En 2015 la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó unas recomendaciones sobre cómo poner nombre a las enfermedades infecciosas nuevas. Estas directrices están dirigidas tanto a la comunidad científica como a dirigentes nacionales y medios de comunicación. Un nombre inadecuado para una enfermedad podría causar efectos estigmatizantes en países, comunidades o sectores económicos.
Todavía recordamos los esfuerzos durante la última epidemia de gripe de los años 2009-2010 para evitar el término gripe porcina y sustituirlo por gripe A (H1N1)pdm09 atendiendo a las posibles consecuencias negativas en la industria porcina. El nombre común gripe A (H1N1)pdm09, propuesto por la OMS, cumple el objetivo de ser política y socialmente correcto, pero no pertenece a un registro de habla estándar por contener una referencia a las variantes proteicas que conforman la superficie del virus. Por lo tanto, esta gripe tiene un nombre sin significado para la mayoría de los mortales y, encima, tiene un signo ortográfico, muy infrecuente en los nombres comunes de infecciones que conocemos.
La OMS establece que un nombre de enfermedad nueva tendría que estar inspirado en un término descriptivo asociado (por ejemplo, enfermedad respiratoria, síndrome neurológico), y eventualmente acompañado de algún otro término modificador relativo a su manifestación atendiendo a la población afectada, o a su gravedad o estacionalidad (por ejemplo, progresiva, infantil o grave). En caso de que el patógeno sea conocido, se recomienda que este forme parte del nombre de la enfermedad (es el caso de salmonela). El documento de la OMS también incide en evitar nombres con localizaciones geográficas (por ejemplo, fiebre del Nilo occidental); apellidos de personas (enfermedad de Chagas); animales o alimentos (gripe aviar), o colectivos de personas (legionela). También sugiere prescindir de adjetivos que pudieran generar preocupación (como letal o desconocida).
La tendencia en las últimas décadas es separar el nombre del agente infeccioso y el de la enfermedad. Uno de los casos más emblemáticos es el del VIH (virus de la inmunodeficiencia humana) y el sida (síndrome de la inmunodeficiencia adquirida). Una de las justificaciones de esta dualidad es que la infección con VIH progresa de forma lenta y silenciosa hacia el síndrome y era conveniente distinguir la fase asintomática de la sintomática. Hay que ver lo lejos que quedan los tiempos de denominaciones sencillas, como por ejemplo sarampión y virus del sarampión. O el propio nombre coronavirus, metáfora pura, inspirado en su parecido con la corona solar, que afortunadamente y por influencia del latín se llama solar corona en inglés.
«Un nombre inadecuado para una enfermedad podría causar efectos estigmatizantes en países, comunidades o sectores económicos»
He aquí que, a raíz del brote de una enfermedad respiratoria inusual, el primer nombre que la OMS le concedió fue nuevo coronavirus 2019 (2019-nCoV en inglés). El 11 de febrero de 2020, la OMS renombró la enfermedad como COVID-19, destacando la subfamilia viral a la que pertenece, coronavirus, la D de disease, “enfermedad”, y el año de descripción. El mismo día el Comité Internacional de Taxonomía de Virus (ICTV) anunció el nombre aprobado para el virus, SARS-CoV-2 (severe acute respiratory syndrome coronavirus 2). Al oír la noticia, en un primer momento lo entendí a la inversa. Pero no: el comité de expertos responsable de poner el nombre al virus lo bautizaba con unas siglas de cuatro palabras referentes a la enfermedad, dos guiones y un número de forma que todo ello parece una contraseña. A su vez, la OMS, responsable del nombre de la enfermedad, usaba abreviado el nombre genérico coronavirus.
En el habla estándar, obviamente, el término SARS-CoV-2 no ha arraigado y últimamente la propia OMS está usando virus responsable de la COVID-19 o virus de la COVID-19, fórmulas redundantes. En cuestión de poner nombres, quizás, no estaría de más incluir en los comités de superexpertos a un miembro literato o filólogo. Que también son expertos.