En El Puig, un pueblo de la huerta valenciana, la tradición es apalear ratas y congelarlas para que los vecinos se lancen sus cuerpos unos a otros durante sus fiestas anuales. Hasta el año 2002 en Manganeses de la Polvorosa (Zamora) se despeñaba una cabra viva desde lo alto del campanario para delirio de los ciudadanos en fiesta. En Cazalilla (Jaén) se suelta una pava por los tejados para conmemorar la reconciliación entre dos familias enfrentadas por una pasión de amor. El vecino que la atrapa tiene el bien ganado privilegio de indultarla. En Roses (Girona) existe una tradición de más de cien años que consiste en lanzar al mar patos muertos de miedo para así morirse de la risa. Pero en España el animal que paga el pato de verdad es el toro: toros que corren despavoridos por el asfalto, toros empujados al agua, toros con las astas ardiendo, toros martirizados según la imaginación tradicional… En la fiesta de Tordesillas mozos a caballo y a pie demuestran su hombría lanceando un toro hasta la muerte. En Coria (Cáceres) lo que les va es acribillar a un toro a cerbatanazos hasta que el animal, agotado, se tumba y un valiente designado por el Ayuntamiento lo mata de un tiro… Hoy los dardos han sido sustituidos por un calvario más humano.
El sufrimiento físico de estos animales no es para la alimentación ni en nombre de la seguridad de los humanos. Todos los casos descritos tienen un elemento en común: la fiesta. Es solo para divertirse. Las pasiones humanas fundamentales se obtienen combinando solo dos conceptos: el placer (y su contrario, el dolor) y lo propio (y su complementario, lo ajeno). Existe el placer propio por el dolor ajeno (el morbo), existe el dolor propio por el placer ajeno (la envidia), existe el dolor propio por el dolor ajeno (la compasión), existe el dolor propio por el dolor propio (la autocompasión), existe el placer propio por el dolor propio (la melancolía)… Hay muchas maneras de divertirse, pero, a juzgar por el calendario de festejos en España, nada puede igualar a un exceso de morbo sutilmente combinado con un defecto de compasión.
A pesar de todo, basta una ojeada a la historia de la condición humana para comprobar que el progreso moral existe. Es lo que Hegel llamaba el Zeitgeist, literalmente “el espíritu del tiempo”. La lógica de lo verdadero y de lo falso (ciencia) acaba influyendo sobre la lógica de lo bueno y de lo malo (moral), sobre la lógica de lo justo y de lo injusto (la justicia), sobre la lógica de lo útil y lo inútil (tecnología), incluso sobre la lógica de lo bello y de lo feo (estética). La esclavitud por ejemplo no es bonita, ni buena, ni justa, ni útil desde que conocemos la verdad: un esclavo es –¡quién podía sospecharlo!– un ser humano. La ciencia es la única forma de conocimiento que se exige a sí misma la mínima ideología posible. Donde llegan la objetividad, la inteligibilidad y la dialéctica no se cuela una creencia, un misterio o un dogma. Quizá sea la mejor y más compacta definición de ciencia: todo comprensión de la realidad elaborado con la mínima ideología previa posible. Las grietas del conocimiento científico se rellenan con pasta de ideología, pero se admite mucho más que ese mínimo en cualquier otra disciplina. Las ideas tienden a cambiar, las ideologías tienden a persistir. Lo verdadero y lo falso cambia, mal que le pese a la tradición, porque en solo un segundo se puede desplomar una verdad que llevaba vigente varios milenos.
Cuando los periodistas se acercan a uno de estos pueblos en fiestas para hacer una crónica de su dosis anual de barbarie suelen encontrarse con miradas fieras que hablan de cultura y de tradiciones. Contra el progreso moral se ensayan dos argumentos: 1) la tradición, 2) hay cosas peores. Pero la tradición nunca es argumento para absolutamente nada. Una costumbre no persevera por tradición, al contrario, si una costumbre es tradición es porque persevera. Por otro lado siempre se puede encontrar una tradición aún más perversa y vergonzante tras la cual escudarse, una diversión con aún más morbo y aún menos compasión. El toro de Tordesillas envidia la suerte de la pava de Cazalilla pero una salvajada no se neutraliza con otra peor. No se puede vivir sin contradicciones, ya lo sabemos, pero sí podemos vivir con las mínimas.
Jorge Wagensberg. Profesor titular del departamento de Física Fundamental. Universidad de Barcelona.
© Mètode 89, Primavera 2016.