La humanidad ha tenido siempre un viejo sueño: emular artificialmente ciertas prestaciones prodigiosas que ya se dan espontáneamente en la naturaleza. Por ejemplo volar. Muchos se rompieron la crisma en el intento, pero hoy ya sabemos cómo volar con un artefacto más pesado que el aire. En el otro extremo, tenemos lo que la ciencia llama vida sintética, nada menos que reinventar la materia viva. Muchos laboratorios trabajan ilusionados en este tema tan audaz. Y, entre ambos extremos, otro gran anhelo: la inteligencia artificial. Desde la Segunda Guerra Mundial las máquinas que procesan información compiten, y en muchos aspectos superan, al objeto probablemente más complejo de la galaxia: el cerebro. El gran pionero de esta disciplina, el matemático, lógico y criptógrafo Alan Turing ganó él solo la gran guerra con su máquina Enigma, que logró interceptar los mensajes del ejército alemán. Hoy cualquier ciudadano lleva un ordenador en el bolsillo con el que puede comunicarse, consultar la red, comprar lo que sea u orientarse por cualquier selva urbana.
En 1769 Wolfgang von Kempelen pretendía haber construido una máquina que jugaba al ajedrez. Hoy estamos seguros de que se trataba de un truco tan simple como un jugador humano de pequeña estatura escondido en alguna clase de doble fondo del artefacto. Actualmente ya no hace falta hacer trampas. El campeón del mundo Garry Kasparov se enfadó mucho cuando en 1997 perdió contra el computador de IBM Deep Blue, pero hoy en día un programa de PC gana sin problemas a cualquiera de los grandes maestros.
Todos estos retos de lograr la versión artificial de lo natural, multiplicando así algunas de sus prestaciones, se han ido cumpliendo, aunque resulta curioso constatar que solo imitamos el resultado, no el método. En efecto, ni los aviones baten sus alas para volar, ni la estructura de un ordenador se parece a la de un cerebro animal.
La gran pregunta sobre la inteligencia artificial es filosófica y científica: ¿Puede pensar una máquina? Dos especialistas, los profesores del CSIC Ramón López de Mántaras y Pedro Meseguer González, acaban de publicar un libro titulado Inteligencia artificial (CSIC-Catarata, 2017). Es una excelente puesta a punto para iniciarse en esta potente disciplina. En ella se distingue entre inteligencia artificial débil e inteligencia artificial fuerte. Recuerdo que hasta hace no mucho los científicos de la inteligencia artificial no tenían ninguna duda: si las máquinas aún no piensan, lo harán pronto. Bueno, pues ahora ya duda todo el mundo. Hay varios argumentos para ello. Los autores mencionados citan al físico Roger Penrose, que recurrió al célebre teorema de Goedel para intentar demostrar que un ordenador jamás podrá pensar en el sentido humano del término. Según este teorema, cualquier teoría aritmética recursiva es incompleta, una afirmación que afecta de lleno a cualquier ordenador actual.
«Un cerebro humano puede romper sus propias reglas, una computadora es del todo incapaz»
Si no recuerdo mal, el filósofo J. R. Lucas ya había adelantado este mismo razonamiento décadas antes. Un cerebro humano puede romper sus propias reglas, una computadora es del todo incapaz. Yo diría lo mismo de otra manera: una máquina puede observar, comprender, simular, pero lo que no puede hacer es algo tan delicado, difuso y sutil como intuir. ¿Qué es intuir? Pues sencillamente un roce entre lo que ya se ha observado y lo que todavía no se ha observado, un roce entre lo que ya se ha comprendido y lo que todavía no se comprende, un roce entre lo que ya se ha simulado y lo que aún no se ha simulado. Las máquinas no intuyen, por eso quizá no tienen conciencia, por eso se dejan desenchufar sin protestar, por eso no se enamoran, por eso aún no podemos decir que una máquina sea capaz de pensar.