinturas rupestres y estatuillas de venus) como vía para influir sobre algún fenómeno natural. Uno de los misterios más importantes era el de la reproducción, tanto humana como de otros animales. La relación entre el coito y el embarazo no siempre ha sido evidente. En un capítulo de Los Simpson, Apu le pregunta a Homer sobre su decisión de tener hijos, a lo que Homer responde entre sorprendido y jocoso: «¿Decidir? Los bebés simplemente suceden» («Babies just happen»). En los humanos la gestación dura nueve meses, demasiado tiempo para atar cabos cuando no se tiene ningún otro conocimiento sobre el tema. Una de las funciones del arte paleolítico pudo ser, precisamente, la de influir sobre una fertilidad de mecanismos inciertos. Hasta que se ataron cabos y se descubrió la maquinaria subyacente.
Hace unos 10.000 años dejamos de pintar en el fondo de las cavernas europeas. También dejamos de tallar figurillas. Algunos paleoantropólogos han sugerido que la clave pudo estar en los perros. Por aquella época los perros, es decir, los lobos, comenzaron a formar parte de nuestra familia, unos animales que copulan a la vista de todos y con una gestación que dura tan solo dos meses. Nunca antes los humanos habíamos tenido acceso visual continuado a un ciclo reproductivo de otro mamífero. Entonces pudimos atar cabos: los hijos vienen de la cópula; no hace falta más magia. No solo hay orden en los fenómenos astronómicos, sino también en los procesos biológicos. Este orden permite la generación de conocimiento, que cristaliza cada vez que se establecen relaciones entre fenómenos en principio aislados.